– No me preocupaba.
Ella frunció el ceño, pensativa.
– Estaba calentando el agua para darme una ducha. Metí la mano sin mirar. Puede que el agua se haya llevado alguna prueba.
Spencer miró a un lado y a otro. Vio el pantalón tobillero de color caqui y el jersey blanco de manga corta que ella se había puesto esa tarde. Había también un sujetador de encaje de un delicado color violeta.
Apartó la mirada rápidamente, sintiéndose como un mirón.
– Perdona -masculló ella, y recogió apresuradamente la ropa-. Estaba aturdida. Me puse una bata y…
Sus palabras se apagaron. Spencer movió la cabeza.
– No hace falta que te disculpes. Estás en tu casa, no debería haber mirado.
Ella se echó a reír de repente. Una risa perfectamente modulada y contagiosa.
– Eres detective. Me parece que en eso consiste tu trabajo.
Aquello disipó la tensión. Spencer se echó a reír.
– Tienes razón. Intentaré recordarlo.
Se puso un par de guantes, se acercó a la tarjeta y la recogió. El mensaje era tan sencillo como escalofriante.
Bienvenida al juego.
Iba firmado por el Conejo Blanco.
Spencer miró a Stacy. Ella le sostuvo la mirada sin vacilar. Fijamente.
– He hecho demasiadas preguntas -dijo-. Le he tocado las narices a alguien. Ahora estoy metida en el juego.
Spencer deseó poder tranquilizarla. Pero no podía.
– El Gato de Cheshire -prosiguió ella-. Un personaje con largas garras y montones de dientes. En la novela, la reina intenta decapitarlo, pero el gato desaparece antes de que pueda hacerlo -comprimió los labios un momento como si intentara ganar tiempo para dominarse-. Éste no tuvo tanta suerte.
– El gato aparece y desaparece a lo largo de la novela -dijo Spencer, pensando en las Notas de Cliff que había leído la noche anterior-. Otro indicio más de un mundo en el que la realidad ha quedado distorsionada.
– ¿Soy yo el gato? -preguntó ella-. ¿Es eso lo que significa? ¿Que soy el gato y que ese sujeto piensa matarme así?
Spencer frunció el ceño.
– Tú no vas a morir, Stacy.
– Eso no puedes asegurarlo -juntó las cejas-. No puedes decirme que no voy a morir. Es la naturaleza de la bestia.
La bestia.
El hombre con voluntad de matar.
Spencer se acercó a la bañera, examinó la cabeza del animal y a continuación salió y registró por entero el apartamento. Se tomó su tiempo, haciendo anotaciones mientras avanzaba. Tras dejar la ropa en el cesto de la colada, Stacy lo siguió en silencio. Dejándole espacio, permitiendo que llegara a sus propias conclusiones.
Spencer miró su reloj. Tony ya se habría saciado. Tenía que avisar al equipo de recogida de pruebas. A los expertos en dactiloscópia. Si tenían suerte, aquel malnacido habría dejado una huella dactilar que acompañara la sangre de la ventana rota.
– Adelante -dijo ella-. Llama -sonrió ligeramente al ver su cara-. No sé leer el pensamiento, por desgracia. Es sólo el siguiente paso del proceso.
Spencer abrió su móvil y marcó primero el número de Tony. Mientras hablaba con su compañero, que no parecía muy contento, se dio cuenta de que Stacy recogía una chaqueta y salía al porche delantero.
Acabó de hacer sus llamadas y la siguió fuera. Ella estaba de pie al borde del porche, junto a los peldaños. Parecía helada. Spencer levantó la mirada hacia el cielo oscuro y sin nubes y pensó que la temperatura había caído por debajo de veinte grados. Se arrebujó en su chaqueta y se acercó a ella.
– Vienen de camino -dijo.
– Estupendo.
– ¿Estás bien? -preguntó por segunda vez esa noche.
Ella se frotó los brazos.
– Tengo frío.
Spencer sospechó que su frío no se debía a la temperatura. Deseó poder estrecharla contra su pecho, reconfortarla y darle calor.
Pero no cruzaría esa línea.
Aunque pudiera, ella no se lo permitiría.
