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Las mujeres de la casa hacía ya largo rato que habían comido, pero cuando Ron y Tim entraron por la puerta de atrás. Esme Melville salió de la sala y los recibió en la cocina.

– La cena se echó a perder -anunció la mujer sin gran indignación.

– Vamos, Es, siempre dices eso -sonrió Ron, sentándose a la mesa, donde su lugar y el de Tim estaban ya dispuestos-. ¿Qué hay de cenar?

– Como si os importara, con toda esa cerveza que lleváis dentro -replicó Esme-. ¡Hoy es viernes, viejo! ¿Qué es lo que comemos los viernes? Fui al mercado del español y, como siempre, traje pescado y unas cuantas patatas fritas.

– ¡Oh, qué bueno! ¡Pescado y patatas fritas! -exclamó Tim, con una ancha sonrisa-. ¡Me encantan el pescado y las patatas fritas!

Su madre lo miró con ternura y le revolvió el espeso cabello con la única clase de caricia que siempre le hacía.

– No importa qué sea lo que yo te dé, siempre resulta que es tu plato favorito, mi amor. Vamos; ahí tienes.

Colocó frente a sus hombres buenas porciones de pescado y de patatas a la francesa, sin dorar, y luego regresó a la sala donde, en el aparato de televisión, pasaban por enésima vez una parte de la película «La Calle de la Coronación».

Para Es, el espectáculo de cómo vivía la clase obrera inglesa era algo fascinante y nunca se perdía ni uno de los episodios de la serie; para ella era algo reconfortante el comparar, con lo que veía en la televisión, su propia casa, amplia y cómoda, con su buen jardín, así como el clima agradable, las canchas de tenis y las playas, y compadecía, desde el fondo de su corazón, a los habitantes de la calle de la Coronación. Si uno tenía que formar parte de la clase obrera, la única clase obrera que valía la pena era la australiana.

Tim no les dijo ni a su padre ni a su madre lo del incidente del bocadillo de excremento porque lo había olvidado por completo. Cuando terminaron de comer, él y su padre dejaron en la mesa los platos vacíos y entraron en la sala.

– Oye, Es -dijo Ron, cambiando de canal-, ya es hora de las noticias sobre el cricket.

La esposa dejó escapar un suspiro.

– Quisiera que no llegarais tan temprano -se lamentó-. Tal vez así podría ver de vez en cuando alguna película de Joan Crawford en lugar de deportes… ¡siempre deportes!

– Ten calma, querida; si Tim consigue un poco más de trabajo extra, tal vez pueda comprarte un aparato de televisión para ti sola -repuso Ron, sacándose los zapatos y tendiéndose en el sofá cuan largo era-. ¿Dónde está Dawnie?

– Creo que salió con un muchacho.

– ¿Y quién es esta vez?

– ¿Cómo voy a saberlo, mi amor? Nunca me preocupo por ella. Es demasiado lista como para meterse en problemas.

Ron se quedó contemplando a su hijo.

– ¿No es el colmo, Es, cómo nos ha tratado la vida? Nuestro hijo es el más buen mozo en todo Sydney, pero le falta más de un tornillo; por otra parte, luego nos deja Dawnie. Él apenas si puede escribir su nombre y contar hasta diez, y en cambio Dawnie es tan lista que puede ganar medallas de oro en la universidad sin siquiera tener que estudiar.

Esme tomó su labor y miró a Ron con aire de tristeza. Al pobre Ron le dolía mucho eso pero, a su manera, siempre había sido verdaderamente bueno con Tim y lo había criado sin consentirlo ni tratarlo como a un crío. ¿O acaso no le permitía al muchacho que bebiera con él y había insistido en que Tim se ganara el sustento como cualquier muchacho normal? Lo cual estaba muy bien porque ellos ya no eran jóvenes. Ron pronto cumpliría setenta años y sólo le llevaba a ella seis meses. Ésa era la razón por la que Tim había nacido tonto, según le habían dicho los médicos. El muchacho acababa de cumplir veinticinco años y había sido el primogénito. Ya estaban, ella y Ron, bien por encima de los cuarenta cuando Tim había nacido; según los doctores, era algo que tenía que ver con sus ovarios, que ya estaban muy cansados y, además, faltos de práctica.

