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55

Los días se convirtieron en meras habitaciones vacías que separaban un viaje con la droga del siguiente. Yo flotaba a la deriva entre mis responsabilidades, ocioso e indiferente, sin ver nada de lo que me rodeaba, viviendo solamente para mi próxima comunión. El mundo real se disolvió; perdí interés en el sexo, el vino, la comida, los manejos de la Magistratura del Puerto, la fricción entre provincias contiguas a Velada Borthan, y todas las otras cosas, que para mí ya no eran más que sombras de sombras. Posiblemente estuviese usando la droga con demasiada frecuencia. Adelgazaba y existía en una perpetua niebla de turbia luz blanca. Tenía dificultades para dormir, y me sorprendía retorciéndome y moviéndome durante horas, sujeto al colchón por una manta de bochornoso aire tropical; insomne, macilento, con los globos oculares doloridos e irritación bajo los párpados. Estaba cansado de día y adormilado de noche. Pocas veces hablaba con Loimel; tampoco la tocaba, y casi nunca tocaba a ninguna otra mujer. Una vez me quedé dormido a mediodía, mientras almorzaba con Halum. Escandalicé al Gran Juez Kalimol contestando a una de sus preguntas con esta frase: «A mí me parece…». El viejo Segvord Helalam me dijo que tenía aspecto de enfermo, y sugirió que fuera a cazar con mis hijos a las Tierras Bajas Abrasadas. No obstante, la droga tenía el poder de hacerme vivir. Busqué a otros para compartirla, y me resultó cada vez más fácil establecer contacto con ellos, pues ahora me eran traídos a menudo por quienes ya habían hecho el viaje interior. Eran un grupo peculiar: dos duques, un marqués, una prostituta, un archivero real, un capitán de navío llegado de Glin, la amante de un septarca, un director del Banco Comercial y Marítimo de Manneran, un poeta, un abogado de Velis que fue a consultar al capitán Khrisch, y muchos más. El círculo de los que nos exhibíamos se ensanchaba. Mi provisión de droga casi se había acabado, pero ahora algunos de mis nuevos amigos hablaban de preparar una nueva expedición a Sumara Borthan. Ya éramos cincuenta. El cambio se estaba volviendo contagioso; había una epidemia en Manneran.

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A veces, inesperadamente, en el tiempo vacío y muerto entre una comunión y otra, sufría una extraña confusión del yo. Un bloque de experiencia prestada, que yo había almacenado en las oscuras profundidades de mi mente, solía liberarse y subir flotando a los niveles superiores de la conciencia, mezclándose con mi propia identidad. Seguía sabiendo que era Kinnall Darival, hijo del septarca de Salla, y sin embargo aparecía de pronto entre mis recuerdos el segmento del yo de Noim, o de Schweiz, o de uno de los sumaranos, o de algún otro de aquellos con quienes había compartido la droga. Durante ese empalme de yoes — un instante, una hora, medio día — iba de un lado a otro inseguro de mi pasado, sin poder determinar si algo que estaba fresco en mi mente me había sucedido realmente o me había llegado a través de la droga. Esto era inquietante, pero no realmente aterrador, salvo las dos o tres primeras veces. Por último aprendí a distinguir esos recuerdos que no eran míos de aquellos que pertenecían a mi auténtico pasado, mediante la familiarización con las texturas de unos y otros. Comprendí que la droga me había convertido en muchas personas. ¿No era mejor ser muchos que ser algo menos que uno?

