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—¿Alguna vez esa droga tuya le ha causado pesadillas a alguien?

—Uno no ha oído hablar de tales casos, Noim.

—Aquí tienes a uno, entonces. Uno que se despertó empapado en frío sudor noche tras noche durante semanas, después de compartir la droga en Manneran. Uno creyó que perdería la cabeza.

—¿Qué clase de sueños? — pregunté.

—Cosas horribles. Monstruos. Dientes. Garras. Una sensación de no saber quién es uno. Trozos de la mente de otros flotando a través de la de uno. — Bebió su vino de un trago —. ¿Buscas placer en esa droga, Kinnall?

—Conocimiento.

—¿Conocimiento de qué?

—Conocimiento de uno mismo y conocimiento de los demás.

—Uno prefiere la ignorancia, entonces. — Se estremeció —. Kinnall, tú sabes que uno nunca ha sido una persona especialmente reverente. Uno blasfemaba, uno sacaba la lengua a los drenadores, uno se reía de lo que contaban acerca de los dioses, ¿eh? Con esa sustancia casi le has convertido a uno en un hombre de fe. El terror de abrir la mente de uno…, de saber que uno no tiene defensas, que tú puedes introducirte directamente en el alma de uno y lo estás haciendo… es imposible de soportar.

—Imposible para ti — dije —. Otros lo anhelan.

—Uno se inclina por el Pacto — repuso Noim —. El fuero íntimo es sagrado. El alma de uno le pertenece a uno. El placer de exhibirla es un placer sucio.

—No exhibirla. Compartirla.

—¿Suena mejor así? Muy bien: el placer de compartirla es un placer sucio, Kinnall. Aun cuando seamos hermanos vinculares. La última vez que uno estuvo contigo volvió con la sensación de haber sido mancillado. Con arena y astillas en el alma. ¿Eso es lo que quieres para todos? ¿Hacernos sentir a todos sucios de culpabilidad?

—No tiene por qué haber culpabilidad, Noim. Uno da, uno recibe, uno sale mejor de lo que era…

—Más sucio.

—Mejorado. Engrandecido. Más compasivo. Habla con otros que la hayan probado — dije.

—Por supuesto. A medida que salgan corriendo de Manneran, refugiados, desterrados, uno les interrogará sobre la belleza y la maravilla de exhibir el yo. Perdón: de compartirlo.

Vi el tormento en los ojos de Noim. Todavía quería amarme, pero la droga sumarana le había mostrado cosas — sobre él mismo, quizá sobre mí — que le hacían odiar al que le había dado la droga. Noim era una de esas personas para quien las paredes son necesarias; yo no me había dado cuenta de eso. ¿Qué había hecho para convertir a mi hermano vincular en mi enemigo? Tal vez si pudiéramos tomar la droga por segunda vez yo podría aclararle más las cosas…, pero no, de eso no había esperanzas. La sinceridad asustaba a Noim. Yo había transformado a mi blasfemo hermano vincular en un hombre del Pacto. Ya nada podía decirle.

Tras un rato de silencio dijo:

—Uno tiene que pedirte algo, Kinnall.

—Lo que quieras.

—Uno vacila en poner límites a un huésped. Pero si has traído contigo algo de esa droga desde Manneran, Kinnall, si la tienes oculta en tus habitaciones… deshazte de ella, ¿entiendes? No debe estar en esta casa. Deshazte de ella, Kinnall.

Jamás en mi vida había mentido a mi hermano vincular. Jamás.

Mientras el estuche enjoyado que el duque de Sumar me había dado ardía contra mi pecho, dije solemnemente a Noim:

—Nada tienes que temer a ese respecto.

