– Como los perros. ¡Los perros tampoco se van, eh, Brinco! Pero ¿por quién cono me tomas? Compráis a esas chicas como ganado. ¿Cuánto te costó ésa?
– ¿Ésa? ¿Qué ésa?
– Esa. A la que le falta un dedo en el pie derecho.
El dedo. El puto dedo del pie derecho. ¿Para qué vendría con sandalias? Ya se lo había dicho. No andes así, nena, pareces una esclava, hostia. Parece que fui con un machete, cortando dedos por ahí.
– Yo no corté nada, hostia. Ya venía cortada.
– ¡Ah, claro! Entonces la compraste ya marcada. Me llevo ésta, la amputada. ¡Qué bueno eres, Brinco, me cago en la puta madre que te parió!
– Sí, algo sé de putas…
Estalló, enfurecido. Iba a llevarse una bofetada con los cinco mandamientos. Abrió un cajón de la cómoda, removió bajo la ropa y sacó una de las biblias encuadernadas con funda de piel y con un cierre de cremallera. Sagrada Biblia. La abrió y la arrojó encima de la cama. Al moverse las hojas, se derramaron sobre la colcha billetes de cien dólares.
– Una Biblia por cada una. ¡Echa cuentas!
Leda no podía bajar. Estaba indispuesta. Algo que había comido le sentó mal. Otra vez la cantinela. Sí. Algo que había comido. O bebido. Sí, tiene que cuidarse. Víctor Rumbo fue despidiendo a todos los convidados. Algunos, ebrios. Como Chelín. Estaba pelma, el Chelín.
– Brinco, sabes que siempre, siempre, te he dado suerte.
– Sí, hombre, sí.
– ¡Siempre!
– Siempre. Casi siempre.
Pablo Rocha le preguntó si había invitado a Mariscal. Sí, claro que lo había invitado. ¿Y por qué no había venido el Viejo?
Y entonces él señaló un monte en la noche. Dijo:
– Mira, Pablo. Mariscal estará allí arriba. Viéndolo todo. Feliz y solitario como un lobo.
Capítulo XLI
Llegaron varios recados de Mariscal. Nada del caso Flores. Si el Licenciado no sabe mamarse, que aprenda. Ése era el mensaje. Pero había otro problema. Un verdadero problema. Mariscal quería verlo. Y fue al Ultramar. Se trataba de un asunto que empezaba a oler mal. Pero ¿qué olía mal? El dinero. En relación con el dinero, Víctor Rumbo sabía que el mal olor sólo significaba una cosa. La falta del dinero.
– Ese pago está hecho. O en camino. Me consta.
– ¿Los dos tercios de Milton? No estés tan seguro. ¿Quién era el correo?
Sintió un sudor desconocido en la frente y que las gotas se deslizaban por las cuencas de la nariz. Pensó rápido. No respondió a la última pregunta de Mariscal. Dijo: «Voy a asegurarme».
– Eso está mejor.
Habló con Chelín. Tardó en llamarlo, pero al fin llamó. Había tenido un problema. Había llegado tarde a la cita. El sabía que era en Benavente, pero calculó mal el viaje. Perdió la pista de los mensajeros. Pero Chelín estaba bien. Mantenía el control. Hablaba con seguridad. Ya había arreglado una nueva cita. Ya tenía las coordenadas. Todo estaba resuelto, Brinco. Tranquilo. El pago iba a ser en Madrid. Para compensar la molestia.
Pasó el día siguiente en el Vaudevil. Esperaba una llamada de confirmación por la noche. Eso era lo acordado. Pero quien llamó fue Carburo. Nadie había acudido a la cita de Madrid. Brinco puso en movimiento a Invernó, a Chumbo, a tododiós. Incluso decidió hablar con Grimaldo.
Que localizasen a Chelín. No, no que llamase. Que lo trajesen. Traerlo ya. Por las buenas o por las malas. Agarrado por los huevos. Como fuese.
Pero a Chelín se lo había tragado la tierra. Pasó mucho tiempo. Tres días eran demasiado tiempo. El mundo entero puede perder el sentido en menos de tres días. Y estaba ocurriendo. Llegaban señales cada vez más ruidosas. Retumbos. Y entre los más nerviosos, eso lo fastidió, Óscar Mendoza.
Había bebido de más. Esa noche y las anteriores. A ver si una resaca curaba la otra. Salía del Vaudevil con Cora. Se le había metido en la cabeza una de esas estúpidas ideas maravillosas. Llevarla a un lugar especial.
