– ¿Napoleón?
– Se expone demasiado. Eso dijo. Y añadió algo que me impresionó. Primero: El poder necesita sombra. Y segundo: No hay mejor sombra que la del poder. Yo pienso lo mismo, Mariscal.
– Eso es lo que pensamos todos, ¿no?
La rápida apostilla de Mendoza. El asentimiento de los otros, descontada la impasibilidad de Macro Gamboa, significaba, Mariscal lo sabía, que había una suerte de consulta en la que él no había tomado parte.
– Ya pasó el tiempo de andar como gatunos -añadió Oliveira-. ¿Cómo es ese dicho, Tonino?
– Ilpotere logora chi no ce l'ha.
Mariscal exhaló el humo del cigarro con el entusiasmo de quien pone un subrayado.
– Eso es, el poder desgasta a quien no lo tiene. ¿En qué piensa, abogado?
– En que es el momento -respondió Mendoza.
Tenía instinto para las oportunidades históricas. Cuando oyó hablar de Napoleón, sus neuronas más diligentes se habían dirigido al que llamaba Departamento de Cerrajería del Hipocampo. Se abrió una de las cerraduras y no pudo dejar de pensar en uno de sus libros más admirados, el que Karl Marx escribió sobre el 18 brumario, no del primer Napoleón, sino de Luis Napoleón. La cerrajería funcionaba. Una puerta abría otra. Tenía párrafos memorizados. El día que los desgranó en una asamblea de la facultad de Derecho aprendió a ver el brillo de su discurso, el efecto de sus palabras en las resonancias de los cuerpos, en los tics faciales de los discrepantes. Recordó: «No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura».
– Sí, es el momento. ¡Todos hablan de crisis! Los políticos están asustados, desacreditados. En las encuestas aparecen como un problema. Para la mayoría, son incompetentes y corruptos. Andan, a los ojos de la gente, con la cazcarria pegada al pelo, sin poder desprenderse de esa bosta, de esa fama… Y en los cuarteles no deja de oírse ruido de sables.
Mendoza notó al hablar ese punto primero, gozoso, de la embriaguez del licor que produce la saliva con el cereal del lenguaje. Un fermentar que sólo es posible si se comparte. Él defendía en sus tiempos de estudiante, durante la dictadura, ideas revolucionarias. Evitaba los «saltos», las manifestaciones en las calles, o los actos más o menos arriesgados de tirar panfletos, colgar pancartas o escribir grafitis en las paredes. Eso era jugar a ser ratones con una fuerza superior. La dictadura estaba en ruinas, tenía las mismas dolencias que el dictador, una esclerosis múltiple con los órganos interiores podridos. La verdadera tarea era formar cuadros dirigentes para el futuro, para el día siguiente de la toma del poder. El se preparaba, no se dedicaba a enfrentarse con la policía. Asistía a las clases con corbata, bien trajeado, y no rechazaba los servicios de los limpiabotas para ir bien lustrado. Su aspecto sorprendía en las asambleas, sobre todo cuando hacía uso de la palabra y encandilaba con un discurso elocuente y radical, cuya principal diana ya no era el caduco régimen, al que se le caían los dientes de viejo, sino los revisionistas, los socialdemócratas, las marionetas del capitalismo.
Todo se aprovecha. Había sido una buena escuela. Por vez primera, con claridad, sintió en las yemas de los dedos la sensación de ser capaz de mover hilos decisivos.
– Es hora de que el rey suba a la colina y mueva las piezas sin exponerse a la batalla. Sí, es el momento -dijo el abogado, preparando con la dinamo de las manos un cierre que redondease el conciliábulo y que lo aupase en los hombros de Mariscal-. Como decían los antiguos, ¡Hic Rhodus, hic salta! Sí, señores. ¡Aquí está Rodas, y aquí es donde hay que saltar!
Mariscal se sintió homenajeado y asintió meditativo. La cabeza tenía que aguantar el peso de la corona. Y se ayudaba apoyándose en la sien.
– Aquí hay un nivel -dijo al fin-. ¡Así da gusto trabajar con la gente!
