Volvieron a llamar con los nudillos en el cristal. Un repique de pandero. Carburo apartó la cortina y vio que era Brinco. Con alegre compañía. El que faltaba. Abrió en silencio. Él no le hacía fiestas a nadie.
– ¡Buenas noches, capitán Carburo! Venimos a capear el temporal.
– ¿Qué temporal?
Brinco rió. El permanente enfado de Carburo siempre le hizo gracia. Después de subir las escaleras, en el pasillo, abrazó a Cora por la cintura y por detrás. Avanzaron así, con un ligero balanceo, cubiertos y descubiertos por las cortinas que el vendaval hacía flamear.
– ¡Qué bien, qué bien capeas el viento!
A la vista de la Suite, la expresión de Brinco mudó de súbito. Se tensó. Se endureció. Miró hacia atrás.
– ¡Puto viento! ¿Por qué siempre dejarán las ventanas abiertas?
– ¿Qué miras?
– ¡Es el mar!
Cora parecía conmovida, a la manera de alguien que encuentra la imagen de algo que soñó.
– ¿El mar? ¿No estás harta de ver el mar?
Brinco se acercó a la ventana.
– Además, no se ve nada.
Ella sabía que estaba medio borracho. Empezaba a conocerlo bien. La otra mitad se llenaba a veces de pasión electrizada, y otras veces de una oscuridad malsana. En ese punto escupía las palabras. Pero ella no se inmutaba.
– Sí que se ve. Arde.
– ¿Arde, eh? Muy bien, nena. Sigue ahí.
Y siguió allí. Sentada en la cama. Mirando hechizada por la ventana un mar que se veía y no se veía. Víctor Rumbo entró en el cuarto de aseo y encendió la luz, con la puerta entreabierta. Se miró al espejo. El sudor. Aquel sudor desconocido. Se mojó la cara con agua fría. Otra vez. Volvió a mirarse, con el rostro empapado. Levantó el puño para romperle la cara a aquel que estaba en el espejo. Pero al final, desvió el golpe contra la pared. Respiró sofocado, como después de un largo y penoso combate. La frente apoyada en el espejo. Ese frescor.
Cora se acercó a la puerta. Sin empujar. Sin mirar. Sólo un susurro.
– ¿Pasa algo?
– ¡Nada, no pasa nada!
– ¿Nada?
– Todas las noches rompo un espejo de un puñetazo. Es una costumbre que tengo.
Miró para ella de reojo y ella, experta en el significado de los timbres de voz, no fue capaz esta vez de saber si era testigo o destinataria de la hostilidad. Inquieta, se fue hacia la cama, del lado de la ventana, y comenzó a desvestirse.
Brinco salió del baño y fue hacia el lado contrario de la cama, en la penumbra. Se tumbó vestido, boca arriba.
Todo quedó en un silencio mudo. Cora, en un movimiento que en realidad era defensivo, se acercó a él, desnuda, acurrucándose.
– A ti también te trajo el mar, ¿no es verdad?
– No sé, no sé.
– ¡La llave!
– La tiene él -dijo Carburo con mansedumbre. Con aquella mujer sólo sabía obedecer.
– ¡La otra llave!
Todo el viento amontonado durante años en el pasillo, como hierba prensada en un silo, explotaba. La pesadilla reventaba instantánea en sus ojos y abría de golpe la puerta.
Brinco y Cora estaban tumbados en la cama, ambos desnudos. Al oír el crujir de la cerradura, él metió la mano debajo de la almohada, en busca del arma.
Pero ya vio que era Leda.
Leda que traía algo en las manos. Una de las biblias con funda de piel y cierre de cremallera. Leda que abre la Biblia y sacude las hojas para que desprendan sobre los cuerpos desnudos los dólares que cobijan.
– ¿Qué haces?
– La compro. Es mía. ¡Está libre! -gritó Leda.
Agarró a Cora por el brazo y la hizo ponerse de pie. En medio del escándalo, Cora pudo ver lo que había de mar, la pasta cenicienta, la orla oleosa de la espuma. Por el resto, harapos de niebla vagabunda.
