– ¿Un tío como tú?
Tony arqueó las cejas, indignado.
– ¿Es que no crees que a mí pudieran arreglarme?
– Creo que te echarían un vistazo y se pegarían un tiro.
Antes de que su compañero pudiera contestar, aparecieron los técnicos.
– Hola -dijo Tony-. Eh, chicos, ¿vosotros habéis visto alguna vez Ojo de reinona?
– Claro -contestó Frank, el fotógrafo-. ¿No lo ve todo el mundo?
– Aquí Junior dice que a mí me echarían un vistazo y se pegarían un tiro. ¿Vosotros qué creéis?
– Que sí -contestó otro con una sonrisa-. Si yo fuera tu mujer, me suicidaría.
– Se nos está agotando la luz del día, chicos -les interrumpió Spencer-. ¿Os importa?
Todos volvieron su atención hacia la escena del crimen, algunos rezongando. No había ni una revista ni una sola figurita fuera de su sitio. A Spencer siempre le extrañaba que pudiera reinar semejante calma a sólo unos pasos de la más horrenda violencia.
Unos instantes después descubrió que, en efecto, el cuadro era horrendo. Las víctimas habían sido atadas juntas y conducidas al cuarto de baño. Estaba claro que les habían ordenado, o convencido, para que se metieran en la bañera y se arrodillaran. Allí los habían matado.
Pero eso no era lo más extraordinario. Era la sangre.
Por todas partes. Las paredes, los apliques del baño. El suelo. Como si lo hubieran pintado todo con una brocha. O con un rodillo.
– Madre de Dios -masculló Tony.
– Lo mismo digo -Spencer se acercó a la bañera, oyendo el ruido que hacían las suelas de goma de sus zapatos al pisar el suelo embadurnado de sangre.
Era consciente de que podía destruir alguna prueba y se maldecía por ello, pero sabía que no le quedaba más remedio.
Las víctimas estaban una frente a otra, mirándose, con los brazos atados a la espalda. Parecían tener treinta y tantos años. Estaban en buena forma. Uno sólo llevaba puestos los calzoncillos. El otro, un pantalón de pijama de los de cinta.
A los dos les habían disparado por la espalda.
Spencer frunció el ceño. Daba la impresión de que ninguno de ellos se había resistido. ¿Por qué?
– ¿Qué estás pensando, Niño Bonito?
Spencer miró a su compañero.
– Me estaba preguntando por qué no se defendieron.
– Seguramente porque defenderse no les habría salvado la vida.
Spencer asintió con la cabeza.
– El tío tenía una pistola. Los obligó a meterse aquí. Seguramente pensaban que iba a robarles.
– ¿Por qué no les pegó un tiro sin más? ¿A qué viene toda esta exhibición?
– Quería sangre -Spencer señaló la bañera. El asesino había puesto el tapón para retener la sangre. Todavía quedaba un poco al fondo de la bañera-. Puede que forme parte de un ritual.
– Detectives…
Se volvieron. Frank estaba en la puerta del cuarto de baño.
– ¿Me he perdido algo?
Había una bolsa de plástico pegada por dentro de la puerta. Spencer miró a Tony.
– ¿Estás pensando lo mismo que yo?
– ¿Que esto te suena?
– Ajá -Spencer se puso unos guantes y se acercó a la puerta-. ¿Tienes la cámara? -cuando el fotógrafo asintió, Spencer retiró con cuidado la bolsa.
Con la sensación de haber vivido ya aquel instante, sacó la nota. Decía simplemente:
Las rosas ya son rojas.
Capítulo 43
Jueves, 17 de marzo de 2005
Costa de Monterrey, California
3:15 p.m.
Billie le había dicho la verdad; tras salir de la ciudad, el viaje en coche había sido delicioso. Cuando tomaron Carmel Way y llegaron a la famosa Carretera de las Diecisiete Millas, Stacy se quedó sin aliento. La carretera, densamente arbolada a ambos lados, se abría paso serpenteando entre colinas de sobrecogedora belleza. Pero aquel trecho acababa pronto y se transformaba a continuación en una sinuosa autovía, flanqueada a ambos lados por fabulosas mansiones, desde la que se vislumbraba a ratos el océano Pacífico.
