A grandes rasgos, éstos eran «Los Pasos de Yu» y, repitiendo ambas series, llegamos hasta los primeros escalones donde comprobamos con alivio que no había ballestas apuntando hacia nosotros. A esas alturas habíamos recuperado mi bolsa y la de Biao, pero no la de Fernanda, que había quedado situada bastante lejos del camino trazado por la danza. La niña estaba enfurruñada y me miraba insistentemente de un modo que me hizo sospechar que, si no hacía algo por devolverle lo que le había quitado, tendría que aguantar sus reproches durante el resto de mi vida y, claro, eso no era conveniente para mi salud, así que me puse a pensar como una loca en cómo rescatar aquel hato abandonado. Consulté en voz baja con Lao Jiang que, tras opinar que tal esfuerzo era una tontería, me aseguró, molesto, que él se encargaría del asunto. Abrió su bolsa de las sorpresas y extrajo el «cofre de las cien joyas» y, luego, una cuerda muy fina y extremadamente larga en uno de cuyos cabos anudó uno de los varios pendientes de oro del cofre que tenía el gancho para la oreja con forma de anzuelo de pesca.
– Si lo engancha con eso -le avisé-, provocará que se disparen las ballestas de todas las baldosas por donde pase la bolsa.
– ¿Se le ocurre otra manera mejor?
– Deberíamos tumbarnos sobre los escalones -dije, volviéndome hacia los demás, que se precipitaron a obedecer mi sugerencia dado lo vulnerable de nuestra posición. Sólo había tres escalones pero, como eran tan largos, cabíamos todos en el primero, que era el más seguro. Lao Jiang se alejó de la bolsa desplazándose hacia la izquierda por el segundo peldaño, de tal manera que la cuerda, al lanzarla, quedase prácticamente horizontal y, desde allí, realizó el primer intento. Por suerte, el pendiente no pesaba lo bastante como para provocar la vibración de las bolas del sismoscopio porque la puntería del anticuario dejaba mucho que desear. Cuando, por fin, enganchó el saco de Fernanda (más por la tosquedad de la tela, que se prestaba a ello, que por su habilidad), volvieron a escucharse repetidamente los desagradables ruidos de cadenas y los agudos silbidos de los dardos pasando esta vez a poca distancia de nuestras cabezas.
No mucho después, Fernanda rebosaba de satisfacción cargando nuevamente con su bolsa a la espalda y todos habíamos reemprendido la danza de «Los Pasos de Yu» después de encontrar las dos primeras baldosas seguras de aquel nuevo tramo de salón. Saltar a la pata coja con los sacos no era fácil pero la alternativa de caer o de pisar la baldosa vecina era tan sumamente peligrosa que todos llevábamos muchísimo cuidado y avanzábamos concentrados por entero en lo que hacíamos.
Llegamos a los segundos escalones y descansamos. Allí la luz ya no era tan clara como al principio. Me preocupó que precisamente en el último recorrido, tan cerca ya del altar y de los monumentales dragones dorados, la vista pudiera fallarnos y, sin darnos cuenta, pisáramos fuera de la losa correcta. Lo comenté en voz alta para que todos lo tuvieran presente y pusieran los cinco sentidos en cada paso. Aun así, el último tramo se convirtió en una pesadilla. Recuerdo haber sudado a mares por el esfuerzo, por los nervios y por el muy fundado temor a equivocarme. Tenía yo razón al suponer que no se iba a ver bien. En realidad, las rayas entre las baldosas ya no se distinguían y avanzar era una pura labor de intuición. Pero llegamos. Llegamos enteros y a salvo y no recuerdo una sensación más agradable que la de poner el pie en el primero de los muchos escalones que subían hacia el altar con el féretro. Me sentí pletórica de alegría. Los niños estaban bien, el maestro Rojo y Lao Jiang estaban bien y yo estaba bien. Había sido la danza más larga y agotadora de mi vida. ¿No había existido en Europa, durante la Edad Media, algo llamado «Danza de la muerte» relacionada con las epidemias de peste negra? Pues no sería lo mismo pero, para mí, «Los Pasos de Yu» habían sido lo más parecido a esa «Danza de la muerte».
Los niños gritaron de entusiasmo y se lanzaron escaleras arriba para ver el féretro de cerca. Por un momento temí que les ocurriera algo, que aún quedara alguna trampa mortal en aquel primer nivel del mausoleo, pero Sai Wu no había mencionado nada de eso en el jiance así que decidí no preocuparme. Los adultos seguimos a los niños igual de satisfechos aunque con una actitud más moderada. «Actuar precipitadamente acorta la vida», me había dicho Ming T'ien. El maestro Rojo, Lao Jiang y yo éramos la viva estampa de la moderación en un momento de gran alegría.
El altar de piedra sobre el que descansaba el féretro tenía la forma de una cama de matrimonio aunque tres veces más grande de su tamaño normal. Sobre él no sólo estaba aquel cajón rectangular lacado en negro y con finos adornos de dragones, tigres y nubes de oro sino quince o veinte cofres de tamaño medio separados por mesitas como las que se ponían sobre los canapés chinos para servir el té. Alrededor del féretro, unos hermosos paños de brocado cubrían montones piramidales de algo desconocido y varias decenas de figuritas de jade con forma de soldados y de animales fantásticos se alineaban por toda la superficie. También había vasijas de cerámica, peines y peinetas de nácar, hermosos espejos de bronce bruñido, copas, cuchillos con turquesas engastadas… Todo estaba cubierto por una capa muy fina de polvo, como si hubieran hecho limpieza sólo una semana antes.
