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– Pero ¿cómo es posible? -Leo se apartó de la mesa con el rostro crispado por la preocupación.

Stacy levantó los hombros.

– Es una chica muy lista, ató cabos. Como ella misma me dijo, la gente sólo llama en plena noche cuando alguien ha muerto.

Una sonrisa reticente levantó las comisuras de la boca de Leo.

– Nunca deja de asombrarme.

– Teme que Kay y tú estéis en peligro. Tenéis que tranquilizarla. Tiene dieciséis años, Leo. Intenta recordar cómo eras tú a esa edad.

Él se pasó una mano por la cara.

– Tú no conoces a Alicia. Es muy nerviosa. Los superdotados suelen serlo. Necesita que la guíen mucho más que otros chicos de su edad.

– Su padre eres tú, por supuesto. Pero, según mi experiencia, lo que se conoce nos asusta mucho menos que lo que ignoramos.

Él se quedó callado un momento y luego asintió con la cabeza.

– Hablaré con Kay.

– Bien -ella miró su reloj-. Estoy rendida. Si no te importa, me voy a casa.

– Adelante -la detuvo cuando había llegado a la puerta-. Stacy… -ella lo miró interrogativamente-. Gracias.

Su expresión de gratitud la hizo sonreír. Salió del despacho. Al atravesar el vestíbulo, vio a Alicia rondando por el rellano de la escalera. Sus ojos se encontraron, pero antes de que Stacy pudiera decirle adiós, Kay apareció tras la muchacha.

Estaba claro que no había visto a Stacy. Y, a juzgar por la rapidez con que se volvió Alicia, Stacy tuvo la sensación de que no quería que la viera. Stacy dudó un momento y luego abandonó la mansión.

Unos minutos después estaba de camino a casa. Tenía hambre y se paró en el Taco Bell a comprar un plato de enchilada. Mientras esperaba que le sirvieran la comida, pensó en Spencer y se preguntó si habría encontrado a Pogo. Miró su móvil para comprobar que estaba encendido y que no tenía ninguna llamada perdida.

Aparcó delante de su casa, apagó el motor y entró. Dejó en la cocina la bolsa de la comida, miró el visor del contestador para ver si tenía mensajes (no había ninguno) y se acercó al cuarto de baño.

Decidió ponerse el pijama. Se daría una larga ducha caliente, se pondría el pijama y cenaría delante del televisor. Si a las diez Spencer no la había llamado, lo llamaría ella.

Metió el brazo en la ducha para abrir el grifo de agua caliente. Mientras el agua se calentaba, se desvistió. Empezó a salir vaho por detrás de la cortina y la apartó un poco para abrir el agua fría. Frunció el ceño. Un hilillo rosado se mezclaba con el agua clara que se iba por el desagüe formando un remolino.

Retiró la cortina. Un gemido escapó de su garganta. En parte de sorpresa. En parte de horror.

Una cabeza de gato. Suspendida del techo, sobre la bañera, con sedal de nailon. Era un gato rayado. Su boca se estiraba en una extraña mueca.

Parecía sonreírle.

Stacy se apartó, intentando calmarse. Respiró profundamente por la nariz. “Toma distancia, Killian. Es la escena de un crimen. Como las docenas, los cientos en las que has trabajado”.

Haz tu trabajo.

Descolgó su bata del perchero de detrás de la puerta, se la puso y sacó su pistola de la mesilla de noche. Comenzó a registrar sistemáticamente el apartamento empezando por el dormitorio.

En la cocina descubrió cómo había entrado el culpable: había roto uno de los paneles de cristal de la puerta, había metido la mano y descorrido el cerrojo. Parecía haberse cortado al hacerlo, un error chapucero.

Pero una suerte para el equipo de criminalística.

El resto del registro no reveló nada inesperado. No parecía faltar nada, ni había desorden alguno. Ni rastro del resto del pobre gato. Estaba claro que quien había hecho aquello pretendía asustarla.

Regresó al cuarto de baño. Tragó saliva con esfuerzo y observó la cabeza, la forma en que había sido suspendida del techo. Nada complicado, pero hacía falta un poco de ingenio y de habilidad. Levantó la mirada. Una alcayata clavada en el techo. Hilo de sedal de nailon atado a la alcayata y a la cabeza del gato.