El amigo de Billie les había reservado habitación en el hotel Lodge de Pebble Beach; la Pebble Beach del famoso campo de golf, del que hasta Stacy había oído hablar, aunque nunca había jugado al golf, como no fuera en su versión mini. Ésa sí se le daba bien. De campeonato, en su opinión.
Aunque tenía la impresión de que aquello no impresionaría a nadie en Carmel-by-the-Sea.
Se inclinó hacia Billie.
– ¿Qué pasa? ¿Es que no había habitaciones en algún hostal del pueblo?
– Calla -dijo Billie mientras un hombre se apresuraba a su encuentro.
Un hombre alto, elegantemente vestido y guapo, con las sienes plateadas. El director del hotel, supuso Stacy
– Max, amor mío -dijo Billie mientras él la tomaba de las manos-, muchísimas gracias por hacernos sitio.
– ¿Cómo no? -él la besó en las mejillas-. Has estado fuera demasiado tiempo.
– Y lo he pasado fatal cada minuto -ella sonrió-. Ésta es mi querida amiga Stacy Killian. Es su primera visita al Lodge.
Max saludó a Stacy, le hizo una seña al botones y volvió a fijar su atención en Billie.
– ¿Vas a jugar al golf?
– Por desgracia, no.
– El relaciones públicas se llevará un disgusto.
Apareció el botones y Max dejó a Billie en sus manos…, tras hacerla prometer que lo llamaría si algo no era de su agrado. Cualquier cosa. Por pequeña que fuera.
Tras acomodarse en un cochecito de golf adaptado para llevar pasajeros y ponerse en camino hacia sus habitaciones, Stacy miró a Billie.
– Me sorprende que no me hayan pedido que vaya andando detrás del cochecito.
Billie se echó a reír.
– Relájate y disfruta.
– No puedo. Tu amigo Max sabe que soy una impostora.
– ¿Una impostora?
– Este sitio no es para mí.
– No seas tonta. Si puedes pagarlo, es para ti.
– Pero no puedo.
– Lo va a pagar Leo. Es lo mismo.
Stacy frunció el ceño, poco convencida.
– ¿Juegas al golf?
– Pues sí, y bastante bien, a decir verdad.
– Eso me parecía -el cochecito se detuvo delante de una glorieta a la que daba sombra una camelia cubierta de flores rosas-. ¿Cómo de bien?
– Fui campeona amateur de Estados Unidos tres años seguidos. Lo dejé por amor. Eduardo.
Eduardo. Cielo santo.
Se bajaron del cochecito y siguieron al botones. Tenían habitaciones contiguas a las que se accedía desde la glorieta. El botones abrió primero la de Billie (cosa nada sorprendente) y entraron.
– Dios mío -dijo Stacy.
La habitación, muy espaciosa, tenía un cuarto de estar y una chimenea de piedra de grandes dimensiones. Unas puertas correderas de cristales daban a un patio sombreado. Los almohadones de la inmensa cama parecían de plumón.
Billie juntó las manos, feliz como una niña.
– ¡Sabía que te encantaría!
¿Cómo no iba a encantarle? Quizá se sintiera incómoda con la riqueza y el lujo, pero a fin de cuentas era humana.
El botones abrió su cuarto, aceptó la exorbitante propina de Billie y las dejó solas.
Stacy entró en la habitación, se detuvo junto a la chimenea y miró a Billie, que estaba de pie en la puerta con expresión alegre.
– No quiero saber lo que cuesta este sitio por noche.
– No, es mejor que no lo sepas. Pero Leo puede permitírselo.
– Todo esto es tan… extravagante. Y tan innecesario. Los polis no viven así.
– Primero, cariño, tú ya no eres poli. Y, segundo, la extravagancia no es nunca innecesaria. Te lo digo, créeme -antes de que Stacy pudiera responder, Billie añadió-: Prometí llamar a Connor en cuanto llegáramos al hotel. ¿Te importa?
Stacy dijo que no y aprovechó la ocasión para ir al cuarto de baño. Mientras estaba allí, comprobó su teléfono móvil y vio que Malone la había llamado de nuevo. Esta vez tampoco había dejado mensaje.