Bueno. Tampoco había bebido tanto. Iba bien. Sí, estaba mejor. Vamos, nena. Va a ser una noche especial. Cuando se disponía a abrir la puerta del suyo, lo sobresaltó el frenazo de un auto. A su altura. Bajó Invernó y abrió la puerta de atrás. Desde el interior, Chumbo empujó a Chelín.
– Aquí lo tienes -dijo Invernó-. Lo pillamos en Porto. A punto de subir a un avión.
– Avisó un amigo del Pelucas -dijo Chumbo.
– ¿Y tú adonde ibas? -preguntó Brinco a Chelín. Mejor dicho, a la mitad de un hombre llamado Chelín.
– A Grecia.
– ¿A Grecia? ¿Y qué cono ibas tú a pintar a Grecia?
– Siempre quise ir a Grecia, Brinco. Lo sabes bien.
Todo hueso. Desde la última vez que lo vio, había ido perdiendo lascas de cuerpo. Tenía el grosor del esqueleto. Pero lo peor era la cara. Aquella cara con los ojos encovados. Mejor, tranquilizarse.
– A ver, Chelín, ¿dónde está la pasta?
– No hay pasta, Brinco. Me hicieron la jugada del avión. Me la robaron. Pensaba que eran ellos y eran otros. Otro cártel.
– ¿Qué cuento es ése, Chelín? -Me tienes que ayudar, Brinco, vienen a por mí. ¡Me quieren matar!
Víctor le remangó con violencia la camisa del brazo izquierdo.
– Pero, tú… ¡Hostia puta! El padre que te hizo. ¡El cono que te echó al mundo! ¿No lo habíamos dejado, mamón, no lo habíamos dejado?
– ¡No me dejes tirado, Brinco! ¡No me dejes!
Se encendieron algunas luces en la calle. El gemir de las ventanas. Las primeras voces de queja.
– No. No te voy a dejar tirado. La culpa no es tuya. ¡Nos vamos de aquí! Seguidme.
Inverno manipuló los machetes de la caja eléctrica para encender los focos del campo de fútbol. La cancha se iluminó. Chumbo tiró un balón desde la banda. Víctor Rumbo llevaba agarrado por el hombro a Chelín. Sin violencia, pero sin soltarlo. Caminaban hacia el área más próxima. Hacía frío en el gran vacío del campo y Cora quedó rezagada, dándose calor con el propio abrazo. Pero el jefe la llamó. ¡Ven, nena! Y ella obedeció con un andar de funámbulo, los tacones hundiéndose en el césped.
– No me jodas, Brinco. ¿Qué hacemos aquí?
– ¿Qué vamos a hacer? ¡Jugar!
Le dio un empujón para que ocupase la portería. Mientras hablaba, iba colocando la bola en el punto de penalti.
– Ganamos muchos partidos juntos, ¿recuerdas? Eras un portero macanudo. ¡Bah! Un portero decente. Un tipo en el que se podía confiar. ¿A que sí?
En el centro de la meta, Chelín tenía un aire náufrago, desorientado. Pero la propia posición determina la figura del arquero. También el cuerpo del guardameta recuerda lo que fue. Y se recompuso. Un poco.
Brinco tomó distancia para tirar el penalti. De repente, se fijó en Cora.
– Dale tú, nena.
– ¿Yo? ¡Yo no sé!
Cora se quitó los zapatos.
– ¡No me jodas, Brinco! ¡Ella que no tire!
– ¡Dale, muñeca!
Cora corrió descalza y golpeó la pelota con toda su fuerza. Chelín intentó pararla. Una estirada brusca, al límite, que lo dejó lastimado. Se quedó en el suelo, quejándose. Gemía.
Los otros se fueron. Los vio irse desde el suelo. De espaldas a él. Los zapatos de Cora. Se balanceaban, colgados de la mano de la chica. Lo único parecido a un adiós. Intentó levantarse, pero su cuerpo prefirió quedar acostado en la calva del césped. Los ojos ahora cautivados por la primera línea correosa e indiferente de la hierba, en el lugar de terror del guardameta.
– Siempre te di suerte, no me jodas.
Carburo componía un extraño personaje solitario en la noche del salón del Ultramar. Con un mandil de peto blanco, estático como cartón piedra, los brazos cruzados, la expresión enojada, clavado delante del televisor. Delante del mapa de isóbaras. Llamaron a la puerta. Antes le gustaba interpelar al hombre del tiempo. ¿Qué sería del hombre del tiempo? Quizás andaba fugitivo por ahí y era él, el hombre del tiempo, el que venía a pedir fonda.