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– ¿Dónde estamos?

– No podría decirte, Biao. Hemos salido del segundo piso del mausoleo pero todavía no hemos bajado hasta el tercero. Hay rampas como en el pozo en el que te caíste, aunque más grandes y firmes. Mira -dije señalándole la pared de enfrente en la que se veían dos niveles de bajadas. Si nos asomábamos al pozo seguramente podríamos divisar más, pero no tenía ganas de moverme tanto para eso.

Ayudé a los niños a levantarse y entontes fue Lao Jiang el que dio señales de vida.

– ¿Qué tal se encuentra, Da Teh? -le preguntó el maestro acercándole la antorcha.

– ¡Apártela, por favor! -exclamó cubriéndose los ojos con el brazo.

– Bien, estamos todos vivos -dejé escapar con satisfacción, más que nada por disimular mi profundo enfado con Lao Jiang. No tenía intención de decirle nada, pero pensaba vigilarle muy de cerca y leer sus pensamientos si era necesario para evitar que volviera a ponernos a todos en peligro por decisión propia. No sucedería de nuevo.

– ¿Comemos antes de empezar a bajar? -preguntó tímidamente el maestro Rojo.

Los niños pusieron cara de asco y tanto Lao Jiang como yo denegamos con la cabeza. Ni siquiera podía pensar en la comida sin sentir angustia de nuevo.

– ¿Sabe lo que nos vendría bien, tía? -comentó Fernanda cogiendo su hato-. Una infusión de jengibre contra los mareos como las que tomaba usted en el barco.

– Coma algo mientras bajamos, maestro Jade Rojo -dijo Lao Jiang, echando a andar por la plataforma en dirección a la primera rampa. Los demás le seguimos a toda prisa y el maestro no hizo siquiera intención de sacar la comida de su bolsa.

Empezamos a descender aquella fosa por la espiral que, pegada a la pared, formaban las plataformas y las rampas. No resultó muy pesada y lo mejor de todo fue que del fondo ascendía una suave corriente de aire fresco que nos limpiaba el cerebro de brumas y la sangre de veneno. Al cabo de muy poco tiempo, el aire se volvió frío y algo después pasó a ser gélido. Nos arropamos bien y escondimos las manos en las grandes mangas de las chaquetas acolchadas. Pero ya habíamos llegado al final del pozo. La última rampa terminaba súbitamente y, enfrente, la boca de un túnel era el único camino posible a seguir.

– ¿Dónde están los diez mil puentes? -murmuró Lao Jiang.

– El arquitecto Sai Wu le escribió a su hijo que encontraría diez mil puentes en el tercer subterráneo que, en apariencia, no le conducirían a ninguna parte -le dije al maestro Rojo para que entendiera de lo que estaba hablando Lao Jiang-. Sin embargo, existía un camino entre ellos que le llevaría hasta la única salida.

– ¿Diez mil puentes? -repitió él-. Bueno, diez mil es un número simbólico para nosotros. Sólo quiere decir «muchos».

– Lo sabemos -repliqué, observando cómo el anticuario se dirigía con paso firme hacia una vasija situada en la boca del túnel, similar a las de los muros del palacio funerario. Cuando le acercó la llama de la antorcha, quizá por el frío, tardó un poco más que las otras en prenderse pero, una vez que el resplandor adquirió cuerpo y fuerza, vimos la repetición del fenómeno del fuego avanzando por un canalillo a lo largo de la pared. El túnel quedó iluminado.

Avanzamos por él unos quince metros, con mucha cautela y los cinco sentidos alerta. Al fondo, se veía una extraña estructura de hierro y, detrás, la oscuridad. Nos dirigimos hacia allí para examinar aquel armazón que, además de estar completamente oxidado, parecía brotar misteriosamente del suelo. Tres gruesos pilotes de escasa altura (dos a los lados y uno en el centro del pasillo) brotaban de la piedra y sujetaban firmemente unas impresionantes cadenas del mismo material. La cadena del centro avanzaba en línea recta hacia la oscuridad del fondo; las dos de los lados subían en diagonal hacia la parte superior de otros dos robustos postes de algo más de un metro de altura y, desde allí, se lanzaban también al vacío en línea recta.

– ¿Un puente? -preguntó Fernanda, atemorizada.

– Me temo que sí -confirmó Lao Jiang.

Tres cadenas, me dije, sólo tres cadenas de hierro. Una para caminar y otras dos, a un metro y pico de altura, para sujetarse. Desde luego eran enormes, de eslabones tan gruesos como mi puño pero, con todo, no parecía la manera más segura de cruzar un río o una sima.

El fuego del canalillo inflamaba cada vez más y más vasijas y las tinieblas se volvían claridad. Apostados en el límite del túnel contemplábamos boquiabiertos cómo la luz nos iba desvelando poco a poco el tercer subterráneo del mausoleo. Nuestro puente de hierro terminaba a unos treinta metros de distancia, en un pedestal de tres metros cuadrados del que nacían otros dos puentes más que seguían avanzando hacia el fondo y hacia un lado. El problema era que había muchos pedestales como ése y que todos estaban conectados por puentes de hierro y que esos pedestales eran, en realidad, unas gigantescas pilastras que se hundían en la tierra tan profundamente que no podíamos ver el final y que, hasta donde la vista alcanzaba mirando hacia abajo, cientos, miles de puentes formaban un laberinto tejido con hierro en horizontal y diagonal, a distintas alturas y con diferentes inclinaciones, naciendo y muriendo en la superficie de pilastras de elevaciones desiguales. Sai Wu no había mentido ni exagerado cuando le escribió a su hijo: «Hay diez mil puentes que, en apariencia, no conducen a ninguna parte.»