57

A principios de la primavera se abatió sobre Manneran un calor lunático, acompañado por lluvias tan frecuentes que toda la vegetación de la ciudad enloqueció, y habría devorado todas las calles si no se la hubiera cortado todos los días. Por todas partes había verde, verde, verde: un halo verde en el cielo, una cascada de lluvia verde, una verde luz solar atravesando a veces las nubes, hojas verdes anchas y lustrosas desenroscándose en cada balcón y en cada parcela ajardinada. Hasta el alma de un hombre puede enmohecerse en ese ambiente. Verdes eran también los toldos de la calle de los mercaderes de especias. Loimel me había dado una larga lista de cosas para comprar, manjares de Threish y Velis y las Tierras Bajas Húmedas, y como un dócil marido fui a buscarlas, pues la calle de las especias distaba poco de la Magistratura. Loimel preparaba un gran banquete para celebrar el Día del Nombre de nuestra hija menor, quien al fin recibiría el nombre adulto que le destinábamos: Loimel. Todos los personajes de Manneran habían sido invitados a presenciar cómo mi esposa adquiría una tocaya. Entre los invitados habría varios que habían probado clandestinamente la droga sumarana conmigo, y esto me producía un secreto agrado; sin embargo, Schweiz no había sido invitado, pues a Loimel le parecía grosero, y de todos modos había salido de Manneran para no sé qué viaje de negocios en el preciso momento en que el clima empezaba a enloquecer.

Cruzando el verdor fui hacia el mejor almacén. Acababa de caer un chaparrón, y el cielo era una placa verde y chata apoyada en los tejados. Hasta mí llegaban deliciosas fragancias, dulzuras, olores acres, nubes de aromas que me hacían cosquillas en la lengua. Bruscamente unas negras burbujas me recorrieron el cráneo, y por un momento fui Schweiz regateando en un muelle con un marino que acababa de traer un cargamento de costosos productos desde el golfo de Sumar. Me detuve a disfrutar de este enredo de yoes. Schweiz se esfumó; a través de la mente de Noim percibí el olor a heno recién trillado en las tierras de los Condorit, bajo un delicioso sol de fines del verano, y después, súbita y sorprendentemente, fui el director de banco apretando con la mano el miembro de otro hombre. No puedo transmitirte el impacto de este último rayo de experiencia transferida, breve e incandescente. Había tomado la droga con ese director de banco no hacía mucho, y entonces no había visto en su alma nada de esa inclinación por su propio sexo. Yo no habría pasado por alto una cosa así. Yo había fabricado esa visión gratuitamente o él me había escondido esa parte de su yo, guardando frenéticamente sus predilecciones hasta este instante del descubrimiento. ¿Era posible un ocultamiento parcial como ése? Yo había creído que la mente se abría del todo. No me perturbaba la índole de sus deseos, sino sólo mi imposibilidad de conciliar lo que acababa de experimentar con lo que me había llegado de él cuando compartimos la droga. Pero poco tiempo tuve para reflexionar sobre este problema. Mientras estaba boquiabierto frente a la especiería, una mano flaca se posó en la mía, y una voz cautelosa dijo:

—Debo hablarte en secreto, Kinnall.

Debo. No uno debe. La palabra me arrancó bruscamente de mi ensueño.

A mi lado estaba Androg Mihan, guardián de los archivos del septarca principal de Manneran. Era un hombre pequeño, gris y de rasgos afilados, el último a quien uno creería capaz de buscar placeres ilegales; el Duque de Sumar, una de mis primeras conquistas, le había guiado hasta mí.

—¿Adónde vamos? — pregunté, y Mihan señaló un sagrario de clase inferior y aspecto despreciable, situado al otro lado de la calle.

Afuera, su drenador procuraba atraer clientes. Aunque no veía cómo podríamos hablar en secreto en un sagrario, seguí de todos modos al archivero; entramos en el sagrario y Mihan dijo al drenador que trajera los formularios contractuales. En cuanto el hombre se fue, Mihan se acercó a mí y dijo:

—La policía va hacia tu casa. Esta tarde, cuando vuelvas serás arrestado y encarcelado en una de las islas del golfo de Sumar.

—¿Dónde te enteraste?

—El decreto fue confirmado esta mañana, y entregado a mí para su archivo.

—¿Bajo qué acusación? — pregunté.

—Exhibicionismo — repuso Mihan —. Acusación asentada por agentes de la Capilla de Piedra. También hay una acusación civiclass="underline" uso y distribución de drogas ilegales. Te tienen atrapado, Kinnall.

—¿Quién es el delator?

—Un tal Jidd, que afirma ser drenador en la Capilla de Piedra. ¿Te dejaste sonsacar la historia de la droga en drenaje?