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Y la dama de los naufragios pendiente de todo. La cegó por un instante la incandescencia del sol sobre el agua. Fue reconstruyendo todo. Lo primero, el niño. La tranquilizó su jovial saludo desde el agua. Llevaba días así. Activado un sentido interior que la mantenía alerta. Armada de inquietud. Escudriñando cada rincón, intentando traducir cada ruido a rumor, a una información.

Un buzo emergió a babor de la barca donde se encontraba Chumbo. Él está de espaldas en ese momento. Cuando se giró, alarmado por el chapuceo, el buzo le disparó un arpón en el pecho.

La realidad es una corteza. Hay un mundo oculto. Y en ese mundo que no está a la vista luchan fuerzas que para ella tienen formas de corrientes, de ángeles submarinos. Durante años, el mar le envió buenas señales. Incluso cuando aquel accidente, cuando la explosión hundió el barco de Lucho Malpica, el padre se salvó. El padre que apenas sabía nadar. La corriente que lo llevó en brazos, después de irse despellejando de roca en roca, al fin lo posó en la playa, allá muy al norte, en la ensenada de Trece.

Leda se levantó agitada. Recorrió el paño de lame del agua, las partículas destellantes, aquel trabajo de platería infinita y efímera que una mano de viento labraba en el mar soleado. En el cuerpo abierto de Leda se abrió paso Nove Lúas. Y Nove Lúas sintió aquello como el lugar del terror. Leda no era capaz de gritar. Corría y podía oír un son averiado y pegajoso. El silbido de su ahogo.

Al fin, Santiago emergió. Levantó las gafas de buceo y sacudió los brazos para saludar a la madre.

– ¿Cuánto tiempo aguantas sin respirar?

– ¿Qué dices?

– ¿Que cuánto tiempo puedes estar sin respirar?

Leda oyó el ruido de un bramar violento. Lo identificó pronto. Se abría paso desde el horizonte palafítico de las plataformas mejilloneras. Era una planeadora y se acercaba a toda máquina a la ensenada del pazo de Romance. Invernó asomó de su escondite de vigilante, en la puerta que abría el muro a la playa. Con su transmisor intentaba hablar con Chumbo, pero éste no respondía. Lo que oía por el aparato era el refunfuño del mar. Lo más extraño es que Chumbo está allí, en la barca. Podía distinguir de lejos su silueta. Estaba de espaldas a él. Estaría escudriñando la naturaleza del sonido perforador que se cernía sobre la ensenada.

Decidió exponerse e ir hacia donde se encontraban Leda y el niño, mientras trataba de establecer la comunicación.

– ¿Chumbo, escuchas Chumbo? ¡Cambio!

Al otro lado, sólo el sonido de una interferencia semejante a un zumbido.

Una mordida de metal muy ardiente le hace añicos el hombro. Otro proyectil para caza mayor le astilla la cabeza.

¿Cómo podía Chumbo matar a Invernó? Incluso para matarlo, le pediría permiso.

Pero allí estaba, disparando desde la barca con el rifle. El cuero de Judas.

En lugar de seguir la fuga, Leda hizo algo sorprendente. Agarró la automática de Invernó, protegió al niño detrás de ella, y apuntó al lugar de la traición. Que viese aquel cerdo de qué madera podrida estaba hecho.

– ¡Chumbo, hijo de puta!

Pero el tirador respondió apuntando con toda parsimonia con el rifle de precisión. Leda fue consciente de que su reacción era absurda y de que no tenía escapatoria. Chumbo era parte del enemigo. El tirador no iba a atacar a la planeadora que ya lo ensordecía todo.

Agarró a Santiago por el brazo y corrieron descalzos en la arena. La arena que tanto la quiso parecía sujetarla ahora por los talones. Cuando el niño cayó de rodillas y ella trató de arrastrarlo, Leda recibió, incrédula, una ayuda desde el mundo oculto.

– ¡Túmbate con él y no te muevas! -gritó Malpica.

Esperaron a que la potente motora maniobrase en la orilla. Traía tres tripulantes. Dos de ellos se dispusieron a saltar, mientras el tercero mantenía el gobierno de la bicha.

– No los quieren matar, los quieren secuestrar -dijo Mará.

