Dejó la confidencia cuando se acercó el doctor de la Cruz Roja para dar una primera impresión al juez.
– Debió de ser muy temprano. A primera hora de la mañana. Calculamos que lleva unas seis horas muerta.
– ¿En qué condiciones está el cuerpo?
– No hay nada extraño, señor. Ni un rasguño. Todo indica que se trata de una muerte por sumersión.
Mariscal hablaba para sí y para todos.
– Le gustaba mucho caminar descalza por la orilla, sintiendo el cosquilleo del agua en los pies. No podía vivir sin ver un día el mar. Lo llevaba en las venas. Desde niña, ¿saben?, ¿a que no lo sabían?, trabajó ahí, en el arenal, mariscando, con el mar por la cintura. ¡Y ahora el mar la agarró!
– Lo siento, señor Brancana. Dadas las circunstancias, deberá hacerse una autopsia. Una autopsia forense.
Respiró por las ventanas de la nariz. Una enérgica y sonora toma de aire que le agitó toda la cara. Una autopsia forense. Vio de refilón a aquella tipa, la colega de Malpica, venga a fotografiar el cadáver como una posesa.
– ¡Por supuesto, señor juez! Aquí todo el mundo a cumplir con su deber.
Mónica, la empleada del salón Belissima, llega puntual a la hora de apertura. Es Guadalupe, la dueña, la que acostumbra abrir por la mañana el establecimiento. Y lo hace una hora antes. No suele haber clientes tan temprano, pero ella aprovecha para las «llamadas». Hace pedidos. Esas cosas.
Mónica vuelve a hacer sonar el timbre. Está extrañada. Consulta el reloj de pulsera. Intenta ver algo en el interior.
Nunca pasó esto. Si tiene algún problema, manda algún aviso.
Hoy, nada.
Se dispone a esperar. Media hora, por lo menos. A Guadalupe no le gusta que la llamen a casa. Pero si no llega, llamará. Saca del bolso de mano un paquete de tabaco rubio. Enciende un cigarrillo.
Conoce al hombre que cruza la calle. Un tipo muy robusto. Un gigante. Es Carburo. Gruñe un hola. Hola, nena. Hola.
– ¿Sabes una cosa? Guadalupe no va a venir.
– ¿No va a venir? ¿Hasta cuándo no va a venir?
– Hasta… No sé. No va a venir.
– No lo entiendo.
– Tú no tienes que entender nada. No está aquí. Se marchó. No volverá. Cerró la belleza esta. ¿Lo entiendes ahora?
Mónica consigue desenclavar una bocanada de aquel maldito humo.
Ve cómo Carburo saca un sobre del bolsillo de la cazadora, lo sacude en la palma de la mano, un gesto tan significativo como redundante, lo que se hace con un fajo de billetes.
– Toma. Es un mensaje para ti. Un mensaje muy valioso. Diez mil pavos… Oye, Mónica.
La moza mete como una autómata el sobre en el bolso. Está asustada.
– Mientras trabajaste aquí, tú no has visto nada, no has oído nada. No recuerdas nada. ¿A qué no?
No es capaz de hablar. Ni un monosílabo. Mueve la cabeza con pánico. No, no, no.
– Bien, pues ahora lo mejor es que tú también te vayas. Por ahí fuera, ¿entiendes?
– ¿Fuera? ¿Adónde?
– Fuera de aquí. Cuanto más lejos mejor. Y no esperes a mañana, ¿de acuerdo? Mañana es tarde.
Y al decirlo, la mirada de Carburo abarcó para ella el espacio todo, incluso el interior de la gente que pasaba por allí.
No, no lo podía creer. Que fuese ella la cantora, la entregadora. Tuvo que esperar veinticinco años como una gata muerta.
Alzó la vista al cielo. Demasiada luz.
¿Así paga el demonio a quien le sirve? ¡Mi prima donna!
Y el hundirse sucede a causa del subir.
Y el mocoso de Malpica tratándome de capo. Uno de esos tontos, un fanático, que piensa que va a arreglar el mundo.
¿Capo? De capo, nada. Como el otro que le fue con lo de mero mero. Usted es el mero mero, don Mariscal.
