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– No querrás palmarla antes de que te den la pensión y el reloj bañado en oro, ¿no? Piénsate lo del gimnasio y…

Fue entonces cuando el hedor del cadáver los golpeó como un mazazo. Spencer miró a su compañero y vio que se le estaban humedeciendo los ojos.

Bajaron las escaleras y se abrieron paso hasta el borde del agua. Spencer divisó a Terry Landry, un detective de la Unidad de Investigación Criminal del Distrito 8. Había sido compañero de su hermano Quentin antes de que éste decidiera abandonar el cuerpo.

Al verlos, Landry salió a su encuentro.

– Terror -dijo Spencer, saludándolo con el mote que le habían puesto cuando era un novato.

Landry, un tipo vehemente y juerguista, se había quedado con el apelativo.

– Ya no me llaman “Terror”, chaval. He sentado la cabeza. Me he reformado.

– Sí, ya -Tony sacudió la cabeza.

– Es cierto. Ahora sólo me voy de juerga con mi grupo de Alcohólicos Anónimos los jueves por la noche.

– ¿Esa es la víctima? -preguntó Spencer, señalando un fardo informe que había sobre las rocas de la orilla del río.

– Sí. Llevaba la cartera en el bolsillo.

Spencer levantó la cara hacia el cielo purpúreo.

– Habrá que poner unos focos por aquí.

– Vienen de camino.

– ¿Le has buscado el pulso? -preguntó Tony con sorna.

– Sí, claro -contestó Terry-. Y le he hecho el boca a boca. Ahora te toca a ti.

Eran bromas de Homicidios. Comprobar el pulso, un procedimiento rutinario, resultaba innecesario en un caso como aquél. Spencer y Tony bajaron hacia lo que quedaba de Walter Pogolapoulos. Le habían seccionado la garganta. La herida formaba una sonrisa abierta y obscena. El proceso de descomposición, acelerado por el agua cálida, estaba muy avanzado.

– A veces odio este trabajo.

Tony miró hacia atrás, en dirección al Café du Monde.

– ¿Os apetecen unos bollitos?

– Estás enfermo, cabrón, ¿lo sabías? -Spencer se puso los guantes y se acercó al cadáver. Se agachó a su lado, lo recorrió con la mirada detenidamente y observó la zona que lo rodeaba. Había cada vez menos luz y tuvo que forzar la mirada.

El cuerpo parecía machacado, pero eso no le sorprendió. Ocurría a menudo cuando un cadáver era arrojado al agua. Arrastrado por la corriente, iba rozando el suelo, arañándose con las ramas de los árboles y las piedras afiladas y acababa por lo general hecho una piltrafa. Spencer los había visto hasta seccionados por las hélices de las embarcaciones y mordidos por los peces.

El patólogo sabría diferenciar entre las heridas anteriores y posteriores a la muerte. Un cuerpo en aquel estado escapaba a su capacidad de análisis.

Por lo que podía ver, daba la impresión de que el asesino no había hecho ningún esfuerzo por lastrar el cadáver. O bien ignoraba que los gases generados por el proceso de putrefacción hacían emerger el cuerpo en cuestión de días (a tales cadáveres se los llamaba “flotadores”), o bien no le había importado.

Aun así, Pogo había salido a la superficie un poco antes de tiempo. No llevaba muerto ni sumergido el tiempo suficiente para haber desarrollado la adipocira, una sustancia grasienta y amarilla, de olor rancio, que se veía a menudo en los “flotadores”. Spencer miró a su compañero.

– Deben de haberlo arrojado al agua río arriba. La corriente es muy fuerte, lo habrá arrastrado hasta aquí. ¿Tú qué crees? ¿Hacia Baton Rouge? ¿O por la zona de Vacherie?

– Es posible. Puede que el patólogo nos aclare algo.

Como a propósito, el patólogo hizo acto de aparición.

– ¿Dónde demonios están el furgón y los focos? ¿Qué quieres que haga con eso a oscuras?

Parecía muy enfadado. Spencer se acercó a él y se presentó.

– Parece que su noche de sábado ha dado un giro a peor.

