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Mariscal se encorva, mira al suelo, está escarbando en el recuerdo y su voz se vuelve más grave.

– La verdad es que nunca se me había pasado por la cabeza entrar en el Museo del Prado, pero la cita era allí. Cosa de italianos, pensé. Pero qué suerte, Sira, qué maravilla. Los museos son los mejores lugares del mundo, Sira. Mejores que los paisajes naturales. Mejor que el cañón del Colorado o el Everest, te lo digo yo. Siempre a la misma temperatura. Un clima ideal.

Algo está pasando en el otro lado de la cama. Ahora la mirada de Sira es la de quien trata de contener las lágrimas.

– Es por los cuadros. Tienen que estar a una temperatura… constante. Los cuadros son muy delicados. Más que la gente. Nosotros soportamos el frío y el calor mucho mejor que los cuadros. ¿Es curioso, verdad? Un paisaje de nieve no soportaría el frío como nosotros. Somos lo más extraño del universo, Sira. ¿Te acuerdas de los que iban de aquí a Terranova a la pesca del bacalao? Se colocaban migas de pan entre los dedos para que no se les despellejase la piel. Y también en los genitales. Dicen que el frío es lo que más quema… ¡Será! Aquella chica que con la boca seca pegó la lengua a la barra de hielo, ¿te acuerdas? Se quedó pegada, no podía llamar pidiendo ayuda… ¡Bah!

Abrió el cajón de la mesilla y revolvió. Allí también había donde escarbar. ¿Las postales que él mandaba?

Basilio Barbeito había pasado allí los últimos tiempos. Para que estuviese más cómodo. Su presencia cambió el lugar. Eso era algo que compartían Mariscal y Sira sin decirlo. De su paso, dejó en herencia un estante de cuadernos manuscritos. De la misma fábrica. Miquelrius. Allí estaban en orden alfabético las entradas para su triste, infinito, Diccionario. Escribía en todas partes.

Mariscal acaba de sentarse de nuevo en el lecho. Se inclina hacia el lado de la mujer. Acaricia, tira con suavidad de su cabello. El Cojo lo aprovechaba todo. Andaba con los bolsillos llenos de palabras. Escribía en los sobres, en el reverso de los programas de cine, en los billetes del coche de línea, en trozos del papel de estraza de la tienda, en las palmas de las manos, como un niño. Eso no lo dejó, las manos, pero sí la sensación de piel escrita. Y todo plagado de papelitos. El cajón lleno de gusanos de palabras.

Llámame cosas, Sira. Insúltame. Eso anima mucho a un viejo. ¡Chulo, perro tiñoso, truhán, alcahuete, golfo, desherrado, serpiente, rijoso, cabrón, Belcebú, hijo de las cuatro letras, emprendedor, caballero de la industria, bestia… Arcaico! Caduco. Caduco, no. Arcaico anima. Y bestia todavía más.

No dijo nada, Mariscal. Sólo con los dedos ensortijaba los rizos de Sira. Era para él un placer electrizante. Como el primer día que Guadalupe le cortó el pelo, ese pasar suyo por las sienes. Lástima de peluquera. Hay gente así, que no se serena, que nunca está contenta. Seguían durmiendo juntos. A veces la montaba. Pero ella no ardía. Ya no quemaba. Como una nevera. Lo que yo digo. Esto de recordar es un desconforto, sí, el tiempo se pudre, todas esas palabras en el cajón… cuando de pronto se abre la puerta.

Quique Rumbo. La respiración jadeante. El viento, que halló la forma de entrar. Sira y Mariscal giran la cabeza hacia él, pero por lo demás se mantienen inmóviles, sentados en su lado. Al principio, Rumbo apunta a Sira, pero luego vacila, va basculando el arma hasta tener en el punto de mira a Mariscal.

Rumbo vuelve la escopeta contra sí mismo. Apunta a la cabeza por la barbilla. Y dispara.

Retumba.

Todo se fue. El viento por el pasillo.