Era el momento de disparar. Y de que el mar echase una mano milagrosa. Que multiplicase los retumbes disuasorios. Como a veces hace.

Capítulo XLIII

El doblar de las campanas tenía que abrirse paso en el alboroto de las gaviotas. Un chillar chismoso sobre el camposanto de Santa María de Brétema.

– Éstas andan detrás de la gente, a ojear y largar improperios.

El viejo marinero miró al cielo con desaprobación. Era uno de los pocos que no llevaban corbata, al igual que el Compañero. El último botón de la camisa le apretaba la nuez. Al levantar la cabeza, se tensaron los picos blancos del cuello. Vestían muy parecido, de traje negro y chaleco, pero ésa, la del último botón, era una diferencia. El Compañero llevaba el cuello abierto. También había una gran diferencia en la blancura y en la forma del cabello. A uno le hacía una especie de cresta que terminaba en mata picuda, semejante a una mecha de hilo, sobre la frente. Surcado de arrugas, su vejez parecía, no obstante, más intemporal, de vuelta de otro tiempo. El cabello de su par iba bien peinado, un blanco húmedo, tal vez algo engomado y dispuesto para tapar los claros. Ambos tenían un porte gallardo para la edad. La diferencia decisiva estaba en el andar. La posición de los brazos. Uno de ellos parecía llevar un peso. Un saco. Un cuerpo. El suyo.

– Los cuervos tienen mala fama, Edmundo, pero hay en ellos otro saber estar.

– Por esto de interpretar las aves, me quiso retratar de palabra uno del mismo barco, en Veracruz: «¡Ándele, mi cuate, que tan pajarero!».

Caminaban despacio, a ritmo de bajamar, atentos a las maniobras de los automóviles, muchos de alta cilindrada, en los que llegaba la mayoría de los asistentes a la ceremonia.

– ¡Mira, Compañero! Burro grande, ande o no ande -murmuró Edmundo.

– ¡Andar, andan, carajo si andan!

Cuando llegaron a la cercanía de los nichos, se situaron un poco al margen de donde se reunía la comitiva.

– ¡Este es uno de los lugares más sanos del mundo! Por eso he vuelto -dijo Edmundo-. El nicho estaba pagado. Desde niño, abonando la cuota de El Ocaso.

– Soleado sí que es.

– ¡Y las vistas que tiene!

Edmundo estaba dispuesto a animar al Compañero como fuese. Señaló el cementerio en panorámica y el contraste con las nuevas construcciones urbanas, que tapaban el mar con irregulares y disparatadas alturas: «¡Mira el camposanto, qué skyline!».

Y luego al oído de su compañero:

– A éstos todavía no les tocaba dormir fuera.

– También vivieron lo suyo. A cien por hora.

– ¡O a más!

Los dos ataúdes estaban casi enterrados por las grandes coronas de flores con cintas. Oficiaba el réquiem el párroco, flanqueado por otros dos sacerdotes, revestidos de sobrepelliz y con estola negra.

– Dadles, Señor, el descanso eterno, y la luz perpetua los ilumine… Y nos ilumine también a todos para que nunca más caiga otra maldición como ésta sobre Brétema.

El gentío rodeaba a los sacerdotes en un ambiente de conmoción. Junto con las caras que más encarnaban el duelo, había otras en las que prevalecía una actitud tensa, preventiva. Ocupando el eje de la ceremonia, enfrente del párroco, don Marcelo, se encontraba Mariscal. Con el gigante Carburo, de palo de mesana.

– Como reza el Miserere mei, Deus, el salmo de la penitencia de David: Tened, Señor, compasión de mí, lavadme de todos mis delitos… limpiadme y quedaré blanco como la nieve.

Mientras oficia, procura no mirar a nadie. Es su costumbre. Pero hoy comienza a ser un día extraño para él. Están llegando signos de una guerra que él quiso ignorar. Por un instante repara en Santiago, el chaval del parche, que está mirando con su único ojo. Un ojo panóptico. Un ojo que todo lo ve. Que todo lo graba. Y él puede ver cómo la madre, Leda, ensortija despacio el pelo del chiquillo. A su lado está Sira. Desde el episodio de la playa de Romance, que se consideró un intento de secuestro, el niño y la madre viven en la fortaleza del Ultramar.