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– Me gustaría ver ese expediente. Battard se ha ofrecido a enseñármelo -Stacy sonrió-. Aunque ha dejado bien claro que no sería bienvenida sin ti.

– Rocky está tan pesado últimamente que un viaje es justo lo que me hace falta para darle un buen escarmiento.

Capítulo 41

Jueves, 17 de marzo de 2005

9:00 a.m.

Stacy y Billie trazaron sin pérdida de tiempo el itinerario del viaje. Descubrieron que al día siguiente había vuelos directos a San Francisco. Billie insistió en que alquilaran allí un coche e hicieran por carretera el trayecto hasta la costa de Monterrey. Esperar un transbordo hasta el pequeño aeropuerto regional les habría llevado más tiempo que el viaje de dos horas en coche. Y, además, sería un pecado perderse un viaje tan hermoso por carretera.

Sobre todo, en un elegante descapotable europeo. O eso dijo Billie.

A Billie le gustaba viajar con estilo.

Stacy había decidido emprender el viaje con o sin el consentimiento de Leo. Sin embargo, cuando le expuso su plan, él no sólo le dio sus bendiciones, sino que se ofreció a pagar el viaje.

Lo cual fue una suerte, pues la reserva con tan poca antelación había disparado los ya exorbitantes precios de los pasajes. Cosa que Billie podía permitirse. Y Stacy no.

Una tarjeta de crédito a reventar no era una perspectiva agradable.

Stacy cerró la cremallera de su bolsa de viaje, en la que había embutido todo lo que necesitaba para una estancia de dos días. Inspeccionó rápidamente el dormitorio y el baño para asegurarse de que no olvidaba nada.

Hecho esto, recogió su bolsa. Al salir al pasillo miró a la izquierda, hacia el cuarto de Alicia. Pensó en su llanto de la noche anterior. Seguramente la muchacha estaría en clase. Dejándose llevar por un impulso, Stacy se acercó a la puerta cerrada y llamó. Contestó Clark.

– Lamento interrumpir -dijo ella-. ¿Podría hablar con Alicia? Sólo será un momento.

Él bajó los ojos hacia su bolsa de viaje y luego volvió a fijarlos en ella.

– Claro.

Un instante después apareció Alicia.

– Hola -dijo sin mirar a Stacy a los ojos.

– Tengo que irme de viaje un par de días. Si me necesitas para algo, llámame -le anotó el número de su móvil en un trozo de papel y se lo dio-. Para lo que sea, Alicia. Lo digo en serio.

La chica se quedó mirando el papel y el número garabateado mientras tragaba saliva. Cuando levantó la mirada hacia Stacy, sus ojos estaban empañados. Sin decir nada, dio media vuelta y regresó al cuarto de estudio. Mientras la puerta se cerraba, Clark miró a Stacy.

Ella vio sus ojos justo antes de que la puerta se cerrara.

Se quedó clavada en el sitio y el vello de la nuca se le erizó. Justo entonces sonó el timbre.

Billie. Stacy se quedó parada un momento más; luego volvió a colocarse la bolsa sobre el hombro y se dirigió al encuentro de su amiga.

El tráfico se puso de su parte y el viaje al Aeropuerto Internacional Louis Armstrong les llevó menos de veinte minutos. Una suerte, porque, a diferencia de Stacy, Billie llevaba dos maletas que facturar. Dos maletas muy grandes.

– ¿Se puede saber qué llevas ahí que puedas necesitar durante las próximas cuarenta y ocho horas? -preguntó Stacy.

– Las cosas esenciales -contestó Billie alegremente, sonriendo al mozo de equipajes.

Éste hizo caso omiso de varias personas que había en la cola, delante de ellas, y preguntó si podía ayudarla.

Por extraño que pareciera, nadie protestó.

El mozo ignoró por completo a Stacy, lo cual no pareció tan extraño, y dejó que cargara con su propia bolsa.

Mientras se acercaban a la puerta de embarque, sonó su móvil. Stacy vio en el visor que era Malone.

– ¿Vas a contestar? -preguntó Billie.