62

Algunos días más tarde, la noticia de mi deshonra se hizo pública en Manneran, y rápidamente llegó a Salla. Noim me mostró los informes. Yo era descrito como principal asesor del Gran Juez del Puerto, y abiertamente clasificado como un hombre de la mayor autoridad en Manneran que, por añadidura, tenía lazos de sangre con los primeros septarcas de Salla y Glin… y, sin embargo, pese a estas dotes y dignidades, me había apartado del Pacto para caer en una ilegal autoexhibición. Yo había violado no simplemente el decoro y la etiqueta, sino también las leyes de Manneran, haciendo uso de cierta droga proscrita, procedente de Sumara Borthan, que disuelve las barreras divinas que separan a un alma de otra. Se decía que abusando de mi alto cargo había logrado hacer un viaje secreto al continente sur (¡pobre capitán Khrisch! ¿Habría sido arrestado también?), del que había regresado con gran cantidad de la droga, cuyo uso había impuesto diabólicamente a una mujer plebeya a quien mantenía; también había hecho circular esa detestable sustancia entre ciertos miembros prominentes de la nobleza, cuyos nombres no eran revelados debido a su cabal arrepentimiento. La víspera de mi arresto, yo había escapado de Salla, y mejor para mí: si intentaba regresar a Manneran sería inmediatamente detenido. Mientras tanto, sería juzgado in absentia, y según el Sumo Magistrado poca duda podía caber en cuanto al veredicto. A modo de compensación al estado por el gran perjuicio que yo había causado al edificio de la estabilidad social, se me obligaría a entregar todas mis tierras y propiedades, con la única excepción de una parte que se reservaría para la manutención de mi esposa e hijos, inocentes. (Entonces Segvord Halalam había logrado al menos eso.) Para impedir que mis amigos de la nobleza me transfirieran mis bienes a Salla antes del juicio, todo lo que yo poseía había sido ya confiscado antes del decreto de culpabilidad del Sumo Magistrado. Así hablaba la ley. ¡Ay de los que se convirtiesen en monstruos exhibicionistas!

63

No mantuve en secreto mi paradero en Salla, ya que ahora no tenía motivo para temer los celos de mi real hermano. Cuando era un muchacho recién instalado en el trono, Stirron podía haber llegado a eliminarme como rival en potencia, pero no el Stirron que gobernaba desde hacía más de diecisiete años. Ya era una institución en Salla, bien querido y parte integrante de la existencia de cada uno, mientras que yo era un extraño, apenas recordado por la gente mayor y desconocido para los más jóvenes, que hablaba con acento mannerangués y había sido públicamente marcado con la vergüenza de la autoexhibición. Aunque quisiera derrocar a Stirron, ¿dónde podría encontrar seguidores?

A decir verdad, anhelaba ver a mi hermano. En tiempos de borrasca, uno se vuelve hacia sus primeros camaradas; y con Noim alejado de mí y Halum al otro lado del Woyn, sólo me quedaba Stirron. Nunca le había guardado rencor por haberme obligado a huir de Salla, pues sabía que si hubiera tenido su edad, y él la mía, le habría hecho escapar de igual manera. Si nuestra relación se había vuelto fría desde mi fuga, esta frialdad era obra suya, pues nacía de su conciencia culpable. Ahora habían pasado algunos años desde mi última visita a Ciudad de Salla: tal vez mis adversidades le abriesen el corazón. Escribí a Stirron una carta desde la casa de Noim, implorándole formalmente asilo en mi país. Bajo la ley sallana, tenían que acogerme, pues era súbdito de Stirron y no había cometido ningún delito en suelo sallano: sin embargo, me pareció mejor preguntar. Admití que las acusaciones planteadas contra mí por el Sumo Magistrado de Manneran eran fundadas, pero ofrecí a Stirron una justificación concisa y (creo) elocuente de mi desviación del Pacto. Concluía la carta con expresiones de mi constante amor hacia él, y con algunas reminiscencias de los tiempos felices que habíamos vivido antes de que recayeran sobre él las cargas de la septarquía.

Esperaba que Stirron, en respuesta, me invitara a visitarlo en la capital, para así poder oír de mis propios labios una explicación de las extrañas cosas que yo había hecho en Manneran. Seguramente se imponía una reunión fraterna. Pero no llegó ninguna citación desde Ciudad de Salla. Cada vez que tintineaba el teléfono me precipitaba a él, pensando que podía ser Stirron quien llamaba. No llamó. Transcurrieron varias semanas de tensión y tristeza; yo cazaba, nadaba, leía, procuraba redactar mi nuevo Pacto de amor. Noim seguía distante. Su única experiencia de comunión espiritual le había causado una turbación tan profunda que apenas se atrevía a mirarme a los ojos, porque yo conocía ahora toda su intimidad y eso había pasado a ser una culpa que nos separaba.