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“Hoy es viernes. Seguramente el turno de Malone empezaba a las siete y media de la mañana, como en la mayoría de las unidades de investigación”.

Se tumbó de espaldas. ¿Qué tenía que hacer ese día? La clase del profesor Schultze. Introducción a la Filología Inglesa. Tan excitante como ver crecer la hierba.

Bien podía regresar a Texas. De todos modos, lo más probable era que la echaran de la universidad.

Se quedó mirando el techo. Una grieta alargada lo cruzaba en diagonal, casi de rincón a rincón. ¿Debía hacerlo? ¿Regresar a Dallas con el rabo entre las piernas?

¿Y hacer qué? Había dejado su trabajo y vendido su casa. Podía irse a vivir con Ian y Jane un par de meses, y luego ¿qué? ¿Y con qué fin?

Creía en lo que le había dicho a Spencer, que el Conejo Blanco la seguiría. Que no sólo conocía su identidad, sino que la conocía a ella. Basaba aquel convencimiento únicamente en su instinto visceral… y en lo que le habían contado acerca del juego.

¿Quién era el Conejo Blanco? ¿Y por qué jugaba? La mayoría de los asesinatos tenían sus razones en el amor o en el odio, en la avaricia, en el deseo, de venganza o en los celos.

El asesino en serie era un animal distinto, sin embargo. Normalmente hacía presa en extraños. Mataba para satisfacer una necesidad perversa e íntima.

¿A qué se estaban enfrentando? ¿Y por qué había quedado ella incluida en el juego?

Había una razón concreta, estaba segura de ello. Una razón que poco tenía que ver con el hecho de que se hubiera inmiscuido en lo que aquel sujeto consideraba un asunto privado. Ella le interesaba. Conejo Blanco quería jugar con ella.

Al escondite. Al gato y el ratón.

Frunció el ceño y se incorporó, la cabeza llena con la imagen del gato decapitado. Con su obscena sonrisa.

¿Era ella el gato? Se llevó una mano a la garganta. ¿Pretendía aquel individuo que muriera de tan espantosa manera?

Si el asesinato de Rosie Allen marcaba la pauta de otros por llegar, la respuesta a esa pregunta era sí.

Stacy sabía que tenían que meterse en la cabeza de aquel tipo. Averiguar qué era lo que lo impulsaba a actuar.

Y eso sólo había un modo de conseguirlo: entrar en el juego.

Salió de la cama trabajosamente y se puso la bata antes de dirigirse a la cocina. Encontró a Spencer de espaldas, haciendo café.

Se quedó mirándolo un momento y, al recordar sus lágrimas de la noche anterior, se preguntó qué pensaría ahora de ella. Si sería capaz de tomarla en serio.

Como una tonta, le había revelado hasta qué punto la había conmocionado la visita del Conejo Blanco. Lo mucho que la había perturbado.

Le había revelado que era una gran impostora. Stacy Killian la dura era como uno de esos rollitos de chocolate duros por fuera y blandos y masticables por dentro.

En cuanto un tío sabía que lo de dentro podía masticarse, eso era precisamente lo que hacía: te masticaba y luego te escupía. O se te tragaba trocito a trocito. Adiós al respeto. Adiós a la autoestima.

Ella ya había recorrido ese camino. Sabía que no llevaba a ninguna parte adonde ella quisiera ir.

Malone, no obstante, parecía diferente. Podía ser divertido. Y amable. Ciertamente, no era el paleto que le había acusado de ser.

Lo cual no significaba absolutamente nada. Los polis estaban descartados, y se acabó.

Como si sintiera su presencia, Spencer miró hacia atrás y sonrió.

– Buenos días. Iba a dejarte dormir un poco más.

– Tengo clase -le devolvió la sonrisa-. Pero gracias.

– De nada.

La cafetera comenzó a borbotear y Spencer se acercó a ella. Stacy notó que ya había encontrado las tazas; le observó mientras llenaba dos.

Spencer le ofreció una. Ella se acercó, tomó la taza y le puso leche y sacarina. Hecho esto, bebió un sorbo mirando a Spencer por encima del borde de la taza.

– He pensado que estamos abordando este asunto de manera equivocada.

