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En el andén, a cierta distancia de la enorme y negra locomotora que escupía hollín y niebla gris por la chimenea, había un grupo numeroso de extranjeros separado por unas vallas de la masa vocinglera de amarillos en la que nos encontrábamos nosotros. Cuando gimió el silbato de vapor, subieron a unos elegantes vagones pintados de brillante azul oscuro mientras que los destinados a los celestes eran poco menos que cajones herrumbrosos, con viejos asientos de madera astillada y suelos llenos de basura y escupitajos.

Al poco de empezar el traqueteo de la marcha, una lluvia interminable de vendedores golpeaba los cristales de las puertas de los compartimentos ofreciendo todo tipo de comestibles. Tomamos fideos, gachas de arroz y buñuelos de carne con setas, todo ello acompañado por té verde. -Una anciana servía el agua caliente y un muchachito que debía de ser su nieto depositaba unas pocas hojas en el líquido durante el tiempo justo para darle color antes de sacarlas y reutilizarlas en la taza siguiente-. Era la primera vez que Fernanda y yo nos enfrentábamos a la complicada tarea de intentar coger y sujetar los alimentos con esos largos palillos que los celestes utilizan en lugar de cubiertos. Menos mal que estábamos solos porque de poco nos hubiera servido el disfraz ante tamaña exhibición de ineptitud por nuestra parte: la comida volaba, las salsas salpicaban y los palillos resbalaban de nuestros dedos o se enredaban en ellos. Por fortuna, la niña acabó manejándolos con bastante soltura; a mí, lamentablemente, me costó un poco más. Al pobre Biao, que no estaba acostumbrado al zarandeo de los ferrocarriles, la comida le cayó mal en el estómago y vomitó todo lo que había engullido, y algo más, en una de las escupideras del departamento.

Durante las tres primeras horas de viaje Lao Jiang y Paddy se dedicaron a charlar sobre el negocio de las antigüedades; Biao, avergonzado, había desaparecido después de vomitar, y Fernanda, aburrida, miraba por la ventanilla, así que yo, más aburrida aún, terminé por imitarla. Hubiera preferido leer un buen libro (el viaje hasta Nanking duraba entre doce y quince horas), pero era un peso innecesario en el hatillo. Al otro lado del cristal, grandes extensiones de huertos y arrozales separaban pequeñas aldeas de techos de paja. No vi ni un solo palmo de tierra sin cultivar, con excepción de los caminos y de los abundantes y numerosos grupos de sepulturas que aparecían por todas partes. Recuerdo haber pensado que, en un país de cuatrocientos millones de habitantes, donde las tumbas de los antepasados jamás caen en el olvido, podría darse la circunstancia de que, algún día, los sepulcros de los muertos se apoderasen de la totalidad de la tierra que sustentaba a los vivos. Tuve el presentimiento de que miles de años de tradición en un pueblo eminentemente agrícola y apegado a sus costumbres ancestrales iba a ser una montaña demasiado escarpada para la joven y frágil República de Sun Yatsen.

Cuatro horas después de salir de Shanghai, el ferrocarril entró en la estación de Suchow con un prolongado chirrido de frenos. Lao Jiang se puso en pie.

– Hemos llegado -anunció-. Debemos bajar.

– Pero ¿no íbamos a Nanking? -protesté. Tichborne tenía también una cara de sorpresa que valía la pena ver.

– En efecto. Allí vamos. Un sampán nos espera.

– ¡Estás loco, Lao Jiang! -bramó el irlandés, cogiendo su hato.

– Soy prudente, Paddy. Como dice Sun Tzu, a veces deberemos movernos «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña».

Biao, que, al parecer, había permanecido todo el rato sentado en el suelo al otro lado de la puerta del compartimento, abrió las hojas y nos miró, atónito.

– Coge los equipajes -le ordenó Fernanda con resolución de ama-. Nos bajamos aquí.

En Suchow no había rickshaws, de modo que tuvimos que alquilar sillas de mano con porteadores. Una vez instalada en la mía, eché las cortinillas y me dispuse a pasar un buen rato dando brincos dentro de aquella caja con forma de confesionario. ¡Qué cómodos me parecieron entonces los rickshaws de Shanghai! No llegamos a entrar en la ciudad de Suchow; rodeamos su parte norte hasta llegar a un cauce que yo creí del Yangtsé (aunque me pareció extraño un trazado tan recto de sus orillas) y que resultó ser el Gran Canal, el río artificial más grande y antiguo del mundo, que cruzaba toda China de Norte a Sur durante casi dos mil kilómetros y cuya construcción dio comienzo en el siglo vi a. n. e. Por lo visto, el ferrocarril se había desviado hacia el Sur y ahora teníamos que volver para seguir camino hacia Nanking.

