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– No va a volver, Malone. Puede que piense matarme, pero no esta noche.

– Y eres infalible, ¿no?

– No, pero estoy empezando a entender cómo funciona la mente de ese tipo. Esto es un juego. Acaba de introducirme en una batalla de ingenio. En una lucha de voluntades. Un gato y un ratón. Si hubiera querido matarme rápidamente, lo habría hecho.

– Si no quieres irte, me quedo yo.

– No, no te quedas.

– Sí me quedo.

Stacy se sentía en parte conmovida por su preocupación. Aquello la reconfortaba. Pero esa sensación le recordaba a Mac. Su compañero y amigo. Su amante.

Un mentiroso. Un traidor.

Le había roto el corazón. Y algo peor.

El modo en que la había hecho daño.

Se acorazó contra aquel recuerdo y se acercó a Spencer. Lo miró a los ojos.

– ¿Qué crees, que voy a derrumbarme y que necesitaré un hombre que me consuele? ¿Crees que vas a tener esa suerte? -levantó la barbilla-. Voy a ahorrarte la decepción, Malone. No te hagas ilusiones.

Mientras pasaba a su lado él la detuvo agarrándola del brazo.

– Buen intento. Pero me quedo -ella abrió la boca para protestar, pero Spencer la atajó-. Me vale con el sofá. No quiero sexo, ni lo espero, ni, francamente, lo deseo.

Las mejillas de Stacy se cubrieron de rubor. Sabía que él lo notaría.

– No puedo obligarte a que dejes que me quede, pero dormir en el coche es condenadamente incómodo, así que te suplico que te apiades de mí. ¿Qué me dices, Killian?

Ella cruzó los brazos sobre el pecho. Sabía que Spencer cumpliría su promesa. Era incluso más testarudo que ella. Ella también había cumplido labores de vigilancia, y pasar la noche en un coche estaba a la misma altura que darse una ducha helada o pisar una mierda con los pies descalzos.

– Está bien -dijo-. Voy a enseñarte el cuarto de invitados.

Sacó una manta, un cepillo de dientes nuevo y un tubo de dentífrico de tamaño viaje.

– Vaya, hasta cepillo de dientes -dijo él cuando le dio las cosas-. Me siento abrumado.

– No quiero que me lo dejes todo hecho un asco.

– Eres toda corazón.

– Sólo para que lo sepas, voy a echar el cerrojo de mi habitación.

Él se quitó la sobaquera y comenzó a desabrocharse la camisa.

– Como quieras, cariño. Espero que tú y el señor Glock paséis una buena noche.

– Engreído -masculló ella-. Cabezota, testarudo, sabeloto…

Se mordió la lengua al darse cuenta de que todos aquellos epítetos también podían servir para describirla a ella. Al cerrar la puerta de su dormitorio, oyó reír a Spencer.

Capítulo 29

Viernes, 11 de marzo de 2005

2:10 a.m.

Spencer abrió los ojos, súbitamente despierto. Buscó su arma, que había guardado bajo el colchón, cerró los dedos sobre la culata y aguzó el oído.

El ruido que lo había despertado sonó otra vez.

Stacy, pensó. Llorando.

El ruido sonaba apagado, como si intentara sofocarlo. Sin duda para ella las lágrimas eran un signo de debilidad. Odiaría que él la oyera. Se avergonzaría si iba a interesarse por ella.

Spencer cerró los ojos e intentó bloquear aquel sonido. Pero no podía. El sufrimiento de Stacy, aquellos gemidos suaves y desesperanzados, le rompían el corazón. Eran tan ajenos a la imagen que había querido forjarse de ella…

No podía esperar a que dejara de llorar. Aquello iba contra su naturaleza.

Se levantó, se puso los vaqueros y se los abrochó. Respiró hondo y se acercó al dormitorio de Stacy. Se quedó parado junto a la puerta un momento y luego llamó.

– Stacy -dijo alzando la voz-, ¿te ocurre algo?

– Vete -respondió ella con voz densa-. Estoy bien.

No lo estaba. Saltaba a la vista. Spencer vaciló y llamó otra vez.

– Tengo un hombro excelente. El mejor del clan de los Malone.