– ¿Abordando qué asunto? ¿Nuestro romance?

Ella se quedó un momento sin aliento. Se sacudió aquella impresión, cruzó la habitación y se sentó.

– Contrólate, Romeo. Me refería a atrapar al Conejo Blanco.

– Si no recuerdo mal, el detective soy yo. Tú eres una civil. El plural sobra.

Ella no le hizo caso.

– Me parece que, si le seguimos el juego, nos haremos una idea más precisa de a qué nos enfrentamos. Y a quién.

– Meterse en la cabeza del Conejo.

– Exacto. Si el asesino es alguien que ha empezado a jugar en la vida real, ¿qué mejor modo de predecir sus movimientos?

Spencer la miró con fijeza un momento y luego asintió con la cabeza.

– Estoy de acuerdo. Y Tony también.

– Bien. Hablaré con Leo sobre el mejor modo de organizarlo. A fin de cuentas, ¿quién mejor para ayudarnos a entender al Conejo Blanco que su creador?

Spencer asintió de nuevo, apuró su taza y la dejó sobre la encimera. Se dirigió a la puerta, pero al llegar a ella se detuvo y miró hacia atrás.

– Llámame cuando tengas los detalles. Y Stacy…

– ¿Mmm?

– Si no arreglas esa puerta, esta noche volveré a dormir aquí. Te lo prometo.

Ella lo miró marcharse con una leve sonrisa en la comisura de los labios.

Tenía que admitir que en parte le gustaría poner a prueba esa promesa.

Capítulo 31

Viernes, 11 de marzo de 2005

10:30 a.m.

– Buenos días, señora Maitlin -dijo Stacy cuando la asistenta le abrió la puerta de la mansión de los Noble-. ¿Qué tal está hoy?

La señora Maitlin frunció levemente el ceño.

– El señor Leo no se ha levantado aún. Pero la señora Noble está en la cocina.

Lo cual no contestaba a su pregunta, pero revelaba los sentimientos diferentes que abrigaba la asistenta hacia sus jefes. Stacy le dio las gracias y se dirigió a la cocina. La de los Noble era una cocina grande y anticuada, de casa de campo, con el suelo de ladrillo y las vigas del techo a la vista. Kay estaba sentada a una mesa que parecía una enorme tabla de carnicero. La luz del sol caía sobre ella, realzando las mechas negras de su pelo oscuro.

Levantó la vista al entrar Stacy y sonrió.

– Buenos días, Stacy. Creía que los viernes por la mañana tenías clase.

Aquella mujer tenía una cabeza como una trampa de acero.

– Me he quedado dormida -mintió Stacy a medias, y se acercó a la cafetera, una máquina nueva y sofisticada que molía los granos y destilaba una sola dosis de café excelente, desde un simple chorrito a una taza de medio litro llena hasta los topes.

Stacy codiciaba aquella cafetera. Pero suponía que tendría que vender el alma para permitirse comprar una.

– ¿Te has quedado dormida? -repitió Kay en tono de desaprobación-. Ya tienes algo en común con Leo.

– ¿Por qué será que tengo la sensación de que me estáis criticando?

Las dos se giraron. Leo estaba en la puerta, con los ojos legañosos y el pelo de punta. Estaba claro que acababa de salir de la cama y que se había puesto apresuradamente una camiseta y unos pantalones arrugados.

El regreso del científico loco, pensó Stacy, y se volvió hacia la cafetera para ocultar su sonrisa. Apretó los botones adecuados. La máquina se puso en marcha con un ronroneo, filtró y sirvió un café doble perfecto.

Su aroma llenó el aire.

– Leo -dijo Stacy-, hay algo de lo que quería…

– Café -gruñó él, acercándose a ella.

Kay soltó un bufido exasperado.

– Por el amor de Dios, eres como el perro de Pavlov.

No era el único. Stacy le dio la taza y se preparó otra. Cuando volvió a la mesa, Leo se había dejado caer en una silla y estaba bebiéndose el café. Ya había conseguido crear cierto desorden a su alrededor: sobre la mesa había granos de azúcar, leche vertida y una cuchara usada. Como un pequeño tornado, Leo entraba en una habitación y lo dejaba todo patas arriba.