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– ¿Quién se queja ahora?

Stacy la miró con el ceño fruncido.

– Quédate si quieres. Yo me voy a casa.

Billie exhaló un dramático suspiro, se puso las gafas de sol y recostó la cabeza en el respaldo.

– Connor se va a llevar un disgusto.

Stacy le lanzó una mirada de soslayo mientras arrancaba.

– ¿Y tú?

– Yo quiero a mi marido.

Lo dijo como si lo sintiera, y Stacy notó que se quedaba boquiabierta de estupor.

– ¿Qué pasa?

– Nada, es que… yo…

– ¿Creías que me había casado con él por su dinero? ¿Porque es mucho mayor que yo? ¿Y por qué iba a hacer eso? Yo también tengo dinero.

– Lo siento -murmuró Stacy al tiempo que se alejaba de la acera-. No quería ofenderte.

– No me has ofendido. Pero, si voy a ser monógama, que lo soy, por lo menos reconoce mis méritos.

– Los reconozco.

– Gracias -suspiró de nuevo-. Maldita sea, voy a echar de menos la costa.

Stacy sacudió la cabeza, abrió su móvil y marcó el número de Malone.

Él contestó de inmediato.

– Aquí Malone.

– Voy de camino al aeropuerto.

– ¿Tanto me echabas de menos?

– ¿Qué quisiste decir con que Leo estaba con el agua hasta la cintura?

– Dije hasta la rodilla. Parece culpable de cojones.

– ¿Leo, culpable? Eso no puede ser.

– Si necesitas convencerte de eso…

– ¿Por qué dices eso?

– Por nada -su voz adquirió cierto filo-. Tengo que colgar.

– ¡Espera! ¿Qué pruebas hay?

– Digámoslo así, muñeca: cuando aterrices en Luisiana, puede que estés en paro.

Spencer colgó y Stacy frunció el ceño.

– Eso no puede ser.

– ¿El qué? -preguntó Billie.

– Malone dice que tienen pruebas de que Leo es culpable.

– ¿De qué? ¿De tener un pelo espantoso?

– A mí me gusta su pelo.

– No puede ser -Billie la miró con pasmo-. Pero si parece que ha metido el dedo en un enchufe…

– No es cierto. Lo tiene revuelto y desaliñado. Como un surfero.

– O como un loco furioso… -Billie se interrumpió al darse cuenta de lo inapropiada que resultaba la comparación dadas las circunstancias-. A pesar de su pelo, a mí me parece bastante inofensivo.

– A mí también.

Stacy se quedó callada. Miró el reloj del salpicadero del jaguar y masculló una maldición. Tenía que hablar con el jefe Battard. Enseguida.

– ¿No sabrás el número de la casa de Battard?

– Claro que sí. Lo tengo en el móvil.

– ¿Podrías llamarlo? Tengo que hacerle una última pregunta. Creo que es importante.

Billie hizo lo que le pedía. Un momento después, Stacy saludó al jefe de policía, que parecía soñoliento.

– Le pido disculpas por llamar tan temprano, pero tengo una última pregunta. No encontré la respuesta en el expediente.

– Dispare -dijo él, bostezando.

– ¿Cómo se llamaba el dentista de Danson? ¿Se acuerda?

– Claro -dijo él-. El doctor Mark Carlson. Un tipo estupendo.

Ella miró el reloj del salpicadero. Tenían tiempo antes de que saliera su vuelo; incluso a pesar del trayecto por carretera y de tener que devolver el coche de alquiler. Suficiente, al menos, para hacer una rápida llamada al dentista.

– ¿Cree que podría hablar con él antes de marcharme?

– Sería condenadamente difícil, señorita Killian. El doctor Carlson está muerto. Fue asesinado en el transcurso de un robo.

– ¿Cuándo?

– El año pasado -hizo una pausa-. Fue el único asesinato que hubo en Carmel en 2004. Nunca lo resolvimos.

Un momento después, Stacy puso fin a la llamada.

– Te tengo, cabrón -dijo, y se apartó de la carretera para dar media vuelta.

