Spencer miró a Tony.
– Dios bendito.
– Parece que hemos dado en el clavo, amigo mío.
Spencer agarró un pañuelo de papel y lo utilizó para pasar los dibujos sin contaminarlos. La Reina de Corazones, empalada en una estaca. El Gato de Cheshire con la cabeza ensangrentada flotando por encima del cuerpo. Y, finalmente, Alicia colgada del cuello, con la cara hinchada y amoratada. Al final había unos bocetos de las tarjetas que había recibido Leo.
– Si no es nuestro hombre -dijo Tony-, desde luego sabe quién es.
Y él debería haberlo atrapado. Lo había echado todo a perder.
– Quiero saberlo todo sobre Walter Pogolapoulos lo antes posible -Spencer le hizo señas a uno de los agentes uniformados-. Llame a los técnicos -dijo-. Quiero que registren minuciosamente el apartamento. Quiero acceso a sus cuentas bancarias y a la lista de sus llamadas telefónicas. Del móvil también. Quiero saber con quién ha hablado últimamente. Interroguen a los vecinos. Tenemos que averiguar quiénes son sus amigos y qué lugares frecuenta.
– ¿Quieres que radie un aviso de búsqueda? -preguntó Tony.
– Desde luego que sí. El señor Pogo no va a escapárseme otra vez entre los dedos.
Capítulo 26
Jueves, 10 de marzo de 2005
5:40 p m.
Stacy detuvo el coche delante de su apartamento. Al salir del Barrio Francés, se había ido a toda prisa a la universidad. Había llegado a clase, aunque tarde y sin prepararse. El profesor se había molestado por lo primero y había montado en cólera por lo segundo.
Le había afeado la conducta delante de toda la clase y luego otra vez en su despacho. Allí esperaban mejores cosas de sus alumnos, le había dicho. Sería mejor que se fuera organizando.
Stacy no había intentado excusarse. No había sacado a relucir la muerte de Cassie, ni el hecho de que fuera ella quien había descubierto el cadáver. A decir verdad, ella también esperaba mejores cosas de sí misma.
Apagó el motor y salió del coche, consciente de que estaba intelectual y emocionalmente agotada. Quizá debiera dejar correr todo aquel asunto. Decirle a Leo que estaba harta; que la policía se había hecho oficialmente cargo del caso. Malone había demostrado ser más capaz de lo que ella creía. Qué demonios, incluso había dado con Pogo antes que ella.
Pero ¿y en cuanto a descubrir al asesino de Cassie? No podía desentenderse de aquel asunto hasta que estuviera segura de que Malone iba por el buen camino.
Un movimiento en el porche llamó su atención. Vio que era Alicia Noble. La muchacha estaba sentada en el umbral de su puerta.
Aquello era cada vez más curioso.
– Hola, Alicia.
La chica se levantó con los brazos cruzados sobre la tripa, como si quisiera protegerse de algo.
– Hola.
Stacy llegó ante los escalones. Sonrió a la muchacha.
– ¿Qué pasa?
– Estaba esperándote.
– Eso ya lo veo. Espero que no lleves mucho aquí.
– Un par de horas -levantó la barbilla-. No mucho.
– Anda, vamos. Estos libros pesan lo suyo -subió los tres escalones del porche, se acercó a la puerta y dejó caer su mochila-. ¿Quieres beber algo?
– Quiero que me digas la verdad.
– La verdad -repitió Stacy-. ¿Sobre qué?
– No estás ayudando a mi padre a escribir un libro.
Stacy no podía mentirle. Le sabía mal. Y Alicia Noble era demasiado mayor y demasiado lista como para ofrecerle explicaciones banales.
– Anoche estuviste en casa. Muy tarde. Con un par de tipos. Policías, supongo.
– Es con tus padres con quien tienes que hablar de esto. No conmigo.
Ella pareció disgustada.
– ¿Están metidos en algún lío? ¿Corren peligro? -al ver que Stacy no contestaba, cerró los puños-. ¿Por qué no me dices qué está pasando?
Stacy extendió una mano.
– No me corresponde a mí hacerlo, Alicia. No soy tu madre. Habla con tus padres. Por favor.