Leda la sujetaba por los hombros. Chillaba. Le hablaba de libertad de una forma violenta. La libertad para ella tenía un sentido equívoco. Siempre la utilizaban como una amenaza. Había pasado fronteras, de muía, con preservativos llenos de billetes dentro de la vagina o de droga dentro del intestino. A punto de reventar. ¿Por qué no intentar comprar a aquel policía? La forma de mirarla. Hizo bien en no intentarlo. Estaba en el ajo. Suerte que se dio cuenta a tiempo del gesto que él hizo, de la conexión axial con él tipo que esperaba al otro lado de las cabinas.
– Estás libre, ¿entiendes? No quiero volver a verte por aquí. Te llevas esa pasta y te largas.
Leda soltó a la joven y desde la puerta gritó a Víctor, que se vestía fingiendo calma. Paciencia. Ya pasaría el temporal.
– Y tú, cabrón, ¡pásate por el campo de fútbol si aún tienes huevos!
Ella ya había desaparecido por el pasillo, desvanecida en las eternas cortinas ondulantes, cuando él tomó conciencia de lo que había oído.
– ¿Qué quieres decir? ¡Leda, espera!
Había vehículos de la policía y sanitarios aparcados en la puerta principal del campo de fútbol, así que se desvió en el cruce de A de Meus y giró a la izquierda, por la costa, hasta el mirador de Corveiro.
Desde allí se podía ver el campo de fútbol. El que en su presidencia había sido bautizado como Stadium el día que se inauguró la tribuna cubierta, con palco de autoridades. Desde la lejanía, parecía una mesa de futbolín, con figuras que se habían desprendido de los hierros y tomaban vida. En realidad, los ojos no querían ver. Agarró los prismáticos, no para acercarse sino para tener algo en medio, entre los ojos y lo otro.
Del travesaño colgaba ahorcado Chelín.
Capítulo XLII
Se detuvieron para desayunar algo en el local de África. Un pequeño bar y tienda que hacía esquina entre la carretera de la costa y la pista que llevaba a la nave frigorífica. Nada más llegar, y antes de servir los cafés, la señora África le hizo un gesto a Brinco para que se acercase a la barra.
– Tienes clientes desde muy temprano. Se metió un jeep por la pista.
– ¿Los dos de siempre? -preguntó él con retranca.
– No. Ni son policías ni son de aquí.
Brinco siempre agradecía esas informaciones sin fallo. Y sabía pagarlas. Invernó conducía el Land Rover y los acompañaba Chumbo, sentado detrás. Cuando llegaron a la curva que deja ver el faro de Cons, y antes de divisar la nave, construida sobre un relleno de la marisma, Brinco mandó parar. Indicó a Chumbo que se bajase.
– Échale una mirada al paisaje.
No hizo ninguna pregunta. Sin más, se metió por un sendero entre matorrales y hacia los peñascos de la colina.
Cuando conducía él, a Brinco le gustaba ir muy despacio para gozar de la visión de la valla publicitaria donde aparecía el emblema de la empresa. Un pez espada cruzado con un narval. Y debajo la alianza de las iniciales B &L Congelados / Frozen Fish. En esta ocasión, Invernó también conducía despacio, pero la atención de Brinco estaba puesta en la explanada de la nave donde no se veía ningún vehículo. Se habrán ido, pensó. La vieja no se daría cuenta.
Víctor descendió del jeep e hizo tintinear las llaves como un cascabel. De repente, dejó el juego y miró a Invernó.
– ¿Y los perros? ¿Por qué no ladran los perros?
Los dejaban sueltos, en el interior de la nave. Pero siempre los recibían con excitación, ladridos y roncos gemidos de alegría tras el portalón metálico. Reconocían de lejos el sonido de los motores de sus coches.
Silbó. Los llamó por su nombre. ¡Sil, Neil! Y ésa fue la señal involuntaria. Se abrió la portezuela lateral y salieron con las armas listas, pistolas con tulipa, dos tipos fornidos. Invernó había tomado una distancia de seguridad. También empuñó su hierro. Pero de la esquina derecha de la nave, de detrás del depósito de gas, salió otro membrudo apuntándole con una recortada.