Y bien que lo avisó. Aquí no hay mero y menos mero mero. Con el alias ese, además de delatar, lo pone a uno en ridículo. Se estaba viendo ya en la primera plana de la Gazeta. Tomás Brancana (a) Mero Mero. Y entonces pensó quién era él. Y miró en el horizonte y buscó el campanario de Santa María. El era… ¿Qué era él? Un deán. El Deán. Eso es. Hay párrocos por parroquias y luego está el deán. No, no le gustó nada al director del seminario. Porque dejémonos de historias, de leyendas. Lo que le dijo lo sabían él, el rector y nadie más. No iba a pregonarlo por ahí. ¿Y tú estás seguro de la vocación?, le había preguntado el rector. Lo estoy, señor. ¿Y cómo quieres servir a Dios? Y él ya le notó ahí un retintín. Tente nube. Ya él sabía cuándo venían los truenos. De niño a tocarle la campana a Santa Bárbara. No, nunca dijo lo de Papa. Ni lo de obispo. Ni siquiera lo de deán. Como Dios quiera, señor rector. Pero ¿algo, algo tendrás en la cabeza? Una buena parroquia. Lo que él había oído de monaguillo, en la sacristía, lo que un cura le decía a otro: «Mira, Bernal, las parroquias se califican por las hostias que comen y las pesetas que dan». Ni Papa, ni deán. Yo lo que quiero es una buena parroquia, señor. Eso fue lo que le dijo. ¿Y quién no quiere tal?
Mutatis mutandis.
¿Quién iba a pensar que ella, justo ella, iba a ser la cantora principal? ¡La prima donna!
Sobrevolaba como una mariposa, picaba como una abeja.
Cassius Clay. Sí, ahora se llama Alí.
La mariposa y la abeja.
Epitafio por Guadalupe.
Capítulo XXXVII
Los dedos trataban de ir detrás de la mente sin conseguirlo. Galopaban las teclas de una forma atropellada, por lo que a veces tenían que volver sobre lo andado, y entonces Malpica chascaba la lengua con contrariedad. Sólo paró en seco cuando oyó la voz burlona: «¡Ándele, Simenon!».
– No tengo ese don. Creo que era capaz de escribir y follar al mismo tiempo. Lo siento.
– Está bien ser consciente de las propias limitaciones. Descansa un poco.
Mará tenía apoyados los pies desnudos encima del teclado de su máquina. El color azul añil de las uñas. Uno de los últimos trabajos de Belissima. La mirada de la compañera no invitaba para nada a un juego erótico con el lenguaje.
– ¿Ves algo?
En el regazo reposan las fotos de Guadalupe Melga, fotografiada en la playa y en la mesa de autopsias.
– Veo el rostro de alguien que tuvo miedo antes de morir. Mucho miedo. Y mucho antes de morir. Tal vez años de miedo… Pero no creo que eso sirva de nada ni para el informe forense ni para el juez. Es como hacer crítica artística.
– No hay huella de frenada en la carretera. ¿Has hablado con el forense?
– Se portó muy bien. Pensemos lo que pensemos, no hay forma por ahora de relacionar a Mariscal con esa muerte. Y a esa chica, Mónica, se la tragó la tierra. El caso es que Guadalupe estaba tomando tranquilizantes. Y eso abona la tesis del descuido, o el sueño, del conductor. Hay testigos de que tuvo varios despistes conduciendo. Sin consecuencias. Hasta lo de ayer. Claro que los barbitúricos debieron de ser, al final, los únicos cariños que tuvo.
– Estoy pasmado. Impresiona mucho trabajar con alguien que hizo su tesis sobre Las expresiones post mórtem en humanos y animales.
– El catedrático me aconsejó que la hiciese sobre post mortem auctoris. La duración de los derechos de autor después de su muerte. Van a ser los pleitos del futuro. Sobre todo cuando dominen el mundo esos maravillosos cacharros que acabarán con los libros de papel. Pero yo preferí competir con Darwin. Él ya había escrito sobre la expresión de las emociones en los vivos.
Posó los pies en el suelo. Apoyó el codo en actitud pensativa y miró con fijeza a Fins.
– Tú tampoco vas mal servido. El alias de Simenon no te lo puse yo. Yo soy de Hammett, a muerte. Dicen que el informe parece una novela. Una buena novela, además.