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Oímos un golpe tremendo y Biao, que iba de su mano, soltó una exclamación.

– ¡Lao Jiang se ha caído! -gritó.

– Estoy bien, estoy bien… -murmuró el afectado. Todos nos habíamos acercado y el maestro Rojo, a oscuras, le estaba reconociendo.

– El peligro del que hablan los hexagramas… -empezó a decir el maestro.

Saltándome las normas de cortesía, me acerqué a su oído y le dije:

– Este sitio está lleno de metano, maestro Jade Rojo. Los niños no deben saberlo. Hay que salir rápidamente de aquí. No nos queda mucho tiempo.

Él afirmó con la cabeza, sin decir nada, y lo noté por el roce de su pelo contra mi cara. Olía mal. Atufaba a grasa rancia y recordé las quejas de Biao cuando tuvo que meter la mano en los recipientes con la grasa seca de ballena que ahora ardía iluminando el piso superior.

Lao Jiang se puso en pie con la ayuda de todos, aseguró repetidamente que se encontraba bien y nos pidió que le soltáramos.

– Interprete el signo, maestro jade Rojo -pidió.

– Por supuesto, Da Teh. Se trata de Chien, «El Impedimento», cuyo dictamen asegura que es propicio ir hacia el sudoeste.

– Otro cambio de dirección.

– Ya no puede faltar mucho -aseguré-. Juraría que avanzamos en diagonal.

– Con algún molinete por en medio -admitió elanticuario-. Rápido, maestro, no nos queda tiempo.

Se encontraba mal, no cabía duda. Lo había ocultado pero, de todos nosotros, era el que peor estaba y, si quedaba alguna duda, Biao me la despejó tirando de mi mano y susurrándome:

– Lao Jiang camina como si estuviera bebido. ¿Qué hago?

– Nada -repuse-. Intenta que no se caiga.

– Yo sigo teniendo mucha angustia.

– Ya lo sé Biao. Recuerda lo que significa tu nombre. Piensa que eres un pequeño tigre, fuerte y poderoso. Puedes vencer la angustia.

– Debería cambiar de nombre, tai-tai, porque ya soy bastante mayor.

Él aún podía pensar en cosas como ésa. Yo no. Mi angustia se redoblaba al hablar.

– Después, Biao. Cuando salgamos de aquí -murmuré conteniendo una arcada.

Por fortuna, el maestro Rojo no tardó en encontrar el séptimo hexagrama, uno que tenía un nombre precioso y esperanzador: Lin, «El Acercamiento», cuyo dictamen decía literalmente: «El acercamiento tiene elevado éxito.»

– Tía -me llamó Fernanda con voz débil-. Tía, no puedo más. Creo que voy a caerme como Lao Jiang.

– ¡No, Fernandina, ahora no! -le supliqué utilizando el nombre que a ella le gustaba-. Aguanta un poco más, venga.

– No creo que pueda, de verdad.

– ¡Eres una Aranda y una mujer! ¿Quieres que Lao Jiang, Biao y el maestro Rojo piensen que nosotras no valemos para esto porque somos débiles? ¡Te ordeno que camines y te prohíbo que te desmayes!

– Lo intentaré -lloriqueó.

Una eternidad después, casi una vida entera después, el maestro Rojo anunció el octavo hexagrama. Ya no corríamos; nos arrastrábamos. Biao, no sé cómo, sujetaba a Lao Jiang por los hombros para que no trastabillase y cayese y yo, que no podía dar un solo paso, llevaba a Fernandina por la cintura y tiraba del brazo que ella me pasaba por el cuello. No íbamos a aguantar. Apenas nos quedaban unos minutos antes de perder el conocimiento. Habíamos respirado mucho gas durante demasiado tiempo y el veneno ya había hecho su trabajo. Supongo que sólo nos quedaba el instinto de supervivencia para no morir allí.

– ¡Anímense! -exclamó el resistente maestro Rojo cuya voz llena de vida era como un faro en la oscuridad-. Hemos encontrado el hexagrama Hsieh, «La Liberación».

Sonaba muy bien. La liberación.

– ¿Saben qué dice el dictamen? «La Liberación. Es propicio el sudoeste. Si todavía hay algún lugar a donde uno debiera ir, entonces es venturosa la prontitud.» ¡Vamos, dense prisa! Estamos a punto de llegar a la salida.

Pero no nos movimos. Oí alejarse al maestro y pensé que la niña y yo deberíamos dejarnos caer al suelo para descansar y dormir. Yo tenía mucho sueño, un sueño terrible.

– ¡Aquí, aquí está la trampilla! -gritó el maestro Rojo-. ¡La he encontrado! ¡Vengan, por favor! ¡Tenemos que salir!

Sí, claro que teníamos que salir, pero no podíamos. Ya me hubiera gustado a mí seguirle y abandonar aquel lugar, pero era incapaz de moverme y mucho menos de arrastrar a mi sobrina conmigo.

– Tai-tai, ¿vamos a morir?

– No, Biao. Saldremos. Camina hacia el maestro Jade Rojo.

– No puedo con Lao Jiang.

– ¿Podrías con Fernanda?

– A lo mejor… No lo sé.

– Venga, inténtalo.

– ¿Y usted, tai-tai?