– Tenía entradas para el teatro -el forense frunció el ceño-. ¿Cuántos Malone hay, por cierto?

– Más que una banda, pero menos que una muchedumbre.

Una sonrisa asomó a la boca del forense; miró a Tony.

– Creía que te habías jubilado.

– No caerá esa breva, amigo mío. ¿Conoces a Terry Landry?

– Todo el mundo conoce a Terror -el patólogo inclinó la cabeza mirando al detective y luego frunció el ceño-. ¿Dónde está ese furgón?

Algunos furgones del departamento de criminalística iban equipados con potentes focos para el examen nocturno de escenarios de crímenes.

– Voy a ver -dijo Terry.

El patólogo se acercó al cuerpo; Tony lo siguió. Spencer abrió su móvil y llamó a Stacy.

– Hola, Killian.

– Malone.

Le pareció complacida. Sonrió.

– Para tu información, Pogo ha muerto.

Oyó que ella inhalaba bruscamente.

– ¿Cómo?

– Aún no lo sabemos a ciencia cierta. Apareció en la orilla del río. Le han rebanado el pescuezo.

– ¿Cuándo?

– Da la impresión de que fue hace un par de días. Es difícil decirlo, porque el asesino arrojó el cuerpo al río. Y ya sabes lo que le pasa a un cadáver sumergido en agua cálida.

El silencio de Stacy lo decía todo: la habían pifiado. Su mejor sospechoso estaba muerto. No tenían nada.

El asesinato de Pogo no era una coincidencia.

El Conejo Blanco lo había silenciado para que no pudiera hablar.

La zona se inundó de luz. El furgón había llegado.

– Tengo que dejarte, Stacy. Sólo he pensado que querrías saberlo.

Cerró el teléfono y se acercó a Tony tranquilamente.

Su compañero le sonrió.

– ¿Qué? -preguntó Spencer.

– La puntillosa señorita Killian, supongo.

– ¿Y qué?

– Vas a estar muy guapo con una buena barriga, Niño Bonito.

– Vete a tomar por culo, Sciame.

La risa de Tony retumbó en el agua como un extraño complemento al cadáver en descomposición de Walter Pogolapoulos.

Capítulo 35

Sábado, 12 de marzo de 2005

7:00 p.m.

Stacy cerró su móvil. Pogo, muerto. Asesinado.

Respiró hondo y volvió a entrar en la mansión de los Noble, dirigiéndose al salón del frente, donde la esperaban Leo y Kay. A pesar de que la policía había registrado exhaustivamente la casa y los jardines, Stacy había hecho su propio registro. Y, al igual que la policía, no había encontrado nada.

Cuando entró en el salón, Leo se levantó bruscamente.

– ¿Y bien?

– No he visto nada fuera de lo normal -dijo ella-. No hay indicio alguno de que forzaran la entrada. Hay un par de ventanas abiertas, pero supongo que es normal en esta época del año. Y ningún postigo parecía forzado.

Kay permanecía sentada en el enorme y mullido sofá del salón, con las piernas dobladas bajo el cuerpo y una copa de vino blanco en la mano.

Miró a Stacy.

– ¿Has mirado en todos los armarios y los trasteros?

– Sí.

– ¿En el desván y debajo de las camas?

Stacy sintió lástima por ella.

– Sí -dijo con suavidad-. Te doy mi palabra de que no hay nadie escondido en esta casa.

Leo soltó un bufido. Casi un gruñido. Stacy se volvió y lo vio pasearse por la habitación. Sentía su rabia. No estaba acostumbrado a no controlar su destino.

– No os han amenazada -dijo ella-. Ésa es la buena noticia.

Él se detuvo. La miró a los ojos.

– ¿En serio? Gracias, pero en mi opinión un absurdo mensaje escrito con sangre en el suelo de mi despacho resulta bastante amenazador.

Stacy se puso colorada. Recordó la cabeza del gato colgada sobre su bañera.

– No me cabe duda de ello -dijo con suavidad-. Sin embargo, no han amenazado vuestras vidas abiertamente. Y eso es bueno.