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– Ya te dije que aquí se veía muy bien la Televisión Española.

– ¡Se ve mejor que allá!

Norte de Portugal. Es primera hora de la tarde. Delmiro y su huésped ya han comido. Luego se acomodaron en un sofá, en una de las salas de Quinta da Velha Saudade, para ver el informativo. Al final del programa, el Viejo encendió un habano. Expulsó una bocanada y contempló la forma de trepar el humo como hierba del aire para luego enredarse en la lámpara de araña.

Chasqueó la lengua.

– ¡Tienes que probar uno de éstos, Delmiro!

El Océano, por el lado próximo al Polo Sur, acaba de ser levantado. Chelín se sienta con las piernas cruzadas sobre la Antártida. Contempla la imagen de Lord Byron meditando en la libertad de Grecia. Es el mejor compañero que nunca ha tenido. Un sereno desasosiego en el semblante. Cierra el volumen y lo coloca encima del otro, en el estante, a su altura. Al abrir la maleta de cuero, aparece su nido. El instrumental de farmacia. Los útiles todos para la chuta. La jeringa, la goma elástica, el frasco de agua destilada, la cucharilla, los filtros de cigarrillos, el mechero. Y lo que es más importante. La bendita bola. Injerta el mango de la cucharilla entre los dos tomos de La civilización. Así, tiene a la altura de los ojos la cabeza cóncava, el cráter donde fermentar la esfera. Sí. Todavía le queda una bolita de caballo para un buen pico. Un chute en tres tiempos. Bombear en tres tiempos. Bombear. Hay un ratón que lo observa desde el medio del Océano. Está acostumbrado a que correteen por ahí. Está también acostumbrado a la mirada ciega de la Maniquí Ciega y a la melancólica del Esqueleto Manco. A la de la grulla disecada. Pero la mirada de un pequeño ratón es enorme. Aunque esté alejado, le toca con el grafito de los ojos. El ratón meditando en la libertad de Grecia.

El lugar del nido dentro de la maleta es un hueco entre las fajas de billetes de dólares. Hay sitio para el péndulo y para la Llama. Un tesoro para la libertad de Grecia. Daría todo por un beso. Por un poco de saliva en la boca.

Chelín lo sumerge todo bajo las tablas del Océano.

La primera reacción de Fins Malpica fue olisquear el aire. No por ninguna intención de exteriorizar con teatralidad la protesta. Si lo hizo fue porque realmente tuvo la sensación del mareo, que iba siempre acompañada de un olor a humo de gasoil mezclado con salitre. A mar quemada. Se controló. Mudó la expresión de asco por una de extrema seriedad.

Y fue así como salió del edificio del palacio de Justicia. Bajando la escalinata como quien cuenta los peldaños y nota que falta alguno. Había público y un grupo de periodistas, a la espera de que el juez resolviese sobre Víctor Rumbo, que aparecía como principal detenido en la Operación Brétema.

Malpica no respondió a las preguntas. Ignoró los micrófonos. Rumió las frases históricas. Y se las tragó como hierba fresca para mitigar el mareo.

– Pero ¿qué ha pasado, inspector? -preguntó un periodista.

– Les darán ahora información de buena fuente y primera mano.

Empezaba a saber hablar como un cínico. No esquivó el grupo de gente que intuía hostil. Tampoco la desafió. Caminó como un hombre tranquilo. Es decir, jodido.

Encontró a Mará a medio camino del coche. Mnemosine parecía ida. Turbada por lo inexplicable.

– Lo van a dejar en libertad. Es increíble -informó Fins-. Con una fianza de mierda. Incluso parece que estuvo por aquí RH Negativo para echarle una mano.

– ¿RH Negativo?

– Un eufemismo. Es como llaman a un pavo del Supremo.

Es Leda Hortas la que ahora abre la puerta del palacio de Justicia y grita con alegría.

– ¡Queda en libertad!

Y allí está Brinco con su sonrisa de as, acompañado de otros dos detenidos relevantes, Invernó y Chumbo, y del abogado Óscar Mendoza. Desde lo alto de la escalinata, éste es el único que toma la palabra.

– Señores, ésta es una buena noticia para Brétema. Mi defendido, Víctor Rumbo, acaba de ser puesto en libertad. Ya informaremos más adelante de los detalles. Lo importante ahora es celebrar que se hizo justicia y que nuestro querido vecino está en la calle, con nosotros. ¡Gracias a todos!

– Señor Rumbo, ¿cómo se encuentra?