Hilos de sangre recorren los nervios de las hojas de acanto del papel pintado de la pared. Hay gotas que caen del techo. Mariscal extiende la mano. ¿De dónde hostias caen estas gotas de sangre? Del techo, claro. No hacen ruido. No había pensado en ello. Que la sangre no hace ruido al gotear.

– No llores, Sira. Ya me encargaré yo de todo. ¡Se murió porque quiso!

Per se.

Capítulo XXX

– Dos reyes… celtas, por ejemplo, juegan al ajedrez en lo alto de una colina mientras sus tropas combaten. Pero el combate acaba y ellos siguen jugando la partida. Me gusta mucho esa imagen. Tú eres un rey, Brancana. Tú estás en lo alto. ¡Que luchen los peones!

Estaban en el despacho de Delmiro Oliveira. En realidad, una torre postiza, con balconada y terraza propia, desde donde los convocados podían disfrutar de una gran vista del estuario del río Miño con sus islas. Allí no llegaban las voces de los invitados, que ocupaban el jardín y las salas de la casa de la Quinta da Velha Saudade, sólo en parte visible desde la orilla, pues estaba protegida por altos muros y pantallas de vegetación, en la que sobresalían las buganvillas en flor.

Se celebraba el 75 cumpleaños del anfitrión. Lo de la fiesta era una disculpa. Estaba muy contento en la tierra y le parecía una tontería celebrar la caída de las hojas. Pero había recibido una llamada, eso no iba a contarlo, y aprovechó la ocasión. Allí estaban, en torno al escritorio, además de Mariscal y el silencioso socio gallego que lo acompañaba, Macro Gamboa, el abogado Óscar Mendoza, el italiano Tonino Montiglio, y Fabio, a quien llamaban, en confianza, el Elefante Fabio, un colombiano que ahora residía en Madrid, y que había pasado, no hacía mucho, una temporada en Galicia. Lo de Elefante le quedó tras el entusiasmo que mostró después de su paso por el Elefante Branco, un alegre local de Lisboa.

Enseguida bajarían todos al banquete y habría brindis por los años de futuro. Pero ahora estaban hablando del presente. Mariscal sabía que el presente, en gran medida, tenía que ver con él. Había sido recibido con abrazos de ánimo, después de la muerte de Rumbo en el Ultramar. Una desgracia. Una avería, Mariscal. La gente se avería. Él se calló, pero no lo consolaba mucho aquel diagnóstico mecánico. Una avería lleva a otra, etcétera, etcétera. Era ya demasiado viejo para suicidarse. A él le parecía que no tenía culo para cagar tan alto. Eso fue lo primero que pensó. En fin. Ite, Missa est.

– Además, siempre tendrás a Mendoza para poner la venda antes de la herida -prosiguió el anfitrión-. Para evitar las desavenencias. La empresa ampara a todos. Las facciones van al pillaje.

– Eso es verdad -dijo Mendoza-. El mérito de mi profesión no es ganar pleitos, como se piensa, sino evitarlos. No es buscar enemigos, sino aliados.

– ¿Y qué tal el nuevo capitán de fletes? -preguntó Fabio.

– Es un tipo valiente y es… ambicioso.

Delmiro Oliveira pareció despertar, con esa habilidad que tenía para andar entre lo audible y lo inaudible, y asoció a su modo los dos adjetivos: «¿Valiente y ambicioso? ¡Urna desgrana nunca vem só!».

Todas sus bromas, dichas con voz seria, como los buenos humoristas, tenían un sentido. Eran actos. Así que Mariscal se rió con el resto hasta que la risa decayó.

– Es cierto. Tiene valor. Tal vez demasiado. El lobo tendrá que aprender a ser zorro, ¿verdad, Mendoza? En los escudos nobiliarios de Galicia aparecía mucho lobo y poco zorro. Después resultó que había demasiados zorros y pocos lobos. O viceversa.

– Creo que por herencia tiene lo mejor del lobo y del zorro -sentenció Mendoza-. Tiene un talento innato que estará a la altura de su ambición.

– Antes de venir aquí, pude hablar con el Gran Capicúa -dijo Fabio enigmático-. ¿Y sabes lo que me comentó, Mariscal? Me soltó: Mariscal es como Napoleón…