La entrevistadora decidió introducir una cuestión complicada con el tono más suave posible.
– ¿Por qué candidatura se va a presentar, señor Mariscal?
– Se lo voy a decir. ¡Por la que gane!
Sí, entendía las ironías. Mariscal acompañó la sonrisa de la periodista con una placentera bocanada de humo del cigarro. También él estaba risueño: «Mire, mi único partido es Brétema. Me gusta nuestra forma de vida. La religión, la familia, la fiesta… Y si a alguien le molesta todo esto, pues que se joda».
– Pero en Brétema están ocurriendo cosas… extrañas. ¿Qué piensa del contrabando, señor Mariscal? Se dice que el narcotráfico está extendiendo aquí sus redes…
Mariscal se toma su tiempo, sin desamarrar la mirada de la joven. Era una hora silenciosa en el Ultramar, un silencio sólo interrumpido por el sonido pasajero de los proveedores. La furgoneta de la panadera. El camión de la cerveza. Y así. Pero ahora, en el Departamento Mental de Zumbidos Molestos, llegaba la voz de aquel periodista radiofónico que denunciaba el poder creciente de los narcos en Brétema. Otro Alí. Con alas de mariposa y picadura de abeja. ¡Plaf!
– ¿Redes? ¿Sabe que se pesca mucho más si llevas a una mujer jorobada al barco y orina en las redes? Sí, sí. Eso es realidad y lo otro, leyendas. Escríbalo, escríbalo. Eso es información. Mire, señorita. Yo no ando por ahí lamentándome: «Pero ¿qué pueblo de mierda es éste?». Que si somos el culo del mundo… Pues no. Velis nolis. A mí me gusta este lugar como es. Hasta las moscas me gustan. Fíjese si prosperamos que incluso tenemos una magnífica comisaría de policía. Y en el supuesto, ¡en la hipótesis!, de que hubiese contrabandistas, los contrabandistas serían gente honrada. Por lo menos los de Brétema. ¿A quién perjudican? ¿A Hacienda? Mire, señorita, si no hubiese paraguas, no habría bancos.
– No entiendo muy bien la analogía, señor Mariscal.
– Los bancos prestan los paraguas en el verano, como todo el mundo sabe, salvo los inocentes. Y cuando comienza a llover, los reclaman. Resulta que hay gente que hace unos paraguas macanudos por su cuenta. Y los bancos se interesan. Y Hacienda se interesa. A su manera, todo el mundo se interesa. ¿Entiende ahora?
– No me ha dicho nada del narcotráfico.
– ¿Anotó lo de los paraguas? Bien. Mire usted, si yo llego a alcalde, acabaré con las drogas. Y con los drogadictos. Quiero decir, pondré a los drogadictos a picar piedra. Se habla mucho del crimen organizado. Crimen organizado por aquí, crimen organizado por allá. También en su periódico se habla en los últimos tiempos de la presencia del «crimen organizado» en Brétema. Yo lo que digo es que en todas partes hay perros descalzos. Si el crimen está organizado, ¿por qué el Estado no se organiza mejor? A eso debemos contribuir todos. Ipso facto.
Por la puerta abatible del reservado del Ultramar asomó Víctor Rumbo. Mariscal miró de refilón y le hizo un gesto para que esperase. Luego se volvió para escudriñar el reptar caligráfico de la mano de la periodista. Iba a hacer un comentario sobre los dedos y la laca de uñas de Lucía Santiso, algo relacionado con los crustáceos, pero la lengua se detuvo en la única falta que tenía en la dentadura. Consultó el reloj.
– ¿Anotó eso? Lo del crimen y el Estado…
– Sí, claro. Es una buena tesis.
– Pues ahora quiero que anote lo más importante.
En Mariscal se había producido una mutación. Por entero. En la expresión. En la voz. Y él reafirmó esa muda orgánica, total, poniéndose en pie.
– Claro que si la primera afirmación no es cierta, el resto tampoco. Modus tollendo tollens, que decían los antiguos. Negando niego. Y yo siempre bebo en los antiguos. Ahí no hay fallo. En Brétema no hay mafias, señorita. Ésa es una leyenda. Puede haber algo de matute. Como siempre. Como en todas partes. Más, nada.