– ¿Que?

– ¿Recuerdas que me dijiste que siempre habías querido ser espía?

Billie se volvió hacia ella con las cejas levantadas.

– Puedes apostar a que sí.

– ¿Qué te parecería pasar unos días más en el paraíso?

Capítulo 45

Viernes, 18 de marzo de 2005

Nueva Orleans

9:10 a.m.

Spencer llamó a la puerta de la habitación de su tía en el hospital. La oyó dentro, echándole la bronca a su médico. Sofocó una sonrisa. Patti insistía en que le dieran el alta. Exigía hablar con alguien de mayor autoridad. Alguien que de verdad hubiera acabado la carrera de medicina.

El médico conservó la calma, lo cual decía mucho en su favor. De hecho, parecía de buen humor.

Spencer entró en la habitación.

– Buenos días, tía Patti -dijo-. ¿Interrumpo algo?

– Sí -le espetó ella-. Le estaba diciendo a este mocoso…

– El doctor Fontaine -dijo él, acercándose con la mano tendida.

Spencer se la estrechó.

– Detective Spencer Malone. Sobrino, ahijado de la paciente y azote de la División de Apoyo a la Investigación.

Ella lo miró con cara de pocos amigos. Tenía buen aspecto, pensó Spencer. Parecía sana y fuerte. Así se lo dijo.

– Claro que estoy sana. Y fresca como una rosa.

– ¿Quieres que te saque de aquí? -le preguntó él.

– Cielos, sí.

El médico sacudió la cabeza, divertido.

– Se irá pronto, Patti, se lo prometo -le apretó un poco el hombro.

En cuanto el médico salió de la habitación, ella ordenó a Spencer que acercara una silla y se sentara. Quería noticias.

– ¿Recuerdas a Bobby Gautreaux, el sospechoso del asesinato de Cassie Finch?

– Claro, ese jovenzuelo era un gusano.

– El mismo -una sonrisa asomó a la boca de Spencer-. Esta mañana hemos recibido los resultados de las pruebas de ADN. El pelo que encontramos en la camiseta de Cassie era suyo.

– Excelente.

– Hay algo más. Cotejamos los resultados con la sangre que recogimos de la agresión que sufrió Stacy Killian en la biblioteca de la universidad, y encajan.

Ella abrió la boca como si se dispusiera a preguntarle algo más; Spencer levantó una mano para detenerla.

– Aún hay más. Compararon los resultados con las muestras de semen extraídas de las chicas violadas en la universidad. Y encajan.

Ella pareció complacida.

– Buen trabajo.

Spencer también lo creía.

– Stacy Killian estaba convencida de que el tipo que la atacó quería advertirle que no metiera la nariz en el caso Finch. Ahora se explica que fuera así.

– En aquel momento no la creíste.

– Entonces no teníamos los resultados de las pruebas de ADN de Gautreaux.

Su tía asintió con la cabeza.

– Dijiste que Killian le clavó el bolígrafo. Todavía debería tener la marca.

– La tiene. Hemos hecho fotografiar, por supuesto. En lo que se refiere a los homicidios de Finch y Wagner, si sumamos la huella de Gautreaux que encontramos en la escena del crimen, el cabello de Finch que recogimos en su ropa y las amenazas que le hizo a la chica, creo que tenemos un caso bastante sólido.

El señor Gautreaux iba a pasar el resto de su juventud entre rejas.

– Estoy de acuerdo. Pero te vas a reservar de momento la acusación de asesinato y vas a investigar las violaciones.

Spencer sonrió.

– Exacto. Debido a la naturaleza serial de sus crímenes, el juez le denegará la libertad bajo fianza y podremos recabar tranquilamente las pruebas para encerrarlo por asesinato con premeditación.

Su tía murmuró unas palabras de aprobación.

– Es absurdo poner en marcha el reloj judicial mientras no sea necesario. ¿Está ya detenido?

– Se están presentando los cargos en este preciso momento.

– Bien. ¿Qué me dices del caso del Conejo Blanco?