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Cuadró los hombros y giró la esquina del edificio para entrar en el taller que Jace había comprado seis años antes y que había transformado en un próspero negocio. El taller contaba con ocho plazas, todas ellas ocupadas con vehículos en reparación, y Leah pasó la vista por los coches y los mecánicos en busca de Jace.

Saludó con la mano a Gavin, uno de los trabajadores de Jace y jefe del taller, que le sonrió y señaló un BMW. Leah siguió la indicación y encontró a Jace doblado de cintura para arriba sobre el motor, apretando una tuerca con una llave inglesa.

Leah se detuvo a unos metros de él y se deleitó con la imagen de su trasero. A nadie le quedarían mejor unos vaqueros desteñidos que a Jace Rutledge. La desgastada tela vaquera, manchada de grasa donde se había limpiado las manos, se ceñía a su bien moldeado trasero y duros muslos, y la cintura le caía tentadoramente sobre las esbeltas caderas. La camisa azul se estiraba sobre los músculos de la espalda y se arrugaba sobre los anchos hombros mientras le daba otra vuelta a la llave inglesa.

Era un hombre fuerte y natural como la tierra misma. No le importaba ensuciarse, y parecía disfrutar con el esfuerzo físico que implicaba aquel trabajo. Todo lo contrario que Brent, tan refinado y meticuloso, que se moriría antes que mancharse las manos de grasa.

Jace se irguió en su metro noventa de estatura y se giró para cambiar de llave. Se detuvo en seco cuando la vio, y una lenta sonrisa curvó sus labios, acentuada por aquel hoyuelo que a tantas mujeres había desarmado desde la escuela.

A Leah se le aceleró el pulso y sintió una oleada de calor por sus venas. Una reacción normal siempre que veía a Jace. Era tan atractivo, tan sexual, que una mujer tendría que estar ciega para no verse afectada por su aspecto y su seguridad varonil.

Sus intensos ojos verdes brillaron de placer cuando la recorrió con la mirada.

– Hola, Leah -la saludó con su voz baja, suave e increíblemente sensual-. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

«El suficiente para comerte con los ojos».

– No mucho -respondió, y le devolvió la sonrisa intentando adoptar una expresión despreocupada, aunque era difícil aparentar naturalidad teniendo en cuenta el motivo de su visita.

Jace agarró un trapo en vez de una de las herramientas alineadas en el banco y se limpió las manos, grandes y callosas.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó, escrutándola con sus penetrantes ojos. Ladeó ligeramente la cabeza y su pelo largo y rubio le cayó sobre la frente-. ¿Todo va bien, Leah?

«Depende de lo que respondas a mi proposición», pensó ella, cambiando nerviosamente el peso de un pie a otro.

– ¿Tienes unos minutos para hablar?

– Para ti tengo todo el tiempo del mundo -respondió él con un guiño-. Deja que me limpie un poco y nos veremos en mi despacho.

– Gracias -dijo ella. Lo vio alejarse por el pasillo que conducía a los aseos y ella se encaminó hacia las oficinas de Jace's Auto Repair.

Saludó a Lynn, la secretaria, y continuó hasta el fondo del edificio, donde Jace había montado un despacho pequeño pero práctico y funcional. Aparte de la silla tras el escritorio no había donde sentarse, pero ella estaba demasiado nerviosa para quedarse quieta, así que se puso a andar por la pequeña alfombra gris delante de la mesa, mientras pensaba una y otra vez en lo que iba a proponerle.

Jace entró en el despacho minutos después. Se había cambiado de vaqueros y camiseta, y no había ni rastro de grasa en las manos y antebrazos. Un olor familiar a naranja lo impregnaba, mucho más excitante que el disolvente especial que usaba para limpiarse la mugre que resultaba del trabajo con motores.

Jace le tendió una botella de agua fría, demostrando que conocía bien sus preferencias, y para él se abrió una lata de cola.

– ¿Y bien? ¿Qué te trae por aquí? -le preguntó, mirándola a los ojos-. No es que no me alegre de verte, pero pareces… distraída. Como si algo te rondara por la cabeza.