Después, un año más tarde, había nacido Dawnie, perfectamente normal, lo cual debía ser así, según los médicos. Por lo común, el primero era el más difícil de que saliera bien cuando se empezaba a tener hijos después de los cuarenta.

Es dejó que sus ojos se posaran en Tim cuando éste se acomodó en su sillón especial, junto a la pared del frente, más cerca del televisor que cualquier otro asiento; al igual que todos los niños, a Tim le encantaba meterse materialmente en la pantalla; ahí estaba, el muchacho más adorable y encantador, con los ojos brillándole mientras aplaudía una jugada de cricket.

La madre dejó escapar un suspiro, preguntándose por millonésima vez qué iría a ser de él cuando ella y Ron ya no estuvieran en este mundo. Dawnie tendría que cuidar de él, por supuesto. Ella quería tiernamente a su hermano pero, en el curso normal de las cosas, un día se cansaría de estudiar y tendría que casarse.

¿Querría entonces su marido tener con ellos a alguien como Tim? Esme lo dudaba mucho. ¿Quién iba a querer a un adulto con la mentalidad de un niño de cinco años si no era de su propia sangre?

6

El sábado fue un día tan hermoso y cálido como había sido el viernes, por lo que Tim salió rumbo a Artarmon a las seis de la mañana llevando una camisa de manga corta, pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla. Su madre siempre procuraba que anduviera bien presentado, le preparaba el desayuno y le ponía en un paquete su comida del día, asegurándose de que llevara en su bolsa un par de pantalones de trabajo limpios y de que tuviera dinero para salir de un apuro.

Cuando Tim llamó a la puerta de Mary Horton acababan de dar las siete y ella estaba profundamente dormida. Al oír los golpes se levantó y, descalza y con pasos torpes, se echó encima de su sencillo pijama de algodón blanco una bata gris y, alisándose unos rebeldes mechones de pelo, se dirigió con impaciencia a la puerta de atrás.

– ¡Por Dios! -exclamó, frotándose los ojos-. ¿Siempre llega usted a las siete de la mañana?

– Se supone que ésa es la hora en que debo empezar a trabajar -repuso él, sonriendo.

– Bueno, ya que está usted aquí, es mejor que le muestre qué es lo que hay que hacer -decidió Mary, bajando por los escalones que daban al patio y cruzando luego el césped hasta una casita rodeada de helechos.

Los helechos disfrazaban el hecho de que, en realidad, la casita era un depósito de equipo de jardinería, herramientas y fertilizantes. Un tractor pequeño, de apariencia más bien urbana, estaba ahí guardado, cubierto con una lona impermeable para el caso de que el techo goteara, cosa que, por supuesto, nunca había sucedido ya que era propiedad de Mary Horton.

– Aquí está el tractor, con la segadora ya acoplada. ¿Sabe usted manejarlo?

Tim sacó la cubierta y acarició con ternura la brillante superficie del tractor.

– ¡Oh! -exclamó-. ¡Qué bonito es!

Mary reprimió su impaciencia.

– Bonito o no, ¿sabe usted manejarlo, señor Melville?

– ¡Claro que sí! Papá dice que soy muy bueno con toda clase de maquinaria.

– ¡Vaya, qué simpático! -comentó ella irritada-. ¿Cree usted que haya algo más que se le ofrezca, señor Melville?

Los ojos azules de Tim la miraron con extrañeza.

– ¿Por qué me llama usted señor Melville? -interrogó-. ¡El señor Melville es mi padre! Yo soy solamente Tim.

«¡Cielos!», pensó ella. «¡Si es tan sólo un niño!»

No obstante eso, dijo: