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En la palma de la mano del anticuario brillaba la mitad longitudinal del pequeño tigre de oro mientras se acercaba al abad con un rostro inescrutable. Podíamos estar equivocándonos, naturalmente, así que no era el momento de echar las campanas al vuelo.

Pero Xu Benshan, abad del monasterio de Wudang, en la Montaña Misteriosa, esbozó una alegre sonrisa cuando vio lo que le llevaba el señor Jiang e, introduciendo la mano derecha en su gran manga izquierda, sacó de ella algo que ocultó en el puño cerrado hasta que el anticuario le entregó el medio tigre del «cofre de las cien joyas». Entonces, con una gran satisfacción, unió los dos pedazos de la figurilla y nos la mostró.

– Este hufu perteneció al Primer Emperador, Shi Huang Ti -nos explicó-. Servía para garantizar la transmisión de las órdenes a sus generales ya que ambas partes tenían que encajar a la perfección. La caligrafía del lomo pertenece a la antigua escritura zhuan, de modo que este tigre es anterior al decreto de unificación de los ideogramas y tiene, por tanto, más de dos mil años de antigüedad. En él pone: «Insignia en dos partes para los ejércitos. La parte de la derecha la tiene Meng Tian. La de la izquierda procede del Palacio Imperial.»

¿Dónde había oído yo el nombre de Meng Tian? ¿Era aquel general a quien Shi Huang Ti había encargado la construcción de la Gran Muralla?

– ¿Vais a darnos ahora el tercer fragmento del jiance? -preguntó el anticuario con un tono duro en la voz que no me pareció muy oportuno. El buen abad sólo estaba cumpliendo las instrucciones del Príncipe de Gui y, además, parecía muy dispuesto a ayudarnos en todo cuanto pudiera. ¿A qué venía, pues, aquella actitud? Lao Jiang estaba impaciente; extraña incorrección para un comerciante.

– Aún no, anticuario. Os dije que sobre el tercer pedazo del jiance recaían protecciones especiales. Todavía falta una.

Hizo un gesto con la mano a los dos monjes que permanecían firmes en la puerta del Pabellón, al fondo de la sala, y ambos salieron a toda velocidad para regresar, instantes después, con paso vacilante, cargados con una gruesa percha de bambú sobre los hombros de la que colgaban, atadas con cuerdas, cuatro grandes losas cuadradas que oscilaban en el aire. Dejaron las piedras con cuidado en el suelo y las liberaron de sus amarres y, luego, las colocaron erguidas una al lado de la otra, mirando hacia nosotros. Cada una de ellas mostraba, bellamente tallado, un único ideograma chino. El abad empezó a hablar pero nuestro traductor, el joven Biao, estaba tan embobado contemplando las losas -y, sin duda, tan cansado del esfuerzo que suponía su trabajo de voluntarioso truchimán-, que se olvidó de cumplir con su papel, así que mi dulce sobrina, toda ella ternura y comprensión, le ladró algunas palabras poco amables y el pobre Biao tuvo que regresar de golpe a la dura realidad de su vida.

– El emperador Yongle ordenó tallar en nuestro hermoso Palacio Nanyan -estaba diciendo el abad-, estos cuatro caracteres fundamentales del taoísmo de Wudang. ¿Sabrían ustedes ponerlos en orden?

– Como no sepa Lao Jiang… -musité para mí, contrariada. ¿Creía el abad que los cuatro leíamos chino? ¿Acaso no se había enterado de que Fernanda y yo éramos extranjeras y de que era tinta china lo que sesgaba nuestros ojos?

– El primero de la izquierda es el ideograma shou, que significa «Longevidad» -empezó a explicarnos el anticuario. Era un ideograma muy complicado, con siete líneas horizontales de distinta longitud-. El siguiente es el carácter an, cuyo principal sentido es «Paz». -Por suerte, an era bastante más sencillo y parecía un joven bailando el foxtrot, con las rodillas dobladas y cruzadas y los brazos extendidos-. Después está fu, el carácter que representa «Felicidad». -Pues la felicidad tenía un ideograma de lo más peculiar: dos flechas en fila apuntando hacia la derecha en la parte superior y, debajo de ellas, dos cuadrados y una suerte de martillo con brazos colgantes-. Y, por último, el ideograma k’ang que, aunque les suene parecido, no significa «Cama» sino «Salud». -Rápidamente memoricé la figura de un hombre atravesado por un tridente, con un látigo extendido en la mano izquierda y cinco piernas retorcidas.

– ¿Y qué se supone que tenemos que ordenar? -pregunté, desconcertada.

– Ya hablaremos de eso luego -masculló Lao Jiang con tono de rabia contenida.

– Piénsenlo -concluyó el abad poniéndose en pie-. No tengan prisa. Hay veinticuatro posibilidades pero sólo admitiré una en una única ocasión. Pueden quedarse en Wudang todo el tiempo que quieran. Aquí estarán a salvo. Además, ha comenzado la época de lluvias y, en estas condiciones, resulta peligroso abandonar el monasterio.

