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Esto último la ponía enferma. Ella no era la defensora de la familia Noble. Ese no era su trabajo. Era el trabajo de la policía de Nueva Orleans y del detective Malone.

Maldición. Entonces ¿por qué se sentía responsable de ellos? ¿Y de encontrar al asesino de Cassie? ¿Por qué siempre tenía la sensación de que debía cuidar de todo el mundo?

Porque aquel día, en el lago, no había cuidado de Jane.

El recuerdo de aquel día la asaltó de pronto, tan claro como si los hechos hubieran sucedido el día anterior y no hacía ya veinte años. Los gritos de Jane. Sus propios gritos. El agua gélida a la que se había lanzado. La sangre. Más tarde, el modo en que sus padres la miraban. Con reproche. Decepcionados.

Ella tenía diecisiete años. Jane, quince. Debería haber velado por ella. Debería haber sido más responsable. Lo ocurrido había sido culpa suya.

No, maldita sea. Sacudió la cabeza como si quisiera remachar aquella idea para convencerse a sí misma. No era culpa suya. Aquel día, en el lago, ella era una niña. Jane no la culpaba; ¿por qué tenía que culparse ella?

Un movimiento en el jardín, allá abajo, atrajo su mirada. Un hombre, pensó. Dirigiéndose hacia la casa de invitados.

Echó mano de su pistola, que guardaba en el cajón de la mesilla de noche. Al agarrar la empuñadura, vio salir a Kay de la casa de invitados. La luz iluminó el jardín. Ella corrió hacia el hombre. Él la tomó en sus brazos.

Stacy comprendió de inmediato que no era Leo. Pero ¿quién podía ser?, se preguntó mientras se esforzaba por distinguir su identidad. Al ver que no podía, levantó sigilosamente la ventana. El aire nocturno arrastraba las voces de la pareja. La risa aterciopelada de Kay. Los dulces susurros de su acompañante.

No era Leo. Era Clark.

Kay Noble tenía una aventura con el tutor de Alicia.

Stacy los siguió con la mirada mientras caminaban lentamente hacia la casa de invitados. Luego desaparecieron en su interior. Por un instante aparecieron silueteados en la ventana, fundidos en un abrazo.

Un momento después, la ventana se oscureció.

Stacy volvió a dejar la Glock con todo cuidado en el cajón y lo cerró mientras los pensamientos se atropellaban en su cabeza. Aquel emparejamiento no la sorprendía del todo. Clark era un tipo inteligente y mundano. Un estudioso.

Aunque anémico, pensó, comparado con Leo.

O con Malone, que Dios se apiadara de ella.

Pero quizá ése fuera el quid de la cuestión, siempre y cuando lo que Leo le había dicho sobre su relación con Kay fuera cierto.

¿Siempre y cuando? Pero ¿por qué pensaba eso?

¿Y por qué le parecía tan mal que Kay y Clark estuvieran teniendo una aventura?

Kay y Leo estaban divorciados. Pero Clark trabajaba para ellos. Era el tutor de su hija.

Y era evidente que Leo seguía enamorado de ella.

Stacy cerró la ventana y se apartó de ella. ¿Se habría negado Kay a mudarse a la casa principal precisamente por aquella aventura? ¿Habría estado con Clark mientras Alicia vivía todavía allí? Sin duda no.

La muchacha era brillante e intuitiva. Debía al menos sospechar que entre ellos había algo.

Stacy frunció el ceño al pensar en Alicia. La chica pasaba mucho tiempo delante del ordenador, de día y de noche. Con frecuencia la despertaba el sonido del ordenador de Alicia recibiendo un mensaje instantáneo.

Por lo visto, había heredado los hábitos de sueño de su padre.

Antes de que Stacy hubiera acabado de analizar aquella idea, sonó un golpe en la habitación de al lado. Seguido por un sollozo.

Con el corazón en la garganta, Stacy sacó de nuevo la Glock, corrió al pasillo y se acercó a la puerta de Alicia. Intentó abrirla, pero la encontró cerrada y comenzó a aporrearla.

– Alicia -llamó-, ¿estás bien?

La muchacha no contestó. Stacy pegó la oreja a la puerta. Silencio.

– Te he oído llorar. ¿Te encuentras bien?