Siendo un viejo amigo, siempre había tenido la habilidad de percibir sus cambios de ánimo.

– Hay algo que me preocupa -admitió. Él esperó pacientemente a que continuara y ella hizo girar la botella entre las palmas-. La verdad es que necesito tu ayuda. Si estás dispuesto a ayudarme, claro está.

Jace dejó la lata en la mesa y la agarró suavemente por los hombros, prestándole toda su atención. Su tacto era firme, y la manera en que sus pulgares le acariciaron la piel desnuda de los brazos le provocó una ola de calor prohibido que se le concentró en el estómago.

Siempre había sabido que el tacto de Jace bastaría para prender chispas de pasión… Y esa habilidad masculina para hacerlo era un descarado recordatorio de lo que faltaba entre ella y Brent. No podía negar el claro contraste, que hacía aún más importante su búsqueda.

Jace frunció el entrecejo con preocupación. Por suerte, la blusa de seda era lo suficientemente holgada para que no pudiera ver cómo se le endurecían los pezones a través del tejido. Y si se percató de la piel de gallina que se le había puesto en los brazos, no hizo ningún comentario al respecto.

– Cariño, sea lo que sea, sabes que estoy aquí para ayudarte. Lo único que tienes que hacer es decirme qué necesitas.

Mirándolo fijamente a los ojos, Leah tomó aire profundamente y, recordando la «sexcapada» que la había puesto en acción, se arriesgó por segunda vez en el día.

– Quiero que me enseñes lo que a un hombre lo excita y cómo hay que satisfacerle en la cama.

Jace parpadeó un par de veces, convencido de que las palabras que acababa de oír de aquellos labios suaves y carnosos eran producto de su imaginación.

Leah no era lo que él consideraría una mujer fatal. No, ella era mucho más tradicional, por dentro y por fuera. La blusa de seda color crema y la falta azul marino corroboraban la imagen que tenía de ella, y también le confirmaban que acababa de salir de su trabajo como secretaria para una empresa de ingeniería. Pero, por muy conservadora que fuera vistiendo, Jace no podía negar que había pasado muchas horas imaginándosela sin ropa y preguntándose cómo sería deslizar las manos sobre la firmeza de sus pequeños pechos, la delicada curva de su cintura y caderas, la sedosa suavidad de su piel desnuda…

Sacudió enérgicamente la cabeza. Su imaginación volvía a desbordarse, porque de ningún modo la dulce, sensible y sensata Leah Burton le pediría que la instruyera en el fabuloso arte de la seducción, por mucho que él hubiera deseado una oportunidad semejante.

Cuando conoció a Leah en la escuela, ésta sólo era la hermana pequeña de su amigo. En los años siguientes la había ido conociendo mejor y se habían hecho muy buenos amigos. Había visto cómo se transformaba en una mujer hermosa y deseable con una espesa y reluciente melena castaña que le llegaba por los hombros, y una esbelta figura con las curvas adecuadas para completar su pequeño físico. Una mujer totalmente inalcanzable para él… en deferencia a la amistad que tenía con su hermano y por respeto también a sus padres, quienes lo habían aceptado en sus vidas a pesar de su cuestionable pasado.

Su padre lo había abandonado cuando Jace tenía cinco años, dejándolo a cargo de una madre que pasaba más tiempo bebiendo y ligando en los bares que con su hijo. Los Burton lo habían alimentado cuando tenía hambre y le habían dado cobijo cuando temía pasar la noche solo en la ruinosa vivienda que su madre había alquilado. Le habían comprado ropa y zapatos nuevos cuando sus escasos vaqueros y camisas de segunda mano estuvieron demasiado deshilachados para seguir usándose, y a cambio no habían esperado nada. Y cuando Jace pasó por una fase rebelde, robando y provocando que lo detuvieran, había sido el padre de Leah quien fuera a buscarlo a la comisaría, no su propia madre. El señor Burton le había echado un sermón sobre la responsabilidad y lo había llevado a ver un centro penitenciario, lo que sirvió para inculcarle un miedo terrible al quebrantamiento de la ley y para devolverlo rápidamente al buen camino.