– Fernanda, Biao -les llamé-. Venid aquí. Quiero que me prometáis que no vais a abrir la boca cuando estéis en el mercurio y que no vais a sumergir la cabeza de ninguna de las maneras. ¿Me habéis entendido?
– ¿No puedo bucear? -se lamentó Biao que, por lo visto, ya lo había planeado.
– No, Biao, no puedes bucear, no puedes dar un trago de ese azogue, no puedes mojarte la cara y, a ser posible, no metas tampoco las manos.
– ¡Pero, tía, esto es ridículo!
– Me da igual. Ambos lo tenéis prohibido y como mis amenazas y mis órdenes parecen entraros por un oído y saliros por el otro, al primero que vea desobedecerme en esta ocasión le voy a dar, directamente, una buena tanda de azotes en cuanto estemos en el otro lado. Y os juro que lo pienso cumplir. ¿Está claro?
Asintieron no muy conformes. Seguramente se habían imaginado un divertido baño en el mercurio lleno de emocionantes experiencias.
Lao Jiang ya había llegado al otro lado y, tras pelear con la pértiga para sacarla del foso y dejarla en el suelo sin que se rompiera, intentaba escapar trabajosamente del río impulsándose con las manos. Debía de llevar la ropa, en apariencia seca, llena de mercurio y el peso no le dejaba moverse. Por fin, con un esfuerzo considerable, consiguió poner una pierna sobre el margen y salir. Resopló y se sacudió como un perro de lanas, desprendiendo a su alrededor una nube de azogue que cayó al suelo.
– Lánceme mi bolsa, maestro Jade Rojo -pidió, y a mí se me encogió el estómago. Ya estaba informada de que la dinamita era la mercancía más segura del mundo pero saberlo no significaba que me lo creyera. La bolsa explosiva voló por los aires y atravesó limpiamente el río gracias a la fuerza del maestro.
– Ahora usted, madame.
– No, prefiero que crucen los niños primero.
Fernanda y Biao no lo dudaron. Les estuve vigilando con ojos de águila durante todo el trayecto pero, además de temblar por el frío y de tontear y reírse, cumplieron mis órdenes a rajatabla y pude respirar tranquila cuando les vi llegar junto a Lao Jiang sanos y salvos. Entonces, me dispuse a sumergirme yo mientras el maestro lanzaba las bolsas de los niños, mucho menos pesadas que la del anticuario.
Al principio, el mercurio helado me cortó la respiración pero, pasado ese primer momento, resultaba muy cómodo flotar de aquella manera, meciéndose en el líquido espeso sin tener que agitar las piernas ni bracear. Bastaba con apoyar el bambú contra el fondo y, siguiendo con el ejemplo puesto por Fernanda, la inercia te llevaba como una góndola veneciana en la dirección deseada. Podía entender las risas tontas de los niños porque era realmente divertido.
Pronto estuve en la otra orilla y Lao Jiang y Biao tuvieron que ayudarme a salir; la ropa, efectivamente, pesaba como si fuera de plomo. El maestro lanzó primero mi bolsa y luego la suya y, a continuación, se sumergió mientras yo me giraba para examinar aquella impresionante explanada y sus gigantes de bronce. Había doce en total, seis a cada lado de la avenida principal y medirían más de diez metros de alto cada uno. Todos eran distintos y parecían representar seres humanos auténticos de mirada fiera y postura marcial. Desde luego, imponían. Si su objetivo era amedrentar a los visitantes del Primer Emperador, lo conseguían de largo.