Ella profirió un sonido estrangulado que sonó a medio camino entre una risa y un sollozo.

– No te necesito.

– Estoy seguro de ello.

– Entonces vuélvete a dormir. O, mejor, vete a casa.

Él agarró el pomo y lo giró. La puerta se abrió sin oponer resistencia.

Stacy no había echado el cerrojo, a fin de cuentas.

– Voy a entrar. Por favor, no dispares.

Mientras entraba en la habitación se encendió la luz.

Stacy estaba sentada en la cama, con el pelo rubio enmarañado y los ojos rojos e hinchados por el llanto. Sostenía la Glock con ambas manos, apuntándole al pecho.

Spencer se quedó mirando el arma un momento. Se sentía como un ladrón pillado in fraganti. O como un ciervo paralizado ante los faros de un camión. Un camión enorme y lanzado a toda velocidad.

Levantó las manos por encima de la cabeza, intentando sofocar una sonrisa. Cabrearla no era buena idea.

– ¿Al pecho, Stacy? ¿No podrías apuntar a una pierna o algo así?

Ella bajó un poco el cañón.

– ¿Mejor?

A Spencer se le encogieron las pelotas.

– Prefiero morir a pasar sin esa herramienta, cariño. ¿Te importa?

Ella sonrió y bajó la Glock.

– ¿Tienes hambre?

– Yo siempre tengo hambre. Es genético.

– Bien. ¿Quedamos en la cocina a las cinco?

– Me parece bien -empezó a cruzar la puerta, pero se detuvo-. ¿Por qué eres tan amable conmigo?

– Me has hecho olvidar -contestó ella con sencillez.

Spencer salió del dormitorio dándole vueltas a su respuesta. Al giro de los acontecimientos. Stacy le había sorprendido. La invitación. La contestación sincera a su pregunta.

Stacy Killian era una mujer compleja y exigente. De ésas de las que él solía huir.

Así pues, ¿por qué demonios iba a encontrarse con ella para celebrar una especie de fiesta a medianoche?

Stacy se reunió con él en la cocina.

– ¿Qué te gusta comer?

– De todo. Menos remolacha, hígado y coles de Bruselas.

Ella se echó a reír mientras se acercaba a la nevera.

– Por eso no tienes que preocuparte conmigo -miró dentro-. Enchilada. Sobras de pato a la pekinesa. Aunque yo primero le haría la prueba del olfato. Atún. Y huevos.

Él miró por encima de su hombro e hizo una mueca.

– No hay mucho donde elegir, Stacy.

– Recuerda que fui policía. Los polis siempre comemos fuera.

Era cierto. Su nevera estaba aún más vacía que la de ella.

– ¿Qué te parecen unos cereales? -preguntó Stacy.

– Eso depende, ¿de cuales tienes?

– Copos de avena o fibra con pasas.

– Copos de avena, no hay duda.

– ¿Leche entera o desnatada?

– Da igual.

Stacy sacó el cartón de leche de la nevera y cerró la puerta. Spencer notó que miraba la fecha de caducidad antes de poner el recipiente sobre la encimera. Ella extrajo dos cuencos de un armario y dos cajas de cereales de otro.

Llenaron los cuencos (ella eligió la fibra, cosa nada extraña) y se los llevaron a la mesita baja que había junto a la ventana.

Comieron en silencio. Spencer quería darle tiempo. Un poco de espacio. La oportunidad de sentirse a gusto con él. Y de decidir si le bastaba con olvidar o si necesitaba hablar con alguien.

Stacy no le había invitado a la cocina porque tuviera hambre. Ni porque la preocupara que la tuviera él.

Necesitaba compañía. El apoyo de otra persona, aunque ese apoyo se tradujera en compartir con ella unos cereales.

Mary, una de sus hermanas, la tercera en edad de los hermanos Malone, era igual. Dura como el pedernal, terca como una mula, demasiado orgullosa para su propio bien. Un par de años antes, durante su divorcio, había intentado callárselo todo, encargarse de todo (incluido su dolor) ella sola.

Finalmente se había confiado a Spencer. Porque él primero le había dejado espacio y le había dado luego la oportunidad de hablarle. Y quizá también porque creía que, habiendo cometido tantos errores en su vida, él la juzgaría con menos severidad.