– Tenemos que hablar. Enseguida. Antes de que lleguen los demás.
Ella se volvió. Lo miró a los ojos inquisitivamente.
– Es Pogo -dijo él-. Encontramos los bocetos de las tarjetas que recibió Leo. Y de otras.
La mirada de Stacy se aguzó, llena de interés. Se tornó intensa. Spencer casi podía seguir los movimientos de su intelecto digiriendo datos, catalogándolos, poniéndolos en orden.
– Háblame de esas otras -dijo ella.
– La Liebre de Marzo. Los dos naipes, el Cinco y el Siete de Espadas. La Reina de Corazones y Alicia. Todos muertos. Unas muertes espantosas.
– ¿Y el Gato de Cheshire? ¿Estaba allí?
Spencer se quedó callado un momento y luego asintió con la cabeza.
– Decapitado, la cabeza flotando sobre el cuerpo.
Ella frunció los labios.
– Si el asesinato de Rosie Allen es el primero de una serie, entonces las personas que representan las cartas serán las víctimas.
– Sí.
– Incluyéndome a mí.
– Eso no lo sabemos, Stacy. Leo recibió las primeras tarjetas, y sin embargo no era el blanco del asesino.
Ella estuvo de acuerdo, aunque no parecía muy convencida.
Llegó el equipo. Tony primero. La furgoneta de criminalística inmediatamente después. Spencer echó a andar hacia su compañero. Stacy lo detuvo agarrándolo del brazo.
– ¿Por qué me lo has contado?
– Ahora estás metida en el juego, Stacy. Tenías que saberlo.
Capítulo 28
Jueves, 10 de marzo de 2005
11:30 p.m.
Stacy inspeccionó su apartamento habitación por habitación. Los técnicos habían acabado hacía un momento. Spencer se había ido tras ellos. No le había dicho adiós.
Ella tragó saliva. Sabía qué podía esperar, por supuesto. El polvillo negro dejado por los técnicos encargados de buscar huellas dactilares, el suelo recién aspirado para recoger cualquier evidencia material, la sensación general de caos.
Pero no esperaba sentirse así. Desnuda. Violentada. De nuevo se hallaba al otro lado. Y, de nuevo, aquella sensación la desagradaba.
Llegó a la puerta del cuarto de baño. Vio que se habían llevado la cortina de la ducha, y cruzó los brazos sobre la cintura. Había algo en aquella bañera desnuda que la golpeó como un mazazo. Sabía el aspecto que presentaba el fondo de la bañera. Manchado de rojo, el color cada vez más oscuro a medida que avanzaba el proceso de desoxidación.
La policía recogía las pruebas de un crimen.
No limpiaba después.
Se acercó a la bañera, ajustó la cabeza de la ducha y abrió el grifo. El chorro de agua se mezcló con la sangre, tiñéndose de rosa.
Llevándosela.
Stacy contempló el remolino del desagüe.
– Lo siento, Stacy.
Ella miró hacia atrás. Spencer no se había ido. Estaba en la puerta, mirándola fijamente.
– ¿El qué?
– Todo este lío. Que sea tan tarde. Que media docena de extraños haya revuelto tu casa. Que un chiflado haya entrado y te haya dejado ese asqueroso regalo.
– Nada de eso es culpa tuya.
– Aun así lo siento.
Stacy sintió el escozor de las lágrimas y se volvió rápidamente hacia la bañera. Cerró la ducha y secó luego el agua que había caído al suelo. Miró a Spencer por encima del hombro. Él no se había movido.
– Puedes irte -le dijo-. Estoy bien.
– ¿No puedes quedarte esta noche con algún amigo?
– No es necesario.
– La puerta…
– Clavaré un tablón encima. Servirá por esta noche -sonrió agriamente al percibir su preocupación-. Además, tengo a mi viejo amigo el señor Glock para defenderme.
– ¿Siempre has sido tan borde, Killian?
– Pues sí -escurrió la toalla y la puso sobre el borde de la bañera-. Era muy popular en la policía de Texas. Killian la rompepelotas, me llamaban.
El no se rió de su intento de hacer una broma. Stacy soltó un bufido de exasperación.