– Creo que mejor que los que me detuvieron. Al final, hasta he podido dormir bien. Con la conciencia tranquila.

Le hizo una caricia a Leda. La abrazó por la cintura. La besó. Una escena que recordaba la entrega de trofeos en las grandes pruebas deportivas. Brinco sabía que tenía a mano una tecla donde pulsar para obtener risas y aplausos. Volvió a besar a Leda. Dijo:

– ¡Y creo que hoy voy a dormir mejor, mucho mejor!

Al subir al coche, Mará le preguntó de repente a Malpica:

– ¿Qué harías si llegases a casa y te encontrases a tu gato muerto?

– ¿Quieres decir muerto muerto?

– Sí. Quiero decir que lo mataron. Lo mataron y lo dejaron colgado del pomo de la puerta. Como en los viejos tiempos.

Malpica apoyó las manos en el volante. El silencio de no saber qué decir. Tampoco se atrevió a mirarla. Ni a tocarla.

– ¿Me dejas poner a la Casta Diva? -preguntó ella.

– Claro. Está ahí hasta que rompa.

Capítulo XXXIX

En el centro del escenario del Vaudevil hay un Chevrolet Eldorado. Lo compró Víctor Rumbo en Cuba. Lo vio en Miramar, contactó con el propietario y no paró hasta que éste, cuando Brinco le dijo que era su último día en la isla, hizo el gesto de que subiera al coche para probarlo: «Let's go un paseíto». Siempre contaba esto del pelotudo. Y cuando se cabreaba, era su frase. Metía miedo el cabrón cuando decía «Let's go un paseíto». Porque la compra del Chevrolet se complicó. Cuando al fin lo desembarcaron en Vigo, a Brinco le cambió el semblante. Hacía tachuelas con los dientes. Estaba tan acerado que hendía las nubes al jurar. Del Chevrolet Eldorado sólo venía la carrocería. Y eso no le importó, después del montón de trámites. Él quería el sedán para ornamento del club. Pero lo que lo puso como una brasa es que le faltaba la mascota en el capó.

– ¿Y la calandria? ¿Dónde hostias está la calandria?

El envío llegó precintado, explicaron en Aduanas. Encajado en madera. Lo que llegó fue lo que enviaron. Nadie se había quedado aquí con la figura del pájaro. Víctor Rumbo echaba humo como si le ardiesen los huesos. Con la furia, se había olvidado del nombre del tipo. Así que se refería a él como Let's Go. A gritos. Atravesando el mar. Un desvarío. Let's Go y la Calandria.

– No te pongas así por un puto pájaro de acero -le dijo Mendoza-. Te consigo yo el emblema de un Rolls. El Espíritu del Éxtasis. ¡Ésa sí que es una mascota!

– No lo entiendes -le dijo Brinco-. Era mía. ¡Mi puta calandria! Yo no sabía lo que era. Y fue él, el muy cabrón, quien me lo dijo. Que era una calandria.

Y mandó a Inverno a La Habana con los datos y la dirección de Let's Go y con un encargo: «No vuelvas sin la mascota».

Allí estaba el Chevrolet con la calandria.

Víctor Rumbo quiso hacer del Vaudevil un local de película. Un antes y un después en la historia de Brétema. Hasta entonces, los clubs de alterne, en las carreteras de la costa, eran en su mayoría lugares cutres y siniestros, con una arquitectura depresiva que supuraba pus de neón. El Vaudevil tenía que ser algo diferente. Que nadie olvidase. Un club para escandalizar a las élites, con estilo, en una noche loca. Mendoza, Rocha y la cada vez más activa y emprendedora Estela Oza, eran socios, con la tapadera correspondiente. Brinco, por su parte, quería que el Vaudevil fuese un regalo de lujo para Leda. Llegó a imaginarla como una gran madame, gobernando todo desde su despacho con pantallas para controlar cada rincón. Las salas, los reservados, pero también las habitaciones. Ella tenía carácter, ambición y estilo. Qué hostias. Tenía más estilo, un encanto salvaje, ese pelo castaño rojizo que capeaba el temporal, que la muy mona Estela Oza. Pero las cosas se torcieron. Como estaba previsto, él puso su parte. Buscó dónde y compró mujeres. Porque era así el negocio. La gente piensa que las putas van por ahí de tour como turistas. Pues no. Hay que ir a subasta. Hay que mirar las dentaduras. Hay que competir con otros compradores. Hay que domar a las indóciles. Y a las dóciles también. Y hay que protegerlas. Digámoslo así, chacho. Eso fue cosa de Brinco. Él cumplió. Trajo la carne.