– ¡Tú no lo entiendes! Ellos no me lo dirán -su tono se volvió adulto… y amargo-. Me tratan como una niña. Como si tuviera seis años en lugar de dieciséis. Ya puedo conducir un coche, pero ellos tienen miedo, no confían en que pueda desenvolverme en el mundo real.
– No se trata de una cuestión de confianza -dijo Stacy suavemente.
– Claro que sí -Alicia la miró fijamente a los ojos-. Ha muerto alguien, ¿verdad?
Stacy se quedó paralizada.
– ¿Por qué dices eso?
– Es la única razón por la que la gente llama en plena noche, ¿no? Las malas noticias no pueden esperar -Alicia agarró su mano y se la apretó con una fuerza que sorprendió a Stacy-. Si esos hombres eran de la policía, ¿qué significa su visita? ¿Ha habido un asesinato? ¿Un secuestro? ¿Y qué tiene que ver con mi familia?
– Alicia -dijo Stacy con calma-, ¿estuviste escuchando nuestra conversación anoche?
Ella no contestó. Su silencio convenció a Stacy de que, en efecto, había oído lo suficiente para sentirse aterrorizada.
– Por favor, dímelo -musitó la chica-. Mis padres no tienen por qué enterarse.
Stacy vaciló. Por un lado, Alicia era una adolescente, demasiado mayor para mantenerla en la ignorancia como a una niña pequeña. Y era, ciertamente, demasiado inteligente. Parecía más que capaz de enfrentarse a aquello. En opinión de Stacy, debían ponerla al corriente por su propio bien. El monstruo que se conoce es menos pavoroso que el que se desconoce.
Pero, por otro lado, Stacy no era su madre. Ni nada suyo, a decir verdad.
– ¿Has venido en coche? -le preguntó.
– Andando -la boca de la chica se torció en una mueca agria-. Recuerda que tengo mi propio coche, pero tengo que pedir permiso para usarlo. Y para que me den permiso hace falta casi un milagro.
– Mira, estoy de tu parte en esto. Pero no tengo derecho a decirte nada. No quiero ir en contra de la voluntad de tus padres.
– Lo que tú digas.
Dio media vuelta para marcharse; Stacy la agarró del brazo.
– Espera. Te llevo a casa. Si está tu padre, hablaré con él e intentaré convencerle para que te lo cuente. ¿De acuerdo?
– Para lo que va a servir…
Stacy dejó la mochila en casa y luego se acercaron las dos a su coche. Montaron, se abrocharon los cinturones de seguridad y Stacy arrancó. Avanzaron en silencio, la muchacha hundida en su asiento, como la efigie misma de la infelicidad adolescente.
Stacy aparcó delante de la mansión; salieron ambas. Alicia no esperó a Stacy, sencillamente echó a correr hacia la casa y desapareció más allá de la puerta mientras Stacy llegaba al porche.
Stacy siguió a la muchacha al interior de la casa. Leo estaba al pie de la escalera, mirando hacia arriba. En el primer piso se cerró con estrépito una puerta.
Leo miró a Stacy con perplejidad.
– Creía que estaba arriba.
– Estaba en mi apartamento.
Él levantó las cejas.
– ¿En tu apartamento? No entiendo.
– ¿Podemos hablar?
– Claro.
La condujo a su despacho, cerró la puerta y esperó.
– Cuando llegué a casa, me encontré a Alicia en el umbral. Dijo que llevaba allí un par de horas.
– ¿Un par de horas? Cielo santo, pero ¿por qué…?
– Está asustada, Leo. Sabe que está pasando algo. Que no soy tu asesora técnica. Quería que le dijera la verdad.
– No le habrás dicho nada, ¿no?
– Claro que no. Es tu hija, y tú me pediste que no le contara nada.
– No quiero asustarla.
– Ya está asustada. Vio a Malone y a Sciame aquí ayer. Y oyó al menos parte de lo que hablamos.
Leo palideció.
– Debería haber estado durmiendo. En la casa de invitados.
– Pues no lo estaba. Adivinó que eran de la policía. Incluso sospecha que ha habido un asesinato.