Teniendo mucho cuidado de no romper nada, Lao Jiang subió ágilmente al altar para abrir el féretro. Se acercó hasta él y soltó el cierre, pero pesaba demasiado y fue incapaz de levantar la tapa él solo. Al ver sus infructuosos esfuerzos, Biao dio un brinco y se colocó a su lado pero, aunque consiguieron alzar la plancha unos centímetros, al final tuvieron que soltarla. Así que ya no quedó otro remedio que poner todos juntos manos a la obra. El maestro, Fernanda y yo nos encaramamos también al altar y, esta vez sí, entre los cinco, logramos abrir el terco sarcófago, total para descubrir que, en su interior, sólo había una impresionante armadura hecha con pequeñas láminas de piedra unidas a modo de escamas de pez. Estaba completa, con hombreras, peto, espaldar y un largo faldón, y tenía incluso un yelmo con el agujero para la cara y la protección para el cuello. Quizá fuera una valiosísima ofrenda funeraria, un ejemplar único de armadura imperial de la dinastía Qin, como dijo Lao Jiang, pero a mí me daba la impresión de que se trataba de una humorada del Primer Emperador, una manera de decir a quien abriese su falso sarcófago que acababa de equivocarse por completo.
Soltamos la tapa antes de que se nos rompieran los brazos y bajamos del altar dispuestos a examinar el resto de los tesoros. A Lao Jiang se le veía impaciente por echar una ojeada a lo que habíamos encontrado, por eso fue el primero en retirar los paños y abrir los cofres. Los cúmulos de forma piramidal estaban formados por pilas de pequeños medallones parecidos a los pesos que se ponen en las balanzas de las tiendas de ultramarinos (aunque éstos estaban hechos de oro puro) y dentro de los cofres había montones de joyas cuajadas de piedras preciosas de un valor incalculable. Allí había una fortuna inmensa.
– Lo tenemos -murmuré.
– ¿Saben de qué están hechas estas figuras? -preguntó el anticuario cogiendo uno de los pequeños soldados que salpicaban el altar.
– De jade -respondió Fernanda.
– Sí y no. De jade sí, pero de un jade magnífico llamado Yufu que ya no existe. Este soldado puede alcanzar en el mercado un precio de entre quince y veinte mil dólares mexicanos de plata.
– ¡Qué gran noticia! -exclamé-. ¡Ya tenemos lo que necesitábamos! No hace falta que sigamos bajando hasta el fondo del mausoleo. Nos repartimos todo esto y ¡podemos irnos ahora mismo!
Se había terminado. Aquella locura había llegado a su fin. Ya tenía el dinero necesario para pagar las deudas de Rémy.
– Dividido en seis partes no es tanto, Elvira.
– ¿Seis partes? -me sorprendí.
– Usted, el monasterio de Wudang, Paddy Tichborne, el Kuomintang, el Partido Comunista y yo, pues he pensado que, después de tanto esfuerzo, bien podía quedarme con algunas cosas para mi tienda de antigüedades. Y le advierto que el Kuomintang querrá, además, recuperar los gastos de nuestro viaje.
Vaya, Lao Jiang había dejado a un lado su idealismo político para caer también en las garras de una avaricia que, hubiera jurado, se le notaba en la cara.
– Incluso dividido en seis partes, Lao Jiang -objeté-, sigue siendo mucho. Tenemos más que suficiente. Vámonos de aquí.
– Quizá sea mucho para usted, Elvira, pero es muy poco para los dos partidos políticos que luchan por construir un país nuevo y moderno con los restos de otro hambriento y destrozado, sin olvidarnos de un monasterio como Wudang con tantas bocas que alimentar y tantas obras y reparaciones pendientes. Así me lo explicó el abad Xu Benshan en la carta que me envió con los maestros Jade Rojo, aquí presente, y Jade Negro, aceptando mi oferta de entregarle una parte del tesoro a cambio de su ayuda. No piense sólo en usted, por favor. Debería preocuparse también un poco por las necesidades de los demás. Y, por otra parte, hay que arrancar estas riquezas de las garras de los imperialistas.
– ¡Pero nosotros no podemos llevarnos todo lo que hay en esta tumba!
– Cierto, pero con lo que saquemos de aquí, que será mucho más que esto, se pagarán las excavaciones necesarias para extraer el resto. Shi Huang Ti traerá riqueza de nuevo a su pueblo -exclamó. No me cupo la menor duda de que Lao Jiang se había vuelto loco. Noté que me enfadaba por momentos, sobre todo por aquella desagradable y condescendiente exhibición de espíritu generoso: «No piense sólo en usted, por favor. Debería preocuparse también un poco por las necesidades de los demás.» De modo que teníamos que seguir arriesgando nuestras vidas porque en aquel altar no había suficiente dinero para pagar el renacimiento de China. Bien, pues qué suerte tenía China, me dije, porque ella, al fin y al cabo, podría renacer pero nosotros, si moríamos, no. Así que, puesto que todas aquellas riquezas sólo eran peccata minuta y no servían para nada, lo correcto sería darles un uso adecuado.