Lo dijo en voz alta para que Brinco oyese bien. Que viese cómo controlaba la situación. Cómo llevaba las bridas de la conversación.
Punto final.
Certaminis finis.
«Es la primera entrevista que concedo», dijo después Mariscal. Se veía satisfecho con la experiencia. Trataba de tú a la periodista: «Y confío en que no será la última… Pon alguna crítica, ¡eh! La mejor forma de hundirlo a uno en la miseria es elevarlo a las alturas».
Se volvió hacia la puerta abatible. Allí estaba, oblicua, la mirada vigilante de Brinco.
– ¡Pasa, hijo!
Víctor Rumbo entró a la manera de quien va abriendo camino a una corriente de aire.
– Tu eres… ¿No eres tú?
– Yo soy Nadie -la interrumpió Brinco.
Lucía percibió la violencia contenida de aquella voz. Trató de resguardarse en la presencia de Mariscal.
– ¿Me permitiría una foto, señor? No sé qué le habrá pasado al fotógrafo. No apareció.
El Viejo miró de reojo a su joven capitán. Lo conocía bien. Notó marejada en la respiración, la estela de un encontronazo.
– Había un hombre ahí fuera -dijo Brinco, de repente-. Estaba fotografiando los coches. Y a mí no me gusta la gente que se dedica a fotografiar los coches de los demás.
– ¿Y qué pasó? -preguntó Mariscal, incómodo con la situación-. ¿Lo mandaste al hospital por fotografiar los cacharros?
– No. Tendrá que comprar otra cámara. Eso es todo.
Mariscal miró a Lucía e hizo con los brazos un gesto de paciencia y disculpa. Accedió a fotografiarse. Una forma de reparar daños.
– ¡Adelante con esa foto! De un viejo galán se aprovecha todo.
El gerifalte colocó el sombrero, ajustó el ala y luego cruzó los brazos con estudio, dejando sobresalir como mascota, al lado del pañuelo de seda del bolsillo, la empuñadura metálica del bastón. Plata labrada con la cabeza de un faisán.
– Ese bastón es una joya, señor Mariscal.
– La plata es plata y la madera es de itín, nena. Cada vez más dura.
También su rostro se fue tallando, endureciendo, como quien presenta por instinto una resistencia a la sucesión de flashes.
– ¿Has terminado? Si sale bien, se agotará la tirada. Será un gran día para la Gazeta.
– ¿Y si sale mal? -preguntó Víctor Rumbo. Esta vez no sólo la miró a la cara. Lucía Santiso se sintió explorada por la mirada punzante de aquel a quien en confianza, lo sabía, llamaban Brinco y que ahora se dirigía a ella con descaro: «Si me esperas fuera un momento, te contaré quién es Nadie».
Ella dudó. Dijo: «Tengo mucho trabajo». E inmediatamente: «De acuerdo, esperaré».
Carburo baja de una furgoneta y se acerca a la vendedora de periódicos, en el quiosco de la plaza del Camelio Branco, en Brétema.
– La Gazeta -gruñe.
Es su forma de pedir. La vendedora está acostumbrada. Ella también fuerza el gesto a propósito. Pliega el ejemplar y se lo entrega con el ademán de quien vende algo a la persona inadecuada.
– No, no. ¡Me los llevo todos!
Ahora sí que lo mira con asombro. Pero también ella está acostumbrada a no preguntar, tratándose de asuntos del Ultramar. Le da todos los ejemplares. Al fin, se atreve:
– ¿Qué publican? ¿Tu esquela?
Carburo señala la portada, donde se ve la foto de Mariscal.
– Sale el Patrón.
El retrato ocupa un lugar central en la primera página. El sombrero y la vestimenta blanca le dan un aspecto de dandi, que se refuerza por el modo en que muestra el bastón, con la empuñadura de mascota.
– Ya lo había visto, hombre. ¡Bien plantado! -dice la mujer del quiosco, con suave ironía-. Bien se ve que es el que tiene la vara… ¿Por qué no llevas unas flores, Carburo? Sólo me quedan éstas por vender.
El gigante mira con desdén hacia las rosas. -No. ¡No tengo hambre!
Tiene su gracia, pensó la quiosquera. Sólo cuando se imita a sí mismo.