Pero Flores, por alguna razón, había decidido que aquel muñeco no podía seguir hablando. Comenzó la escandalera. Y luego miró fijamente al Pibe, no a Belvís. Lo insultó. Hijo de la chingada, de su pelona madre. Y así. Invernó pensó que era la hora de avisar a Brinco. Estaría ocupado con la de los ojos grandes, pero iba a llamarlo.
– Tranquilo, cuate -le dijo Lele al Licenciado Flores-, es sólo un cómico con un muñeco. Un payaso. Un loco.
– ¿Un loco? ¡A mí no me pone nadie como mecate de cochino!
Belvís dijo:
– ¿Has oído algo, Pibe?
Ojalá no conteste, que no diga nada, pensó Brinco, ya en la otra esquina de la barra.
– Estábamos hablando de Dios aquí con este señor y con la señorita, y alguien al fondo cambió de tema. ¿Quién tiene un lazo para un cochino?
El Licenciado lució un arma. Un pequeño revólver que llevaba ceñido a la pantorrilla, bajo la campana del pantalón. Un cambio de tema. Sin más, apuntó con la automática al muñeco y le disparó en la cabeza. Sonó otro tiro. Ahora el Licenciado gemía, herido, desarmado. Se dolía de la mano que había sostenido el hierro.
– ¡Llévate al gallo antes de que vengan los maderos! -ordenó Brinco a Lele.
– Esto no le va a gustar nada al Patrón.
– Hay que saber mamarse. ¡Y en el Vaudevil mando yo!
Belvís tenía el muñeco en el regazo. Lo acunaba.
– ¿Escuchas, Pibe? ¿No me oyes, che?
– ¡Suerte que no te volase a ti la cabeza!
Brinco recogió del suelo algunas esquirlas de madera.
– Si viene la poli, no digas nada. La boca es para callar.
Capítulo XL
– Éste sí que es un paraíso… fiscal -dijo Óscar Mendoza al llegar a la fiesta. Y todos entendieron que hablaba en broma. Y en serio.
El pazo de Romance tenía puerta al mar, como quería Leda, pero también una piscina. A estrenar. La puerta del mar daba paso, en realidad, a un edén. Una playa de arena fina y blanca, en la que desembocaba un riachuelo, el Mor, que componía a su paso y por libre un vergel, con una prolongación natural donde el viento distribuía vegetación y dunas. Al otro lado, después del arenal, al abrigo de un acantilado, el antiguo embarcadero de piedra, donde fondear yates y amarrar barcas y lanchas.
Víctor Rumbo convocó a los invitados con unas palmadas. Se le notaba eufórico y consiguió improvisar un saludo hilado por la concurrencia con risas y aplausos.
– Bien, ya sabéis… En realidad, en realidad, el pazo es de Leda. Yo tengo que conformarme con la cama… Pero para Santi también hay algo especial. ¡Seguidme!
Levantó en vilo al hijo, lo montó en los hombros, a horcajadas, y encabezó la comitiva hacia el lugar de la sorpresa. Había un espacio cubierto por grandes lonas azules. Brinco hizo un gesto con la mano de batuta y un violinista comenzó a tocar un vals. Otro gesto indicó a los operarios que era el momento de retirar las lonas, ya con los invitados bordeando el gran rectángulo.
Allí estaba la piscina. Pero no vacía. Del fondo del agua emergió el delfín. Y con él, un murmullo de admiración. Ya no hacía falta batuta. Todos permanecieron en un silencio de asombro, mientras el arco parecía arrancar la música del lomo y la aleta del cetáceo.
– ¿Querías un amigo? ¡Ya tienes un amigo!
Chelín sigue a Leda con la mirada. Consigue llamar su atención. Saca el péndulo del bolsillo y lo acerca al suelo. El péndulo gira. Ella asiente risueña. Sí, es verdad. Es ella quien lleva ahora de la mano al hijo en un paseo en torno a la piscina, hechizados por la presencia del delfín, mientras un grupo de varones, los socios y amigos, rodean a Brinco con las copas del aperitivo en la mano.
– Bien, Brinco, los amigos también tenemos un detalle para ti -dice el abogado con más familiaridad que nunca-. ¡Venga, hombre! Para ti también hay maravillas de la naturaleza.
El grupo se pone en camino hacia el portalón del pazo y Mendoza y Rocha van convocando a los demás a la comitiva.