Stacy recorrió con la mirada los hilos; había dos, cada uno de ellos acabado en un anzuelo, clavado a su vez en una de las orejas del animal.

Bajó los ojos al fondo de la bañera. En el suelo, justo debajo de la cabeza del gato, había pegada una bolsa de plástico. De las que se abrían y cerraban y se usaban para guardar la comida.

Vio que había algo en la bolsa. Una nota. O un sobre del tamaño de una tarjeta postal.

Se quedó mirando la bolsa ensangrentada mientras sentía el martilleo de su propio pulso en las sienes. Se obligó a respirar. A pensar con claridad.

“Déjalo. Llama a Spencer”.

Mientras aquella idea cruzaba su cabeza, dio media vuelta y se dirigió a la cocina. Al fregadero y los guantes de goma que guardaba debajo. Se inclinó, sacó el paquete y extrajo un par.

Se los puso y regresó al cuarto de baño. Agachándose, despegó cuidadosamente la bolsa, la abrió y sacó la tarjeta.

Decía sencillamente: Bienvenida al juego.

Iba firmada por el Conejo Blanco.

Capítulo 27

Jueves, 10 de marzo de 2005

8:15 p.m.

Spencer cruzó a toda velocidad Metairie Road, City Park Avenue y el cruce de la I-10 y tomó el desvío de City Park. La luz roja de la sirena rebotaba enloquecida contra las paredes del paso subterráneo. La primera llamada de Stacy había llegado mientras Tony y él estaban en el despacho de la comisaria O'Shay. La segunda, cuando iba de camino a casa. Había dado media vuelta y regresado de inmediato al centro de la ciudad, antes incluso de que acabara la llamada.

Agarraba con fuerza el volante mientras sorteaba los vehículos que no se apartaban de su camino a tiempo. Stacy no había dicho gran cosa aparte de “Ven cuanto antes”. Pero Spencer había percibido la crispación de su voz (un asomo de temblor), y había reaccionado sin hacer preguntas.

Había resuelto acudir solo al aviso. Ver qué había pasado y qué hacía falta. Sabía por experiencia que interponerse entre el Gordinflón y su cena no resultaba una experiencia agradable.

Llegó al edificio de Stacy. Ella estaba sentada en el escalón del porche, esperando. Spencer aparcó en el vado de la boca de riego, salió del vehículo y echó a andar hacia ella.

Al acercarse, vio que tenía la Glock sobre las rodillas.

Se detuvo ante ella. Stacy levantó la cara.

– Siento haberte llamado así. Recuerdo cómo era.

– No importa -escudriñó su semblante con preocupación-. ¿Te encuentras bien?

Ella asintió con la cabeza y se levantó.

– ¿Va a venir Tony?

– No. He pensado que era mejor dejarle cenar en paz. El Gordinflón se pone hecho una fiera si no le dejas comer tranquilo. ¿Qué ha pasado?

Ella se acercó a la puerta y la abrió.

– Puedes verlo tú mismo.

A su voz le faltaba inflexión. Spencer ignoraba si se debía a la impresión o al esfuerzo de mantener a raya sus emociones.

Entró tras ella. Stacy lo condujo al cuarto de baño, situado al fondo de la casa.

Él vio enseguida el animal. Se paró en seco. No había duda de lo que tenía ante sus ojos.

El Gato de Cheshire, su cabeza sanguinolenta flotando sobre su cuerpo.

El dibujo de Pogo hecho realidad.

– ¿Cómo entró? -preguntó, y su voz le sonó ronca incluso a él.

– Por la puerta de la cocina. Rompió uno de los cristales de la puerta, metió la mano y descorrió el cerrojo. Se cortó. Hay un poco de sangre.

– ¿Has tocado algo?

– Sólo eso -señaló la bolsa de plástico ensangrentada y la tarjeta que había en el suelo.

Junto a ambas cosas había un par de guantes amarillos de plástico, de los que Spencer había visto usar a su madre para fregar los platos.

Como si le leyera el pensamiento, Stacy dijo:

– Para no contaminar nada. Por si te preocupa, eran nuevos.