– Hola -insufló en su voz lo que confiaba fuera la combinación justa de sinceridad y simpatía-. Espero que pueda ayudarme.
La mujer le devolvió la sonrisa.
– Lo intentaré -tenía la voz rasposa de una fumadora empedernida.
– Estoy buscando a un pintor que vive por aquí. Pogo.
La expresión de la mujer se alteró de un modo que sugería que aquel sujeto y ella no se tenían aprecio.
Stacy le mostró la tarjeta.
– Le compré esta postal el año pasado y quisiera comprarle algunas más. Le he llamado por teléfono, pero la línea estaba fuera de servicio.
– Seguramente se la habrán cortado.
– ¿Qué pasa, Edith? -preguntó el hombre.
Stacy lo miró por encima del hombro.
– Esta señora busca a Pogo. Quiere comprarle unos dibujos.
– ¿Va a pagarle en metálico?-preguntó él.
– Claro -respondió Stacy-. Si le encuentro, por supuesto.
El hombre miró a su mujer inclinando la cabeza. Ella garabateó la dirección al dorso de un tique de la caja.
– Es en el portal de al lado -dijo-. Cuarto piso.
Stacy le dio las gracias y regresó con Spencer. Él miró su reloj.
– Cuatro minutos y medio. ¿Tienes la dirección?
Ella le enseñó el trozo de papel.
Spencer lo comparó con el que le había dado la chica de la galería de arte y asintió con la cabeza.
– Yo habría elegido el bar. “De poco fiar” y “borracho” son dos conceptos que suelen ir de la mano.
– Sí, pero todo el mundo tiene que comer. Además, los camareros son más desconfiados. Va con el oficio.
– El café lo pago yo. Espera aquí. Voy a ver a ese tipo.
– ¿Cómo dices? Yo creo que no.
– Esto es un asunto policial, Stacy. Ha sido divertido, pero…
– Pero nada. No vas a entrar ahí sin mí.
– Sí, voy a hacerlo.
Echó a andar hacia el edificio de viviendas. Stacy fue tras él y lo detuvo agarrándolo del brazo.
– Eso son chorradas y tú lo sabes.
Él inclinó la cabeza.
– Puede ser. Pero mi jefa me arrancaría la piel a tiras si interrogara a un sospechoso en presencia de un civil.
– Le vas a asustar. Yo puedo seguir con la farsa, hacerme pasar por una compradora de arte. Conmigo hablará.
– En cuanto vea la tarjeta se dará cuenta de que es una trampa. No pienso ponerte en peligro.
– Estás dando por sentado que es culpable de algo. Puede que le encargaran los dibujos y que no sepa para qué eran.
– Olvídalo, Killian, ¿No tienes clase o algo así?
– Eres el ser más irritante y cabezota con el que he tenido la desgracia de…
Sus palabras se apagaron al darse cuenta de que se había formado un pequeño revuelo ante el colmado.
Vio al hombre de dentro. Estaba junto a un individuo con barba y pelo largo y señalaba hacia ella.
No, pensó. No hacia ella. A ella. Pogo.
Aquel hombre miró a Spencer. Stacy percibió el instante preciso en que se daba cuenta de que eran de la policía.
– Rápido, Spencer…
Demasiado tarde. El dibujante echó a correr en dirección contraria. Spencer lanzó una maldición y salió tras él, seguido de Stacy.
Estaba claro que Pogo conocía bien el barrio. Corría por calles laterales y atajaba por callejones. Además, era veloz. Un tipo bajito, delgado y fibroso. En cuestión de minutos Stacy los perdió de vista a ambos.
Se detuvo, jadeando, y pensó que no estaba en forma. Se dobló por la cintura y apoyó las manos en las rodillas. Maldición. Tenía que ponerse a hacer ejercicio.
Cuando recuperó el aliento, regresó al colmado. Vio que, en algún momento durante la persecución, Spencer había pedido refuerzos. Frente al edificio del dibujante había dos coches de la policía aparcados en doble fila. Uno de los agentes estaba interrogando al tendero y su mujer. A los demás no se los veía por ninguna parte.
Sin duda estaban peinando la zona en busca de Pogo. Interrogando a los vecinos del artista.
