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La galería de Pogo.

Frunció el ceño y recogió la tarjeta. La habían enviado por correo a nombre de Leo. Lo cual significaba que estaba en la lista de correo de la galería. Leo Noble había visitado aquella galería. Quizás incluso hubiera comprado algo en ella.

¿Una coincidencia?

Stacy detestaba las coincidencias. Siempre le daban mala espina.

– Hola, Stacy. ¿Puedo hacer algo por ti?

Se giró bruscamente, poniéndose colorada.

– Leo. Valerie me pidió que te trajera el correo.

– ¿Valerie?

– La señora Maitlin. ¿Querías verme?

– ¿Yo?

– ¿No?

El sonrió y cerró la puerta.

– Supongo que sí. Aunque no recuerdo por qué. ¿Qué es eso?

Señaló la tarjeta, que ella tenía todavía en la mano.

– Un anuncio -dijo ella, levantando la tarjeta.

Leo se acercó a ella. Tomó la tarjeta. Stacy lo miró mientras la observaba, buscando algún signo de nerviosismo o de sorpresa, atenta al instante en que relacionara la tarjeta con lo sucedido.

Pero no vio nada. ¿Le había mencionado alguna vez el nombre de la galería de Pogo?

– No me gusta mucho el arte abstracto. No me dice nada.

– Me ha llamado la atención el nombre de la galería, no la exposición -al advertir su desconcierto, añadió-: Galería 124. Ahí es donde exponía Pogo.

– Qué pequeño es el mundo.

¿Tan pequeño?

¿Era Leo un consumado actor? ¿O de veras vivía en la ignorancia?

– Estás en su lista de correo. ¿Les has comprado algo alguna vez?

– No, que yo recuerde -dejó la postal sobre su mesa-. ¿Has dormido bien?

– ¿Perdón?

Él sonrió, curvando sus labios de niño. Con malicia.

– Ha sido tu primera noche con nosotros. Quería cerciorarme de que estabas cómoda.

– Sí -Stacy dio un paso atrás-. Todo va bien.

Leo la agarró de las manos.

– No huyas.

– No estoy huyendo. Es que…

Él la besó.

Stacy dejó escapar un leve sonido de sorpresa y lo apartó empujándolo.

– No, Leo.

– Perdona -parecía casi cómicamente desilusionado-. Tenía ganas de besarte desde hacía tiempo.

– ¿Ah, sí?

– ¿No lo habías notado?

– No.

– Me gustaría hacerlo otra vez -posó un instante la mirada en su boca-. Pero no lo haré…, si no quieres.

Ella vaciló quizá demasiado, y Leo volvió a besarla. La puerta del despacho se abrió.

– ¿Leo? Clark y yo…

Al oír la voz de Kay, Stacy se apartó bruscamente de Leo. Se sentía avergonzada. Tanto que deseó poder acurrucarse bajo la mesa para esconderse.

– Lo siento -dijo Kay con voz crispada-, no sabíamos que estabais ocupados. Estamos buscando a Alicia.

Stacy se aclaró la garganta.

– Estuve con ella hace menos de media hora -dijo-. En el Café Noir.

Kay frunció el ceño y Stacy añadió:

– Nos encontramos por casualidad. Me dijo que Clark se encontraba mal. Me alegra ver que ya estás mejor.

Los Noble miraron a Clark. Estaba claro que era la primera noticia que tenían.

Él se llevó una mano al estómago.

– Anoche cené pescado. Creo que no estaba muy fresco. Hay que tener mucho cuidado con el pescado.

– Podéis preguntarle a la señora Maitlin si la ha visto -sugirió Stacy.

– Eso vamos a hacer -dijo Kay-. Gracias.

Salieron los dos del despacho cerrando con todo cuidado la puerta tras ellos.

– A ella no le importa, ¿sabes? -dijo Leo suavemente-. Ya no estamos casados.

Stacy lo miró, acalorada.

– Me ha mirado como si fuera una adúltera.

Leo se echó a reír.

– No es cierto.

– Entonces habrá sido mi mala conciencia.