Caminamos hacia ellos y tomamos la avenida con la exaltación y el nerviosismo que nos producía la proximidad, ahora ya indiscutible, de la auténtica sepultura del Primer Emperador de la China. Llegamos a las escalinatas y comenzamos a subir. Afortunadamente, sólo era un tramo de cincuenta escalones que no provocó ninguna pérdida irreparable en el grupo y, antes de que nos diéramos cuenta, estábamos plantados frente a los huecos de las puertas de la gran sala de audiencias de Afang. Sin embargo, la imagen espeluznante que apareció ante nuestros ojos no era algo para lo que hubiéramos podido estar preparados de ninguna manera: millones de huesos humanos esparcidos por el suelo de la sala, esqueletos amontonados en incontables pilas que se perdían en la distancia, cuerpos descarnados que se acumulaban contra las paredes luciendo aún viejos trozos de vestidos, joyas o adornos para el cabello. Mujeres, había muchas mujeres. Las concubinas de Shi Huang Ti que no llegaron a darle hijos y, los demás, los desgraciados trabajadores forzados que habían construido aquel mausoleo. Entre los restos de aquel infinito camposanto estarían los de Sai Wu, nuestro guía en aquel largo viaje. Se me hizo un nudo en la garganta al tiempo que notaba cómo los niños se pegaban, despavoridos, a mis costados. Nadie hubiera podido contemplar aquella lamentable escena sin sentir lástima ni sin imaginar con pavor la horrible muerte que sufrieron aquellos miles y miles de personas para satisfacer la megalomanía de un solo hombre, de un rey que se creyó todopoderoso. ¡Cuántas vidas desperdiciadas por nada, cuánto sufrimiento y angustia para castigar la supuesta infertilidad de unas muchachas casadas con un viejo ególatra y para mantener el secreto de aquella tumba! Podía entender a Sai Wu, su rabia, su deseo de venganza. Por muy admirable que hubiera sido la obra del Primer Emperador, no tenía derecho a llevarse con él las vidas de tanta gente inocente. Sabía que mi juicio no era justo, que aquellos tiempos no eran los míos y que no se podía censurar el pasado desde una perspectiva tan lejana pero, con todo, seguía pareciéndome horrible y odioso que un simple hombre hubiera tenido tanto poder sobre los demás.
– Entremos -dijo con firmeza Lao Jiang, levantando un pie para atravesar el umbral y poniéndolo entre los restos humanos.
No recuerdo otro paseo más espantoso que ése de aquel día a través de los miles de cadáveres. Los niños estaban aterrorizados, no se apartaban de mí y les notaba dar respingos y soltar exclamaciones ahogadas cuando, sin querer, pisaban huesos o se les venía encima alguna pequeña pila de restos. No cabía duda de que los últimos en morir fueron retirando y amontonando los cuerpos de los que iban falleciendo. Sentí un escalofrío cuando me pasó por la mente la idea supersticiosa de que todo aquel viejo dolor se había quedado pegado en las paredes de aquella grandiosa y solemne sala de recepciones.
Por fin, tras una eternidad, nos acercamos a una larga pared negra con una pequeña puerta de dos hojas correderas en el centro.
– ¿La cámara funeraria? -preguntó el maestro Rojo.
– El sarcófago exterior -puntualizó Lao Jiang-. Según la costumbre de la época, el féretro de los emperadores era colocado en un recinto rodeado por compartimentos en los que se guardaba el ajuar funerario, es decir, el tesoro que nosotros buscamos.
– ¿Estará cerrada? -pregunté yo al tiempo que intentaba abrir la puerta. Y no sólo se abrió sino que, además, se hizo pedazos entre mis manos dándome un susto de muerte. Otra pared negra se veía enfrente, dejando un estrecho pasillo por el que circular, pero allí dentro no había luz, estaba completamente oscuro, así que Lao Jiang tuvo que volver a encender la antorcha. Él entró el primero y luego fuimos los demás. Aunque el pasadizo era bastante largo, en cuanto torcimos en la primera esquina, ya vimos muy cerca el vano que daba acceso a uno de esos compartimentos de los que había hablado Lao Jiang.
