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– Y usted, madame, se preguntará -le atajó Paddy Tichborne con hablar ebrio-, qué relación existe entre el primer emperador de China y el último emperador Ming.

– Bueno, sí -admití-, pero, en realidad, lo que me pregunto es qué relación existe entre todo esto y el «cofre de las cien joyas».

– Era necesario que usted conociera ambas historias -indicó el anticuario- para que pudiera comprender la importancia de lo que hemos encontrado. Como le he dicho, forma parte de la cultura china la vieja leyenda del Príncipe de Gui, también llamado emperador Yongli, que se relata a los niños desde que nacen y que yo mismo he representado con mis amigos en la calle por algunas monedas de cobre. Dice la leyenda que los Ming poseían un antiguo documento que señalaba el lugar donde se encontraba el mausoleo de Shi Huang Ti, el Primer Emperador, así como la forma de entrar en él sin caer en las trampas dispuestas contra los saqueadores de tumbas. Ese documento, un hermoso jiance, pasaba secretamente de emperador a emperador como el objeto más valioso del Estado.

– ¿Qué es un jiance? -pregunté.

– Un libro, madame, un libro hecho con tablillas de bambú atadas con cordones. Hasta el siglo i antes de nuestra era, los chinos escribíamos sobre caparazones, piedras, huesos, tablillas de bambú o lienzos de seda. Después, en torno a esa fecha, inventamos el papel, utilizando fibras vegetales, pero el jiance y la seda continuaron empleándose durante algún tiempo más. No mucho, eso es cierto, porque el papel pronto sustituyó a los antiguos soportes. En fin, la leyenda del Príncipe de Gui cuenta que, la noche en que el príncipe fue proclamado emperador, un hombre misterioso, un correo imperial procedente de Pekín, llegó hasta Zhaoqing para hacerle entrega del jiance. El reciente emperador tuvo que jurar protegerlo con su vida o bien destruirlo antes de que pudiera caer en manos de la nueva dinastía reinante, los Qing.

– ¿Y por qué no podía caer en manos de los Qing?

– Porque no son chinos, madame. Los Qing son manchúes, tártaros, proceden de los territorios del norte, al otro lado de la Gran Muralla, y qué duda cabe que para ellos, usurpadores del trono divino, poseer el secreto de la tumba del Primer Emperador y apoderarse de sus objetos y tesoros más significativos hubiera supuesto un acto de legitimación ante el pueblo y la nobleza difícilmente superable. De hecho, y preste atención a lo que voy a decir, madame, incluso hoy día un descubrimiento semejante sería un suceso tan crucial que, de producirse, podría provocar el fin de la República del doctor Sun Yatsen y la reinstauración del sistema imperial. ¿Entiende lo que quiero decir?

Fruncí el ceño intentando concentrarme y captar la dimensión de lo que el señor Jiang acababa de decirme, pero resultaba difícil siendo europea e ignorante de la historia y la mentalidad del llamado Imperio Medio. Desde luego, la China que yo apenas conocía, la de Shanghai, con su modo de vida occidental y su amor por el dinero y los placeres, no me parecía que fuera a levantarse en armas contra la República para regresar a un pasado feudal bajo el gobierno absolutista del joven emperador Puyi. Sin embargo, era razonable pensar que Shanghai resultaba la excepción y no la norma de la vida china, de su cultura y de sus ancestrales costumbres y tradiciones. Con toda seguridad, fuera de aquella ciudad portuaria y occidentalizada existía un inmenso país del tamaño de un continente que todavía seguía anclado en los viejos valores imperiales, pues tras más de dos mil años de vivir de una determinada manera resultaba muy improbable que las cosas hubieran cambiado en apenas una década.

– Lo entiendo, señor Jiang. Y deduzco de sus palabras que esa posibilidad se ha vuelto real en estos momentos por algo relacionado con el «cofre de las cien joyas», ¿no es así?

Paddy Tichborne se levantó torpemente de su asiento para coger otra botella de whisky escocés del mueble-bar. Yo terminé de un sorbo mi té, que ya estaba tibio, y dejé la taza en la mesa.