Creo que fue en el Gran Canal, al poco de subir a bordo de la gran barcaza de fondo llano en la que pasamos los siguientes tres días, cuando me di cuenta de la magnitud de la locura que estábamos cometiendo. Nuestra gabarra formaba parte de una ringlera de naves, unidas entre sí por gruesas cuerdas de cáñamo, que transportaba sal y otros productos hacia Nanking. Enormes búfalos de agua remolcaban al grupo tirando de las maromas mientras decenas de hombres trabajaban delante de ellos sin descanso para eliminar los sedimentos acumulados que podían impedir el paso, al tiempo que enloquecidos enjambres de mosquitos nos chupaban la sangre veinticuatro horas al día sin permitirnos descansar ni siquiera durante las frescas horas de la noche. Fernanda y yo dormíamos en la última barcaza, la que más se movía de un lado al otro del ancho canal que, en ocasiones, parecía hundirse en la tierra de tan altas como habían sido hechas sus artificiales riberas. La comida era asquerosa, los gritos de los marineros -que corrían y se llamaban de proa a popa de la caravana a todas horas- inaguantables, el olor nauseabundo y la higiene inexistente. Y ninguna de aquellas penurias parecía tener sentido en esos momentos. ¿Qué hacíamos allí…? ¿Qué dios había trastocado el orden de las cosas para que mi sobrina y yo, nacidas en el seno de una buena familia madrileña, llevásemos los ojos embadurnados de tinta para que parecieran oblicuos y estuviésemos sentadas horas y horas en una barcaza china maloliente que ascendía por el Gran Canal mientras los mosquitos nos desangraban y nos transmitían vaya usted a saber cuántas enfermedades mortales?

El segundo día de viaje, a punto de llegar a Chinkiang (donde se cruzan el Gran Canal y el Yangtsé), como no podía llorar si no quería perder el disfraz, decidí que lo único que me salvaría de la demencia sería dibujar, así que saqué un pequeño cuaderno Moleskine yuna sanguina y me dediqué a tomar apuntes de todo cuanto veía: de las maderas de las gabarras -los nudos, las juntas, las aristas…-, de los búfalos de agua, de los marineros trabajando, de las materias primas apiladas…; Fernanda empleó su tiempo en torturar al pobre Biao con tediosas clases de español y de francés, idiomas que el niño dominaba con igual desmaña; Tichborne cogió una cogorza monumental con vino de arroz que, sin exagerar, le duró desde la primera noche hasta el mismísimo día en que llegamos a Nanking, y Lao Jiang, por su parte, permaneció extrañamente sentado contemplando el agua salvo durante las horas de comer o dormir y el tiempo que dedicaba, todas las mañanas, a unos extraños y lentos ejercicios físicos que yo observaba a escondidas, impresionada: completamente abstraído, levantaba los brazos al tiempo que subía una pierna y giraba muy despacio sobre sí mismo en un equilibrio perfecto. Aquello duraba poco más de media hora y resultaba muy gracioso, aunque, por supuesto, siguiendo la costumbre china de ir al revés del mundo, la cosa no era para reír.

– Son ejercicios taichi -nos explicó Biao, muy serio-. Para la salud del qi, la fuerza de la vida.

– ¡Menuda tontería! -profirió Fernanda despectivamente.

– ¡No es ninguna tontería, Joven Ama! -exclamó, nervioso, el niño-. Los sabios dicen que el qi es la energía que nos mantiene vivos. Los animales tienen qi. Las piedras tienen qi. El cielo tiene qi. Las plantas tienen qi… -canturreó, exaltado-. La misma tierra y las estrellas tienen qi, y es el mismo qi decada uno de nosotros.

Pero Fernanda no daba su brazo a torcer con facilidad:

– Eso son majaderías y supersticiones. ¡Si el padre Castrillo te oyera, te caería una buena tunda!

La cara de Pequeño Tigre expresó temor y enmudeció de golpe. Sentí un poco de lástima por él y pensé que valía la pena romper una lanza en su favor.

– Cada religión tiene sus creencias, Fernanda. Deberías respetar las de Biao.

Lao Jiang, que no había dado la impresión de estar enterándose de lo que hablábamos mientras ejecutaba su extraña danza taichi, bajó lentamente los brazos, se puso las gafas y se quedó inmóvil, contemplándonos:

– El Tao no es una religión, madame -declaró al fin-, es una forma de vida. Para ustedes es muy difícil entender la diferencia entre nuestra filosofía y su teología. El taoísmo no lo inventó Lao Tsé. Existía desde mucho tiempo atrás. Hace cuatro mil seiscientos años, el Emperador Amarillo escribió el famoso Huang Ti Nei Ching Su Wen, el tratado de medicina china más importante sobre las energías de los seres humanos que sigue vigente hoy en día. En este tratado, el Emperador Amarillo dice que, tras levantarse por la mañana después de dormir, hay que salir al aire libre, soltarse el cabello, relajarse y mover el cuerpo lentamente y con atención para conseguir los deseos de longevidad y salud. Eso es taoísmo, meditación en movimiento: lo externo es dinámico y lo interno permanece en calma. Yin y yang. ¿Lo consideraría usted una práctica religiosa?

– Desde luego que no -respondí con respeto, pero en mi interior estaba pensando: «Por lo visto, he seguido los consejos del Emperador Amarillo toda mi vida porque, cuando me levanto, solo puedo arrastrarme lentamente durante un buen rato.»

Lao Jiang hizo un gesto vago con la mano, como indicando que renunciaba a continuar con su taichi aquella mañana y, por supuesto, a dar más explicaciones sobre taoísmo a unas mujeres extranjeras.