La luz de la antorcha resultó muy pobre para iluminar las fabulosas riquezas que se acumulaban en aquella inmensa habitación del tamaño de un almacén portuario: miles de cofres rebosantes de piezas de oro que alfombraban el suelo como si fueran desperdicios se mezclaban con cientos de elegantes trajes bordados en oro y plata llenos de piedras preciosas. Había, además, un número incontable de hermosas cajas que contenían especias y hierbas medicinales cuyo uso ya no podía ser muy recomendable, bellísimos objetos de jade de todas clases y formas y grandes cilindros profusamente adornados que, según pudimos comprobar, contenían maravillosos mapas de «Todo bajo el Cielo» pintados sobre una delicada y exquisita seda. El siguiente compartimento parecía estar destinado al arte de la guerra. Allí todas las piezas, las quince o veinte mil piezas que podía haber, eran de oro puro: millares de espadas, escudos, lanzas, ballestas, flechas y multitud de armas absolutamente desconocidas parecían hacer guardia alrededor de una caja enorme colocada en el centro -también de oro con adornos en plata y bronce de espirales de nubes, rayos, tigres y dragones- en la que estaba colocada la prodigiosa armadura del Primer Emperador, idéntica a la que habíamos visto arriba salvo por el hecho de que, en esta ocasión, las pequeñas láminas unidas a modo de escamas de pez eran de oro. Unos ribetes de piedras preciosas separaban cada una de sus partes: el peto, del espaldar, éstos, de los faldares, los brazales, de las hombreras y la gola, de la cubrenuca. El tamaño era el de un hombre normal, ni más grande ni más pequeño, y sólo el yelmo indicaba que había tenido, sin duda, una cabeza bastante grande. Otro dato valioso que se podía extraer de aquella armadura era la enorme fuerza que debió de tener el Primer Emperador, porque vestir aquello -que no pesaría menos de veinte o veinticinco kilos- durante el transcurso de una batalla tenía muchísimo mérito.
Ni que decir tiene que de este compartimento no nos llevamos nada porque el tamaño de los objetos era demasiado grande para nuestras bolsas, ya bastante llenas de por sí. El tercero tampoco sirvió de mucho a nuestro propósito saqueador. Sin duda era una maravilla pues albergaba millones de piezas de uso cotidiano como vasijas, cucharones, incensarios, espejos de bronce, cubos, hoces, jarrones, cuchillos, recipientes de medidas, cuencos, cocinas -algunas, incluso, con salida para humos-, frascos de esencias para el baño, calentadores de agua, retretes de cerámica para uso del muerto en la otra vida… Todo muy lujoso, por supuesto, y de una factura magnífica. Según dijo Lao Jiang, cualquiera de aquellos objetos hubiera alcanzado precios astronómicos en el mercado de antigüedades. Pero, curiosamente, él no cogió ninguno. Y no sólo no cogió ninguno allí sino que tampoco había metido nada en su bolsa en los compartimentos anteriores. Al darme cuenta de este detalle, volví a sentir esa extraña desazón, morbosa y absurda, que me quité a la fuerza de la cabeza porque no estaba dispuesta a volverme loca por culpa de raras extravagantes sospechas. No tenía tiempo para disgustos tontos.
El cuarto compartimento estaba dedicado a la literatura y a la música. Había innumerables y gigantescos arcones, del tamaño de una casa, que albergaban decenas de miles de valiosos jiances; delicados pinceles de pelo de distintos tamaños, un tanto ajados, colgaban de las paredes junto a montones de tabletas de tinta roja y negra con el sello imperial grabado encima; hermosos soportes de jade, refinadas jarras para el agua y, sobre una mesa larga y baja, pequeños cuchillos con el filo curvo que, según nos explicó Lao Jiang, servían para alisar el bambú o para borrar los caracteres mal escritos. También había piedras de afilar, tablillas y pliegos de seda en cantidades increíbles listos para ser utilizados. En materia de música, la variedad de instrumentos era interminable: largas cítaras, flautas, tambores, un pequeño Bian Zhong, siringas, extraños laúdes, los típicos violines para tocar en posición vertical, un curioso litófono, gongs… En fin, una orquesta completa para amenizar la aburrida eternidad de un hombre poderoso y muerto.