– Precisamente, madame -aprobó, satisfecho, el anticuario-. Ha tocado usted el último punto, y el más importante, de mi exposición. Ahora es donde la madeja se enreda de verdad. La leyenda del Príncipe de Gui cuenta que, la noche antes de que el rey de Birmania entregase a Yongli y a toda su familia al general Wu Sangui, el último emperador Ming invitó a cenar a sus tres amigos más íntimos, el licenciado Wan, el médico Yao y el geomántico y adivino Yue Ling y les dijo: «Amigos míos, como voy a morir y con mi muerte y la de mi joven hijo y heredero termina para siempre el linaje de los Ming, debo haceros entrega de un documento muy importante que vosotros tres deberéis proteger en mi nombre a partir de hoy. La noche en que fui entronizado como Señor de los Diez Mil Años juré que, llegado un momento como éste, destruiría un importante jiance que contiene el secreto de la tumba del Primer Emperador y que ha estado en poder de mi familia durante mucho tiempo. No sé cómo llegó hasta nosotros pero sí sé que yo no voy a cumplir mi juramento. Es preciso que, algún día, una nueva y legítima dinastía china reconquiste el Trono del Dragón y expulse de nuestro país a los usurpadores manchúes. Así pues, tomad.» Y, cogiendo el jiance y un cuchillo -continuó narrando el señor Jiang-, cortó los cordones de seda que unían las tablillas de bambú haciendo tres fragmentos que entregó a sus amigos. Antes de separarse para siempre, les dijo: «Disfrazaos. Adoptad otras identidades. Id hacia el norte dejando atrás los ejércitos del general Wu Sangui hasta que alcancéis el Yangtsé. Esconded los pedazos en sitios distantes entre sí a lo largo del cauce del río para que nadie pueda volver a unir las tres partes hasta que llegue el momento en que los Hijos de Han puedan recuperar el Trono del Dragón.»

– ¡Pues sí que lo puso difícil! -exclamé, sobresaltando a Tichborne, que se había quedado de pie, con el vaso nuevamente lleno en la mano-. Si nadie más sabía dónde habían escondido los pedazos los tres amigos del Príncipe de Gui, sería imposible volverlos a unir. ¡Qué locura!

– Por eso era una leyenda -asintió el anticuario-. Las leyendas son hermosas historias que todo el mundo considera falsas, cuentos para niños, argumentos para el teatro. A nadie se le hubiera pasado por la cabeza ponerse a buscar tres fragmentos de tablillas de bambú de más de dos mil años de antigüedad a lo largo de la orilla septentrional de un río como el Yangtsé que tiene más de seis mil kilómetros de longitud desde su nacimiento en las montañas Kunlun, en Asia central, hasta su desembocadura aquí, en Shanghai. Pero…

– Afortunadamente, siempre hay un «pero» -apostilló el irlandés, antes de sorber ruidosamente un trago de whisky.

– … lo cierto es que la historia es verdadera, madame, y que nosotros tres sí que sabemos dónde escondieron los pedazos los tres amigos del Príncipe de Gui.

– ¡Qué me dice! ¿Lo sabemos?

– Así es, madame. Aquí, en este cofre, hay un documento inestimable que relata la conocida leyenda del Príncipe de Gui con algunas diferencias significativas respecto a la versión popular. -Extendiendo el brazo derecho, el anticuario puso la mano con la uña de oro sobre la edición miniaturizada del libro chino y lo empujó hacia mí, separándolo del resto de objetos que había extraído del cofre al principio de nuestra conversación-. Por ejemplo, menciona con toda claridad los lugares que el príncipe indicó a sus amigos para que escondieran las tablillas y, ciertamente, la elección presenta una gran lógica desde el punto de vista de los Ming.

– Pero ¿y si es falso? -objeté-. ¿Y si se trata simplemente de otra versión de la leyenda?

– Si fuera falso, madame, ¿qué otro objeto de este cofre habría motivado un viaje desde Pekín de tres eunucos imperiales? ¿Y qué otra cosa podría animar a dos dignatarios japoneses a presentarse amenazadoramente en mi tienda acompañando a Surcos Huang? Recuerde que Japón todavía tiene en el trono a un emperador poderoso e incuestionado por su pueblo, que ha demostrado en múltiples ocasiones su disposición a intervenir militarmente en China para apoyar una restauración imperial. De hecho, durante años ha facilitado millones de yenes a ciertos príncipes leales a los Qing para mantener ejércitos de manchúes y mongoles que siguen hostigando a la República sin descanso. El interés del Mikado se centra en convertir a ese tonto de Puyi en un emperador títere bajo su control y apoderarse así de toda China en una única jugada maestra. No le quepa ninguna duda de que sacar a la luz la tumba del primer emperador de China sería el golpe definitivo. Puyi sólo tendría que atribuirse el hecho como una señal divina, decir que Shi Huang Ti le bendice desde el cielo y le reconoce como hijo o algo así para que los centenares de millones de campesinos pobres de este país se arrojaran humildemente a sus pies. La gente, aquí, es muy supersticiosa, madame, todavía creen en hechos sobrenaturales de este tipo y puede estar segura de que ustedes, los Yang-kwei, los extranjeros, serían masacrados y expulsados de China antes de que pudieran preguntarse qué estaba pasando.