Выбрать главу

Acusé con dignidad el golpe y le miré de soslayo, un tanto ofendida.

– ¿De qué está hablando?

– Durante nuestro viaje hasta aquí, siempre que la vi tranquilamente sentada, con la mirada perdida, el gesto de su cara era de ansia y preocupación. Sus movimientos taichi son rígidos, jamás fluyen. Sus músculos y sus tendones están agarrotados. Su energía qi se encuentra bloqueada en múltiples puntos de los meridianos de su cuerpo. Por eso el abad le aconsejó moderación. Debe usted saber que puede superarlo todo en esta vida porque los límites de su fuerza son inabarcables. No tenga tanto miedo. La moderación es uno de los secretos de la salud y la longevidad.

– ¡Déjeme en paz! -atiné a decir entre lágrimas. Mi sobrina estaba ahí delante, terriblemente enferma de vaya usted a saber qué, y el anticuario se creía con derecho a soltarme un sermón sobre unas rancias palabras escritas en un viejo libro desconocido en el mundo civilizado.

– ¿Quiere que me vaya?

– ¡Por favor!

Al cabo de un rato, aún enfadada, terminé por quedarme dormida sobre el suelo, con la cabeza apoyada en el k'ang de Fernanda. Por suerte, no pasó mucho tiempo (hubiera podido enfermar, con la humedad y el frío) antes de que mi sobrina se despertara y empezara a revolverse bajo las mantas.

– ¡Quite la cabeza de mis piernas, tía! Me estoy muriendo de calor.

Abrí los ojos, atontada por el sueño.

– ¿Cómo estás? -farfullé.

– Perfectamente. No me he encontrado mejor en toda mi vida.

– ¿En serio? -No podía creerlo. En menos que canta un gallo había pasado de unas fiebres que casi la hacían delirar a la normalidad más absoluta.

– Y tan en serio -repuso, destapándose y dando un pequeño brinco desde el k'ang hasta el suelo-. Quiero mi ropa.

– Hoy no irás a ninguna parte, muchacha -objeté muy seriamente-. Aún no te has recuperado del todo.

Tras una larga -larguísima- mirada de indignación vino una interminable retahíla de protestas, condenaciones, promesas y lamentos que me dejaron absolutamente fría. Ni por todo el oro del mundo iba a permitirle salir de casa aquel día, aunque, a última hora de la tarde estaba profundamente arrepentida de mi decisión: sus lloros y quejas se oían de tal modo en el silencio del monasterio que un grupo numeroso de monjes y monjas se había congregado frente a nuestra puerta para saber qué ocurría. De todos modos, yo estaba contenta: mejor llorona y escandalosa que no taciturna y muda como antes.

Habíamos perdido un día entero de trabajo, así que, tras una buena noche de sueño y unos ejercicios taichi en los que me esforcé por demostrarle a Lao Jiang lo muy flexibles que eran mis tendones y mis músculos, Biao y yo salimos de la casa con el ánimo bien dispuesto para conseguir nuestro objetivo. Se me había metido entre ceja y ceja que aquella viejecita del templo iba a ser una buena fuente de información, así que le dije al niño que, sin más demora, debíamos dirigirnos hacia el lugar donde la habíamos visto dos días atrás. Pero, cuando llegamos, resultó que la anciana no estaba, aunque sí su cojín, y también una joven monja que limpiaba de barro las puertas y el atrio del templo con mucha energía. La lluvia no había cesado; fuera de los caminos de piedra que unían los edificios, podías hundirte en el fango hasta los tobillos, así que aquella tarea parecía un tanto inútil. Biao habló con la barrendera para interesarse por la supuesta centenaria.

– Ming T'ien viene más tarde -le explicó aquélla-. Es tan mayor que no la dejamos levantarse hasta la hora del caballo.

– ¿Cuál es la hora del caballo? -pregunté a Biao.

– No lo sé, tai-tai, pero me parece que a media mañana.

Un niño más pequeño que Biao apareció corriendo por el camino bajo un paraguas. Llevaba el traje blanco de novicio que practica las artes marciales y no el atuendo de algodón azul que vestían los criados que venían a casa para hacer la limpieza.

– ¡Chang Cheng! -gritaba.

– ¡Qué raro resulta ver correr a alguien en este lugar! -le dije a Biao mientras empezábamos a alejarnos del templo de Ming T'ien-. Aquí todos caminan con pasos de procesión de Semana Santa.

– ¡Chang Cheng! -repitió el niño, agitando la mano en el aire para llamar nuestra atención. ¿Nos buscaba a nosotros?

– ¿Qué significa Chang Cheng? -le pregunté a Biao.

– Es el nombre chino de la Gran Muralla -repuso. A esas alturas ya no quedaba ninguna duda de que el niño venía tras nosotros.

– ¡Chang Cheng! -exclamó sin resuello el pequeño corredor, deteniéndose ante mí y haciendo una reverencia-. Chang Cheng, el abad quiere que te acompañe a la cueva del maestro Tzau.

Miré a Biao, sorprendida.

– ¿Estás seguro de que ha dicho eso y de que me ha llamado «Gran Muralla»?

Biao, sonriendo entre dientes, asintió. Pero yo estaba indignada.

– Pregúntale por qué me llama así.