Stacy se ocultó tras un expositor de postales, frente a una tienda de souvenirs. No quería que el tendero la viera y le mandara al policía. A Spencer no le haría ninguna gracia que su participación en aquel incidente apareciera en un atestado policial.
Tony detuvo su coche, aparcó en un vado y salió. A Stacy se le ocurrió llamarlo, pero enseguida descartó la idea. Dejaría que Malone llevara la voz cantante.
Spencer regresó. Iba sudando. Y parecía enfadado.
Pogo se había escapado.
Maldición.
Él se acercó a Tony. Cruzaron unas palabras y luego Spencer se giró y escudriñó la zona. Buscándola a ella, supuso Stacy. Salió de detrás del expositor. Spencer la vio. Ella le indicó por señas que la llamara, dio media vuelta y se alejó de allí.
Capítulo 25
Jueves, 10 de marzo de 2005
2:00 p.m.
Consiguieron una orden de registro menos de una hora después. Spencer se la entregó al casero, que a su vez abrió la puerta del apartamento del dibujante.
– Gracias -le dijo Spencer-. Quédese por aquí, ¿de acuerdo?
– Claro -el hombre cambió el peso del cuerpo de un pie al otro-. ¿En qué lío se ha metido Walter?
– ¿Walter?
– Walter Pogolapoulos. Todo el mundo lo llama Pogo.
Era raro. Pero parecía lógico.
– Bueno, ¿qué ha hecho?
– Lo siento, no podemos hablar sobre una investigación en marcha.
– Claro. Lo entiendo -asintió vigorosamente con la cabeza-. Estaré aquí al lado si necesitan algo.
Entraron en el apartamento. Tony sonrió a Spencer.
– Conque una investigación en marcha, ¿eh? Creía que el tío iba a mearse en los pantalones.
– Todo el mundo tiene que tener un hobby.
– Buen trabajo, por cierto -dijo Tony.
– ¿No te has enterado? Se me escapó.
– Ya volverá.
Más le valía. Ya le habrían atrapado, si él hubiera estado arriba, esperándole, cuando llegara a casa, y no delante del edificio, jugueteando con Stacy y discutiendo como un novato en vez de cumplir con su trabajo.
– ¿La que he visto abajo era Killian?
– No quiero ni oír ese nombre.
Tony se inclinó hacia él.
– Killian -susurró tres veces, y se echó a reír.
Spencer fingió zarandearlo y volvió luego a la tarea que tenían entre manos. El de Pogo era un típico apartamento de la parte vieja de Nueva Orleans. Techos de cinco metros, ventanas con cristales originales, molduras de ciprés de las que ya no se usaban en la construcción, ni siquiera en las casas de los ricos.
Paredes y techos de escayola resquebrajados. Pintura descascarillada y seguramente cargada de plomo. Sanitarios y muebles de cocina de los años cincuenta, sin duda de la última reforma que había sufrido el edificio. El olor mohoso de las paredes húmedas; el sonido de las cucarachas correteando por dentro de las paredes.
El cuarto de estar olía a trementina. Y estaba, cómo no, lleno de cuadros. Había dibujos y lienzos en diversos estadios de acabado colgados o clavados a las paredes, sobre las mesas y apoyados en los rincones. El apartamento parecía repleto de materiales de dibujo. Pinceles y pinturas. Lápices, carboncillos y pasteles. Y también otros utensilios cuyos nombres desconocía Spencer.
Qué interesante, pensó mientras recorría de nuevo la habitación con la mirada. No había fotos de familia ni curiosidades, ningún indicio de vida fuera de sí mismo y de su arte.
Un solitario.
– Aquí, Niño Bonito -dijo Tony.
Spencer se acercó a su compañero, que se había detenido junto a una mesa de dibujo que había en un rincón. Extendidas sobre ella había media docena de macabras ilustraciones de Alicia en el País de las Maravillas en diversos estadios de ejecución. La más acabada mostraba a los naipes, el Cinco y el Siete de Espadas, partidos por la mitad. En otra aparecía la Liebre de Marzo tumbada sobre una mesa. De su cabeza manaba la sangre, formando un charco sobre la mesa.