Macro Gamboa había permanecido en silencio. Con las manos en la entrepierna. Había trabajado durante mucho tiempo como «transportista», por mar y por tierra, y había pasado por méritos propios a la condición de «empresario». Ni una sola vez había mirado el paisaje. Parecía interesado en los zapatos del resto. En los movimientos oscilantes.
Su voz ronca tardó algo en salir de la boca inhóspita:
– ¿De qué cono estamos hablando?
Capítulo XXXI
Óscar Mendoza tenía en la mesa de su escritorio, a su derecha, una gran esfera terrestre. El abogado está de pie, observándola y haciéndola girar. Tiene, sentado enfrente, a Víctor Rumbo.
– Te has quedado mudo. ¿Qué piensas?
– Tengo una opinión, pero aún no me ha llegado a la cabeza.
El abogado sonríe. Reconoce el chiste. Es uno de sus habituales, referidos a los gallegos. Mendoza cree que va a tener que modular esa costumbre. La de contar chistes de gallegos. Los gallegos le ríen los chistes, sí. Pero rumian las palabras en un rincón, como hacen las vacas con la hierba. No, eso no va a decirlo en voz alta. Este Víctor, además, tiene su genio. El alias de Brinco le va bien. Es un arrebatado, embiste. Si le cortasen los brazos, remaría con los dientes. Mejor así. Sin curvas, sin indirectas, sin vueltas. Aborrecía ese eterno baile de contrapié. Un tipo decidido. Su ambición es franca. En definitiva, mucho más lobo que zorro. Se entienden bien. Y se entenderán mejor en el futuro.
– Ese Brinco está loco -le dijo un día a Mariscal por Víctor Rumbo. Y era cierto que había cometido una locura, una temeridad con un desembarco en pleno día. Pero lo que el abogado quería era saber lo que de verdad pensaba el Viejo. Así le decían y a él no le disgustaba. De modo que, ante el silencio de Mariscal, repitió la pregunta de otra forma: «Para hacer lo que hizo él hay que estar muy loco. A este paso no me será fácil defenderlo».
– ¿Quemó el dinero? -preguntó de pronto Mariscal.
– ¿Cómo iba a quemar el dinero? -respondió Mendoza desconcertado.
– Pues si no quema el dinero, no está loco.
Y ahí dio por finalizada la inspección mental de Brinco. Ese que ahora tiene delante Mendoza. Ese loco que no quema el dinero y que va a ser su verdadero satélite. Su brazo.
– Eso sí. Se acabó la leyenda del piloto más rápido del Atlántico. Ahora eres un patrón. Tendrás que cuidar mucho el espinazo.
El abogado empuja con el índice la esfera y la hace girar, esta vez con más lentitud.
– ¡Nos espera un largo viaje! Pero antes deberías ir a ver al Viejo, Víctor.
– ¡Lo veo todos los días! -respondió sombrío-. Es mi fantasma preferido.
– Para él eres como un hijo…
Ahora es Brinco quien se acerca a la esfera y la empuja con fuerza.
– ¿Cómo que un hijo? Si voy a ser tu jefe, no me hables como un lameculos de las telenovelas.
– Si al cliente no le gusta el discurso, hay que ofrecerle otro.
Mendoza empuja la esfera en sentido contrario y parece que desliza la voz sobre ella.
– Confucio fue de viaje y lo informaron: «En este reino impera la virtud: si el padre roba, el hijo lo denuncia; y si el hijo roba, lo denuncia el padre». Y Confucio respondió: «En mi reino también impera la virtud, pues el hijo encubre al padre y el padre encubre al hijo».
En este momento, a Mendoza le hubiera gustado que fuese Mariscal quien estuviese delante. Soltaría algún latinajo, agradecido por la elevación del lenguaje.
– Vale, Confucio -dijo Brinco, antes de cerrar la puerta con demasiada fuerza. Como hacía con las de los coches. Eso que a él lo ponía tan nervioso.
Capítulo XXXII
Fins Malpica conduce un vehículo sin identificación oficial por la carretera de la costa. Viaja acompañado por el teniente coronel Humberto Alisal, de la Guardia Civil, recién llegado de Madrid, que viste de paisano. Van en dirección al cuartel de Brétema. Se trata de una visita de inspección, sin previo aviso.