Los dos niños intercambiaron algunas palabras y Pequeño Tigre, intentando mantenerse serio, dijo:

– Todo el mundo en el monasterio la llama Gran Muralla desde ayer, tai-tai, desde que los llantos de la Joven Ama se oyeron por toda la montaña Wudang. A usted la llaman Chang Cheng y a ella Yu Hua Ping, Jarro de lluvia.

Los poéticos nombres chinos, tan rimbombantes, podían ocultar también una ironía que pretendía ser graciosa.

– Debemos acompañar al novicio, tai-tai. El maestro Tzau nos espera.

¿Por qué querría el abad que visitara a ese maestro que vivía en una cueva? La única manera de averiguarlo era seguir al niño, así que, confiando en terminar dicha visita antes de la hora del caballo, iniciamos un largo camino bajo la lluvia torrencial. Durante nuestro trayecto pasamos junto a muchos templos impresionantes, subimos y bajamos muchas escaleras y cruzamos muchos patios en los que novicios y monjes practicaban complicadas artes marciales, afanándose bajo la lluvia con esos vestidos blancos como la nieve que ofrecían una hermosa oposición contra el gris oscuro de la piedra y el rojo de los templos. Algunos trabajaban con lanzas larguísimas, otros con espadas, sables, abanicos y todo tipo de extraños artilugios para la lucha. En una de aquellas explanadas, varios metros por debajo del gran puente que los dos niños y yo cruzábamos en aquel momento, una figurilla blanca agitó los brazos para llamar nuestra atención. Era Fernanda, que nos había visto y nos saludaba. Me pregunté cómo había sabido que éramos nosotros si las sombrillas nos cubrían las cabezas y había otra mucha gente deambulando por aquel laberinto de puentes, caminos y escaleras de piedra decorados con mil esculturas de calderos, grullas, leones, tigres, tortugas, serpientes y dragones, algunas de las cuales daban verdadero miedo.

Por fin, tras mucho caminar y mucho ascender por uno de los picos que formaban la Montaña Misteriosa, llegamos junto a la entrada de una gruta. El novicio le dijo algo a Biao y, tras una reverencia, echó a correr colina abajo.

– Ha dicho que debemos entrar y buscar al maestro.

– Pero si está oscuro como la boca de un lobo -protesté.

Biao se mantuvo en silencio. Creo que hubiera preferido que nos marchásemos de allí lo más rápidamente posible. Como a mí, no le hacía ninguna gracia entrar en una cueva tenebrosa en la que a saber qué clases de bichos y animales podían picarnos o atacarnos. Pero no había más remedio que obedecer al abad, así que, cada uno se tragó su miedo y, plegando los paraguas, entramos en la cueva. Al fondo se veía una luz. Nos dirigimos hacia ella caminando muy despacio. El silencio era absoluto; apenas llegaba, amortiguado, el sonido del aguacero que íbamos dejando atrás. Fuimos serpenteando por pasadizos y galerías tenuemente iluminados por antorchas y lámparas de aceite. El camino descendía hacia el interior de la montaña y una sensación opresiva empezaba a atenazarme la garganta, sobre todo cuando se volvía tan estrecho que teníamos que avanzar de lado. El aire era pesado y olía a humedad y a piedra. Por fin, tras un rato que se me hizo eterno, llegamos a una cavidad natural que se abría súbitamente al final de un angosto corredor. Allí, sentado sobre una ancha protuberancia de roca que surgía del suelo como un grueso tronco talado a escasa altura, un monje tan viejo que lo mismo podía ser centenario que milenario permanecía inmóvil, con los ojos cerrados y las manos cruzadas a la altura del abdomen. Al principio me asusté muchísimo porque me pareció que estaba muerto pero, luego, al oír que nos acercábamos, entreabrió los párpados y nos examinó con unos ojos extraños, como de color amarillo, que casi me hicieron soltar un grito de terror. Biao dio unos pasos rápidos y se colocó detrás de mí; así que allí estaba yo, la más valiente del mundo, sirviendo de escudo entre un diablo y un niño asustado. El diablo alzó lentamente una mano con unas uñas tan largas que se enroscaban sobre sí mismas y nos hizo un gesto para que nos acercáramos. La cosa no estaba clara. Algo en mi interior me impedía avanzar un solo milímetro hacia aquella aparición infernal y no sólo porque despidiese un repugnante hedor a mugre y a estiércol de buey que podía percibirse desde donde estábamos. Entonces habló, pero Biao no tradujo sus palabras. En la boca del viejo faltaban casi todos los dientes y los pocos que le quedaban eran tan amarillos como sus ojos y sus uñas. Le di un codazo al niño y le oí soltar una exclamación ahogada.

– ¿Qué dice? -La voz no me salía del cuerpo.

– Dice que es el maestro Tzau y que nos acerquemos sin temor.

– ¡Ah, bueno, pues nada! Ya está claro -repuse sin moverme.

De algún lugar a su espalda, el maestro extrajo un tubo forrado de cuero negro, muy desgastado, y lo destapó, quitándole la parte superior. No era muy alto, un palmo poco más o menos y del ancho de una pulsera de caña. Al abrirlo, el montón de palitos de madera que contenía hicieron un sonecillo tranquilizador que reverberó contra las paredes de la caverna. Fue entonces cuando descubrí que éstas estaban cubiertas de extraños signos y caracteres labrados en la piedra. Alguien había pasado muchos años de su vida tallando pacientemente bajo aquella pobre luz un montón de rayas largas y cortas, como de Morse, y un montón de ideogramas chinos.