– ¿Inverno? ¿Dónde está Invernó? -pregunta Brinco.
El abogado da unas palmadas y entonces se abre el portalón. Entra una limusina con los cristales ahumados, a una marcha muy lenta. Justo detrás, un grupo mariachi, encabezado por Invernó, interpreta Pero sigo siendo el rey.
De repente, se abren las puertas de la limusina. Descienden tres chicas. Muy atractivas, vestidas con llamativos trajes de noche. Ceñidos, escotados, brillantes.
– ¡Ahí tienes a tus princesas del Vaudevil!
Ellas hacen honor al recibimiento. Giran sobre sí mismas, con estilo de modelos, y luego besan al anfitrión. Al Jefe.
Leda había oído la música. Había reconocido el canto de la poderosa voz de Invernó. Va a sumarse, con curiosidad, a la fiesta. Santiago juega con otros niños. Así que ella va sola. O casi sola. Chelín la sigue a poca distancia. Sabe, porque la conoce, que va a dar la vuelta, airada, cuando vea la limusina y la escena del recibimiento a las jóvenes del club Vaudevil. Y tiene razón Chelín. Porque Leda se gira, furiosa, y apura el paso hacia la escalinata que lleva a la terraza y a una de las entradas de la primera planta. Chelín se aproxima.
– Espera. ¿Dónde vas?
Lo mira como a un extraño. Como alguien que ha perdido el principio de la realidad.
– ¿Y a ti qué te importa? ¡Me voy a vestir de furcia!
– Leda, tú sabes que siempre te he dado suerte.
¿Suerte? Va a seguir adelante. Uno al que le anda el viento por las ramas. Pero lo mira fijamente. Lo reconoce. Hacía tiempo que no sentía tantas ganas de llorar. No llora. Lo acaricia en la cara con la yema de los dedos. Está delgadísimo. La mirada de niño con púas de acero en la barba.
– Eso es verdad, Chelín.
– ¿Recuerdas cuando buscábamos tesoros? Ahora he descubierto algo. He descubierto que sólo hay tesoros debajo del Océano. Es donde los guardan los muertos y los náufragos. Hay que buscarlos allí. Debajo del Océano. Di, por favor, Océano.
Leda lo escucha con extrañeza e inquietud. A este hombre le pasa algo en la azotea. Vuelve a estar mal. Ha vuelto a caer. Ella no es tonta. No hay nada que la desasosiegue más que el mirar de la desolación. Sonríe y él sonríe. Eso funciona. Luego posa una mejilla en la suya. Cóncavo convexo. Eso también funciona. Océano. Luego un beso. Un pico. Echa a correr y sube como un flash la escalinata.
Chelín murmura: «Un poco de saliva. ¡Qué suerte!».
Brinco llama a Chelín. Lleva de la mano a Cora. -Vas a ver la segunda cosa que más me alegra del mundo. ¿Dónde están las estrellas, Chelín?
Si era una broma, no la entendió. La cabeza está en otra parte. ¿Las estrellas? ¡Ah, sí, claro, qué tonto! Corrió a buscar la lanzadera con los fuegos de artificio. ¡Allá van! Un sol, una palmera, y una gran bengala. Esa lenta extinción del resplandor.
Al bajar del cielo, Cora pestañeó. No quería que los ojos llorasen. Pero los ojos iban a lo suyo. Podía fingir con todo, excepto con ellos. Malditos ojos.
– Hacía tiempo que no me regalaban algo tan especial.
Víctor Rumbo entró en el dormitorio. Encontró a Leda, en pijama, sentada ante un espejo. Alisaba el cabello con un cepillo de manera compulsiva.
– ¿Qué pasa, nena? Todo el mundo pregunta por ti. Desapareciste de repente.
– ¡Qué más quisiera, desaparecer! Deberías haberme dicho que ibas a traer el harén de putas a mi propia casa.
– Leda… Sólo son… empleadas, no me jodas. Empleadas de nuestro club.
– ¿Empleadas? ¿Nuestro club? Me das asco cuando hablas así.
– ¿Qué prefieres, que les llame putas y sólo putas? ¡Puta pa aquí, puta pa allá! ¡Están aquí porque quieren! Vete, ábreles la puerta y diles que se vayan. ¡A ver cuántas se van!