Fuimos amablemente alojados en una vivienda con un pequeño patio interior lleno de flores alrededor del cual se distribuían las habitaciones. Lao Jiang ocupó la principal, Fernanda y yo la mediana y Biao la más pequeña, que también servía para recibir a las visitas. El comedor y el cuarto de estudio estaban en la planta superior y daban a una estrecha galería de madera y con celosías que discurría alrededor del patio, siempre lleno de los charcos causados por el interminable aguacero. Las paredes estaban decoradas con hermosos frescos de inmortales taoístas y había por todas partes un penetrante olor al aceite perfumado que se quemaba en las lámparas, al incienso de los altarcillos y al que desprendían los antiguos y pesados cortinajes que cubrían las entradas. Pero se trataba del mejor alojamiento que habíamos tenido en cerca de dos meses y no era cuestión de ponerle pegas porque, en verdad, no las tenía. Durante los días siguientes, dos o tres niños de poca edad aparecieron en distintos momentos para traernos comida y hacer la limpieza, a pesar de la cual la casa producía la impresión de ser un lugar particularmente sucio por culpa del barro y la lluvia.

Aquella noche, después de hablar con el abad y mientras cenábamos una magnífica sopa con sabor a minestrone, Lao Jiang nos planteó de una forma más comprensible el asunto de los cuatro caracteres de piedra:

– ¿Qué es lo más importante para un taoísta de Wudang? -preguntó, mirándonos de hito en hito-. ¿La longevidad o, quizá, conseguir la paz, la paz interior?

– La paz interior -se apresuró a responder Fernanda.

– ¿Estás segura? -inquirió el anticuario-. ¿Cómo podrías tener paz interior si sufres una dolorosa enfermedad?

– ¿La salud, entonces? -insinué yo-. En España decimos que las tres cosas más deseables son la salud, el dinero y el amor.

– Pero es que, entre los cuatro ideogramas que nos han enseñado, no estaban los del «Dinero» ni el «Amor» -objetó mi sobrina.

– Esos no son conceptos importantes para los taoístas -farfulló el anticuario.

– ¿Y cuáles son? -preguntó Biao engullendo un gran pedazo de pan mojado en la sopa.

– Precisamente eso es lo que nos ha preguntado el abad -repuso Lao Jiang, imitándole.

– Es decir, que tenemos que combinar por orden de importancia los objetivos taoístas de longevidad, paz, felicidad y salud -concluí.

– Exactamente.

– Pues sólo hay veinticuatro posibilidades -recordó Fernanda, de no muy buen humor-. Será fácil, desde luego.

– Creo que deberíamos aprovechar el tiempo que las lluvias nos van a obligar a pasar en este monasterio para preguntar a los monjes y conseguir la información -comenté-. No puede ser tan complicado. Sólo debemos encontrar a uno que nos lo quiera decir.

– ¡Es cierto! -sonrió Biao-. ¡Mañana mismo podemos saber la respuesta!

– Ojalá sea cierto -deseó Lao Jiang, llevándose a los labios el cuenco con los restos de la sopa-, pero mucho me temo que no va a ser tan sencillo. Hay que conocer y comprender la sutileza y profundidad del pensamiento chino para ser capaz de resolver un problema tan aparentemente sencillo. Opino que los libros entre los que nos ha recibido Xu Benshan, esos jiances que llenaban la sala, pueden ser también una buena fuente de información.

– Pero sólo usted sabe leer chino -observé.

– Cierto. Y de ustedes tres sólo Biao sabe hablar la lengua. Así que les propongo lo siguiente: yo buscaré la información en las bibliotecas del monasterio y usted, Elvira, con la ayuda de Biao, hablará con los monjes.

– ¿Y yo qué? -preguntó Fernanda con un dejo ofendido en la voz.

– Tú te unirás a las prácticas taoístas de los novicios del monasterio. Lo que aprendas de las artes marciales de Wudang quizá nos ayude también con el problema.

Por raro que parezca, la niña no protestó ni montó en cólera pero sus labios se quedaron blancos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo último que ella hubiera deseado en este mundo era una inmersión semejante en una cultura y unas prácticas que rechazaba de plano. De todas formas, no le iba a venir nada mal. Ahora que tenía una figura tan bonita y que su cara redonda había dado paso a un rostro fino y agraciado, un poco de ejercicio físico tendría sobre ella un efecto higiénico muy beneficioso.

Así que, a la mañana siguiente, después de los ejercicios taichi, de lavarnos y de desayunar un cuenco de harina de arroz con vegetales en vinagre y té, cada uno empezó con sus tareas. Lao Jiang pidió a los sirvientes un buen montón de libros que le fueron traídos en cajas cerradas y se recluyó con ellos en la habitación de estudio de la planta superior. Fernanda recibió un atavío completo de novicia y desapareció con cara abatida en pos de dos monjas jóvenes que a duras penas podían sostener, al mismo tiempo, los paraguas y la risa. Y el niño y yo, muy animados, nos lanzamos a la caza y captura de algún monje parlanchín saludando con simpatía a todos con cuantos nos cruzábamos por aquellos señoriales caminos empedrados. Sin embargo, y para nuestra desgracia, nadie parecía dispuesto a entablar una agradable conversación bajo el aguacero, envueltos por una luz oscura más propia del anochecer que de primera hora de la mañana. Por fin, cansados y mojados, nos recluimos en uno de los templos donde un viejo maestro estaba impartiendo una clase a un grupo de monjes y monjas que, sentados en el suelo sobre almohadillas de colores, parecían estatuas.