– ¡Vete! Estoy bien.

Su voz sonaba extraña. Temblorosa y aguda. A Stacy se le quedó la boca seca.

– Abre la puerta, Alicia. Tengo que ver con mis propios ojos que estás bien. Si no abres, voy a…

La puerta se abrió. Alicia apareció ante ella, con los ojos colorados y la cara enrojecida por el llanto. Por lo demás, estaba ilesa.

Stacy miró a su alrededor. La habitación parecía vacía. En el suelo yacía una figurita hecha pedazos.

Alicia había estado llorando. El golpe había sido el resultado de un arrebato de ira. Un típico drama adolescente.

Stacy se sintió estúpida.

– Oí el golpe y me pareció que llorabas y…

– ¿Eso es…? -Alicia se interrumpió y sus ojos se agradaron-. Dios mío, tienes una pistola.

– No es lo que parece.

La chica se echó hacia atrás bruscamente.

– Apártate de mí, psicópata.

– No soy una psicópata, Alicia. Y hay una explicación razonable para…

Ella le cerró la puerta en las narices. Stacy oyó el chasquido del cerrojo.

Se quedó mirando la puerta cerrada un momento con una sonrisa confusa.

“¿Te diviertes, Killian?”.

Contó hasta diez y volvió a llamar a la puerta. No confiaba en obtener respuesta y no esperó.

– Alicia, tengo permiso de armas. Sé disparar, tengo mucha experiencia, y tu padre sabe que tengo un arma -hizo una pausa para dejar que la muchacha digiriera sus palabras; luego se inclinó un poco más hacia la puerta-. No pretendía interferir, sólo quería asegurarme de que estabas bien. Si necesitas algo, a cualquier hora, estoy aquí al lado -le dio un momento para que asumiera también aquello y luego añadió-: Buenas noches, Alicia.

Regresó a su habitación y aguzó el oído, pero la chica había dejado de llorar, o bien había logrado ocultar el ruido de su llanto. Seguramente tenía la sensación de que ya ni siquiera podía llorar en su propio cuarto.

Stacy miró su teléfono móvil, que se estaba cargando en su soporte. La imagen de Jane ocupó su cabeza. Deseaba hablar con ella. Contarle todo lo ocurrido y pedirle consejo.

Se acercó al ordenador portátil, lo abrió y lo encendió. El aparato zumbó un momento antes de que el monitor cobrara vida. Stacy se introdujo en su programa de correo electrónico y buscó el mensaje que Jane le había mandado ese mismo día.

Fotografías de Apple Annie. Con un traje vaquero que Stacy le había enviado, con manzanas bordadas en la blusa y los bolsillos.

Contempló las imágenes con la garganta constreñida por las lágrimas, preguntándose qué demonios estaba haciendo.

Vete a casa, Stacy. Vuelve con los que te quieren.

Con las personas a las que quieres.

Deseaba hacerlo, tanto que podía paladear ya el regreso. Así pues, ¿qué la detenía? Marcharse no era huir. No era darse vencida.

Hacían falta algo más que un par de amenazas y varios muertos para precipitarla al abismo.

Se quedó helada.

Precipitarla al abismo.

El socio de Leo se había precipitado al abismo.

Por un acantilado. Hacia su muerte.

Pensó en lo que le había dicho a Leo aquel primer día. Que había dos Conejos Blancos Supremos. Leo y su antiguo socio.

Contuvo el aliento. ¿Estaría vivo Danson?

Le echó un vistazo a su reloj. Eran las 12:35.

El hecho de que Leo fuera un noctámbulo estaba resultando muy útil; tenía que hacerle unas cuantas preguntas acerca de su antiguo socio.

Se puso la bata, salió al pasillo y bajó las escaleras. Como cabía esperar, salía luz por debajo de la puerta del despacho de Leo. Llamó.

– Leo -dijo-, soy Stacy.

Él abrió la puerta y esbozó aquella sonrisa bobalicona y ladeada que le era propia.

– Alguien más anda por ahí a medianoche -dijo-. Qué agradable sorpresa.

– ¿Puedo pasar?

Al oír su tono formal, la sonrisa de Leo se desvaneció.

– Claro.

Ella entró; Leo dejó la puerta abierta. Concienzudamente abierta, pensó ella.