¿Iba a hacerlo? Si le decía a Malone lo que estaba tramando, quizás él echara por tierra su entrevista con el jefe Battard, con o sin Billie. Lo único que tenía que hacer era acusarla de estar interfiriendo en una investigación policial, y el expediente que Battard se había ofrecido a enseñarle permanecería sellado.

Además, no había tenido noticias de Spencer desde el sábado. Estaba claro que la había dejado fuera. Y eso iba a hacer ella también.

Sonrió para sí misma.

– No -dijo, y apretó el botón de apagado del teléfono.

Capítulo 42

Jueves, 17 de marzo de 2005

10:25 a.m.

– ¿Has hecho ya la declaración de la renta, Niño Bonito? -preguntó Tony cuando hubieron cerrado las puertas del coche y salido a la acera.

La cinta policial se extendía por delante del edificio con rejas de hierro forjado del Barrio Francés, situado en la misma manzana que dos de los más afamados bares gays de Nueva Orleans, el Oz y el Bourbon Pub and Parade. Algunos grupos de hombres se habían congregado alrededor del lugar de los hechos. Unos lloraban; otros los reconfortaban y algunos otros tenían el rostro petrificado por la ira o el estupor.

– No. Todavía tengo un mes. Me gusta esperar hasta el último minuto. Es un acto de rebeldía -contestó Spencer.

– Muerte e impuestos, amigo. No me libro de ninguna de las dos cosas.

La muerte era la razón de aquel particular téte-á-téte.

Doble homicidio. El aviso lo había dado un amigo de las víctimas que había descubierto los cuerpos.

Debía de ser aquél, pensó Spencer al ver a un individuo acurrucado en un banco del frondoso patio del edificio. Spencer y Tony se acercaron al agente de guardia y firmaron. Era muy joven y estaba algo verdoso.

Los dos detectives se miraron. Mala señal.

– ¿Qué tenemos?

– Dos varones -le temblaba ligeramente la voz-. Uno negro. El otro hispano. En el cuarto de baño. Llevan muertos algún tiempo.

– Genial -masculló Tony, y procedió a sacarse del bolsillo de la chaqueta el frasco de Vicks-. Otro apestoso.

– ¿Cuánto tiempo, en su opinión? -preguntó Spencer.

– Un par de días. Pero no soy patólogo.

– ¿Nombres?

– August Wright y Roberto Zapeda. Decoradores. Hacía un par de días que nadie los veía. Su amigo, ése de ahí, estaba preocupado. Vino a ver si les pasaba algo.

Spencer observó el folio de registro de firmas. Los técnicos no habían llegado aún; ni tampoco el forense.

– Vamos a subir -dijo, y señaló el banco y a los hombres de la puerta-.Vigile a ésos. Volveremos para interrogarlos.

El chaval asintió con la cabeza.

– De acuerdo.

Subieron hasta el apartamento del segundo piso. Otro policía montaba guardia junto a la puerta. Un tipo llamado Logan. Pasaba mucho tiempo en el Shannon.

Spencer lo saludó con una inclinación de cabeza cuando pasaron a su lado. Parecía resacoso. Cosa nada extraña.

Antes de entrar, Tony le alcanzó a Spencer el frasco abierto de Vicks. Spencer se puso un poco de ungüento bajo la nariz y se lo devolvió.

Entraron en el apartamento. El olor sacudió a Spencer en una oleada que le revolvió el estómago. Se obligó a respirar hondo por la nariz y contó hasta diez; luego hasta veinte. Entre el Vicks y la fatiga de sus glándulas olfativas, el hedor comenzó pronto a hacerse soportable.

El cuarto de estar parecía intacto. Estaba elegantemente decorado con una mezcla de muebles antiguos y nuevos, asombrosos arreglos florales y cuadros de ricos y repetitivos diseños.

– Cuánta clase -dijo Tony mientras paseaba la mirada por la habitación-. Esos maricas tienen un don, ¿sabes?

Spencer le lanzó una mirada de soslayo.

– Eran decoradores, Gordinflón. ¿Qué esperabas?

– ¿Alguna vez has visto ese programa de la tele? ¿Ojo de reinona? -Spencer dijo que no-. Agarran a un tío normal, como yo, y lo transforman en uno de esos que salen en el GQ. Es digno de verse.