Abrumados, contemplábamos el laberinto sin hablar, conteniendo la respiración mientras el fuego avanzaba hacia abajo, ampliaba nuestro campo de visión y confirmaba lo que temíamos. En algún momento, las llamas llegaron al fondo e iniciaron un recorrido ascendente por las pilastras. No mucho después, todo el lugar estaba perfectamente iluminado y se olía de nuevo ese desagradable aroma que producía la combustión del aceite de ballena.

– Este sitio es muy peligroso -observó Lao Jiang como si los demás no nos hubiéramos dado cuenta-. Podemos estar de regreso aquí mismo después de caminar horas y horas por esas inestables cadenas de hierro.

Muy alentador. Daban ganas de empezar cuanto antes.

– Debe de existir alguna lógica aunque no la veamos -dije yo, adoptando el modo de pensar chino.

El maestro Rojo contemplaba los puentes y las pilastras girando la cabeza a derecha e izquierda y bajándola de vez en cuando.

– ¿Qué mira, maestro Jade Rojo? -le preguntó Fernanda con curiosidad.

– Como madame ha dicho, tiene que existir alguna lógica. Si hay una salida no puede tratarse de un esquema al azar. ¿Cuántas columnas cuadradas cuentan ustedes?

¡Uf!, no se me había ocurrido pensar en eso. En el nivel en el que nosotros estábamos, se veían tres filas consecutivas de tres gigantescas pilastras cada una. Más abajo, resultaba imposible de calcular.

– Nueve columnas -declaró el maestro Rojo en voz alta-. ¿Y cuántos puentes nacen y mueren en cada una de ellas?

– Es difícil de saber, maestro. Se cruzan en distintos puntos.

– Pues voy a la columna de ahí delante -indicó dirigiéndose hacia el puente mientras se ajustaba y aseguraba la bolsa en la espalda-. Desde allí podré verlo más claro.

La sangre se me heló en las venas y no precisamente por el frío.

El maestro, sujetándose firmemente con las manos a las cadenas, puso un pie en ese vacilante andamiaje oxidado que rechinó y osciló como si fuera a venirse abajo. Cerré los ojos y los apreté con fuerza. No quería verlo morir. No quería verlo caer al vacío ni tampoco oír cómo se estrellaba contra alguna de las pilastras de abajo o contra el suelo del fondo. Pero lo único que escuchaba eran los chirridos y crujidos del hierro mientras él seguía adelante. Los niños no podrían pasar por allí. Y, aunque pudieran, me iba a negar en redondo. Después de unos largos, muy largos minutos de tensión insoportable el maestro, por fin, llegó al final. Se oyó salir de golpe el aire retenido en nuestros pulmones y Lao Jiang y los niños lanzaron exclamaciones de alegría. Yo estaba demasiado aterrorizada para moverme o, incluso, para regocijarme tan abiertamente como ellos. Sólo suspiré y relajé todos los músculos del cuerpo que tenía contraídos por el miedo. El maestro nos saludó con la mano desde el otro lado.

– Es firme -anunció-. Pero no pasen todavía.

De nuevo, le vimos examinar el laberinto girando la cabeza en todas direcciones y asomándose peligrosamente por los bordes de la pilastra. Luego, inesperadamente, se sentó en el suelo y sacó el Luo P'an de su bolsa.

– ¿Qué está haciendo? -quiso saber Biao.

– Utiliza el Feng Shui para estudiar la disposición de las energías y la distribución de los puentes -le explicó Lao Jiang.

– ¿Y de qué nos puede servir eso? -insistió el niño.

– Recuerda que esta tumba fue diseñada por maestros geománticos.

El maestro Rojo se puso en pie y guardó la brújula.

– Voy a seguir hasta la siguiente columna -anunció.

– ¿Por qué, maestro Jade Rojo? -le preguntó Lao Jiang.

– Porque necesito confirmar unos datos.

– Por favor, tenga cuidado -le supliqué-. Estas pasarelas son muy antiguas.

– Tan antiguas como este mausoleo, madame, y, como puede ver, sigue en pie.

Se oyeron rechinar de nuevo los eslabones de hierro y le vimos avanzar poniendo un pie tras otro y agarrándose a las cadenas que servían de flexibles barandales. Sólo con que sus piernas bailaran un poco de un lado a otro, se mataría. El equilibrio era fundamental en aquellos caminos de hierro y tomé buena nota de ello para cuando llegara el momento de jugarme la vida como lo estaba haciendo él.

A pesar de que los postes que sujetaban los puentes se interponían entre nosotros, le vimos llegar sano y salvo a la segunda pilastra y, por sus movimientos, adivinamos que sacaba de nuevo el Luo P'an para realizar sus cálculos de energías. Otra vez se asomó peligrosamente a los márgenes para examinar los puentes de abajo y, por fin, se incorporó y nos hizo un gesto con el brazo para que fuéramos hacia él.

– Vosotros dos os quedáis aquí -les dije a Fernanda y Biao. El niño miró a Lao Jiang en busca de ayuda pero el anticuario ya había empezado a caminar por las cadenas; mi sobrina frunció el ceño como no se lo había visto fruncir en todos los meses que la conocía.