– Ve donde está el maestro y dile que recoja él a Lao Jiang. Tú, márchate con la niña. Es el aire, Biao. Hay gas venenoso en el aire. Salid los dos de aquí rápidamente.

Sentí cómo me quitaba a Fernanda de los brazos y noté que se alejaba con paso torpe. No hizo falta que le dijera nada al maestro. Sé que se cruzaron en el camino y que éste le indicó cómo llegar a la trampilla: todo recto en la misma dirección en la que avanzábamos.

– Vamos, madame -oí decir al maestro Rojo junto a mí.

– ¿Y Lao Jiang?

– Ha perdido el conocimiento.

– Cójale a él y sáquelo de aquí. Yo sólo necesito que me permita sujetarme a su túnica para no perderme. No creo que pueda seguir yo sola una línea recta.

¿De dónde saqué la fuerza para caminar, para apretar entre los dedos helados la tela de la túnica del maestro y para acompañarle dificultosamente hasta la trampilla arrastrando los pies, sin ser consciente de mis movimientos y, en realidad, profundamente dormida? No lo sé. Pero, cuando pude volver a pensar, descubrí que era mucho más fuerte de lo que creía y que, como decía la frase del Tao te king que me había regalado el abad de Wudang, cuando todo se puede superar, no hay nadie que conozca los límites de su fuerza.

Aunque suene paradójico, abrí los ojos porque me cegó la claridad. Parpadeé y me froté con las manos hasta que conseguí acostumbrarme de nuevo a la luz. Era la llama de la antorcha de Lao Jiang, radiante como un sol de mediodía. Estaba tumbada en el suelo pero no tenía ni idea de dónde me encontraba y mi primer pensamiento consciente fue para Fernanda.

– ¿Y mi sobrina? -pregunté en voz alta-. ¿Y Biao?

– Aún no se han despertado, madame -me contestó el maestro Rojo inclinándose sobre mí para que le viera la cara. Era él quien sostenía la antorcha. Me apoyé en los codos y levanté la cabeza para observar el lugar en el que estábamos: una plataforma amplia parecida a las del pozo Han por el que habíamos bajado al mausoleo aunque cubierta de baldosas negras y bastante más grande que aquéllas, pues, además de las cuatro personas que estábamos allí tumbadas, aún hubieran cabido cuatro o cinco más. El lugar era también un pozo profundo, circular y amplio como aquél, sólo que en éste las paredes eran de piedra y parecían más sólidas y recias.

Fernanda, Lao Jiang y Biao dormían, completamente inmóviles, sobre el suelo de baldosas.

– ¿Ha intentado despertarles, maestro?

– Sí, madame, y no tardarán en hacerlo. Como a usted, les he aplicado en la nariz unas hierbas de efectos estimulantes que pronto les harán recuperar el sentido. Respirar metano es muy peligroso.

– ¿Y por qué usted no se envenenó? -le pregunté mientras me incorporaba con ayuda de las manos y me quedaba sentada en el suelo.

El maestro Rojo sonrió.

– Eso es un secreto, madame, un secreto de las artes marciales internas.

– No irá a decirme que usted no respira… -bromeé, pero algo vi en su cara que me hizo palidecer-. Porque usted respira, ¿verdad, maestro jade Rojo?

– Quizás un poco menos que ustedes -admitió de mala gana-. O quizá de otra manera. Nosotros aprendemos a respirar con el abdomen. El control de la respiración y de los músculos que la gobiernan es una de nuestras prácticas habituales de meditación. Forma parte del aprendizaje de las técnicas de salud y longevidad. Mientras ustedes inhalan y exhalan unas quince o veinte veces, y los niños algo más, nosotros lo hacemos sólo cuatro, como las tortugas, que viven más de cien años. Por eso no me afectó el metano, porque inhalé mucha menos cantidad.

Los celestes y, en particular, los taoístas no dejaban nunca de sorprenderme, pero no tenía fuerzas para asimilar más cosas raras. Sentía dolor por todo el cuerpo. Echando el resto conseguí ponerme en pie y, al girarme, justo a mi espalda, vi unos barrotes de hierro en la pared que componían, sin duda, la escalinata por la que habíamos bajado -aunque yo no recordara cómo- desde el nivel del metano. Arriba, a unos tres metros, estaba el techo y se distinguía, afortunadamente muy bien cerrada, la trampilla que daba paso a la gran catedral de suelo de bronce saturada de gas. Todavía no podía comprender cómo habíamos salido vivos de allí. Al menos, había sido capaz de seguir dejando caer las turquesas hasta el último momento (el último que recordaba, que no sabía muy bien cuál era). Ya veríamos si servían para algo.

Mi sobrina abrió los ojos y gimió. Me arrodillé a su lado y le pasé la mano por el pelo.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté con afecto.

– ¿Podría alguien apagar la luz, por favor? -protestó, exasperada. La mano que tenía en su cabeza tentada estuvo de bajar y largarle un bofetón como Dios manda, pero yo no era partidaria de esas cosas y, además, no hubiera sabido hacerlo. Ahora que, desde luego, ganas de aprender no me faltaron.

Biao se despertó también quejándose por la luz de la antorcha aunque, como sirviente que era, se comportó con más educación.