– Ya te he dicho que no tienes por qué sentirte culpable. He sido yo quien te ha besado. Además, estoy libre.

Stacy pensó en cómo actuaban Kay y Leo, en el cariño con que bromeaban, en el evidente respeto que se profesaban.

Como una pareja casada. Una pareja muy enamorada.

– Tú me interesas, Stacy.

Ella no contestó, y Leo la tomó de las manos.

– Tengo la sensación de que yo también podría interesarte a ti. ¿Tengo razón?

Intentó estrecharla de nuevo entre sus brazos, pero Stacy se resistió.

– ¿Puedo preguntarte algo, Leo?

– Pregunta.

– ¿Qué os pasó a Kay y a ti? Es evidente os queréis mucho.

Él se encogió de hombros.

– Éramos muy distintos… Nos fuimos distanciando. No sé, puede que perdiéramos la chispa que nos mantenía unidos

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

– Trece años -él se echó a reír-. Kay aguantó mucho más de lo que habría aguantado la mayoría.

“Cuando pararon de reír, también paró Alicia”.

– Kay y yo somos como el País de las Maravillas. El orden y el caos. La locura y la cordura. Y mis disparates pudieron al fin con ella.

Ella había pedido el divorcio. Él la había vuelto loca.

Stacy comprendió que todavía amaba a su mujer. Apartó las manos.

– Esto no es buena idea.

– No hay razón para que no podamos estar juntos.

– Yo creo que sí la hay, Leo. No estoy preparada. Y tampoco creo que tú lo estés -Leo abrió la boca para protestar, pero Stacy lo atajó levantando la mano-. Por favor, Leo. Déjalo estar.

– Está bien, de momento. Pero no te prometo mantenerme alejado definitivamente.

Stacy retrocedió hacia la puerta, agarró el pomo, lo giró y salió.

Y se tropezó con Troy.

Él la agarró del codo para que no perdiera el equilibrio.

– Eh, ¿dónde vas con tanta prisa?

– Hola, Troy -azorada, ella dio un paso atrás-. Lo siento, estoy en las nubes.

– No importa. Luego nos vemos.

No fue hasta mucho después cuando Stacy se preguntó qué estaba haciendo Troy junto a la puerta de Leo. Y si los había estado espiando.

Capítulo 39

Miércoles, 16 de marzo de 2005

Medianoche

Stacy permanecía de pie junto a la ventana de su cuarto. La luna iluminaba el patio y el jardín lateral. La tormenta de dos noches antes había dejado todo verde y frondoso.

No podía dormir. Se había pasado una hora dando vueltas en la cama y por fin se había dado por vencida. No por culpa de la cama. Ni de la almohada.

Sino por una sensación de desasosiego. De hallarse en el lugar equivocado. Allí, en aquella casa. En aquella ciudad, en la Universidad de Nueva Orleans.

En su propia piel.

Frunció el ceño. ¿Cómo había llegado a aquel extremo? Se había trasladado a Nueva Orleans para empezar de cero. Para cambiar su vida a mejor.

Y, ahora, allí estaba. Enredada en una investigación por asesinato. Blanco del retorcido juego de un asesino. Había sido agredida. Habían entrado en su casa, le habían dejado la cabeza ensangrentada de un gato como regalo. Una amiga había sido asesinada; ella misma había encontrado su cuerpo. Estaba a punto de suspender el curso.

Y su jefe intentaba ligar con ella.

Fue entonces cuando pensó en Spencer. No había tenido noticias suyas desde que había llamado para contarle lo de Pogo. Al principio, había dado por sentado que estaba muy ocupado con la investigación. Ahora se preguntaba si habría decidido dejarla fuera.

Ella habría hecho lo mismo. Cuando era poli.

¿Qué la retenía allí? Echaba de menos a Jane. Y a la pequeña Apple Annie, que crecía y cambiaba cada día. No cabía duda de que su vida era mucho más complicada allí que en Dallas. Podía dejar el curso, hacer las maletas y volver a casa.

¿Volver con el rabo entre las piernas? ¿Dejar la muerte de Cassie sin resolver y a Leo y a su familia indefensos?