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– Apuesto a que no todo el mundo. Tony, no. Ni tu familia.

– No, ellos no -una sonrisita rozó su boca-. Por suerte.

– ¿Qué pasó luego?

– Gracias a los pocos que me apoyaron y que no se dieron por vencidos, el teniente Morgan fue descubierto, A mí volvieron a admitirme en el cuerpo. Y me destinaron a la DAI para que no le creara problemas al Departamento. Yo… aproveché la ocasión.

Ella se quedó callada largo rato, pensando en el hombre que Spencer le había descrito y en el que ella había llegado a conocer.

– ¿Te arrepientes?

– ¿De que me destinaran a la DAI?

– De que ocurriera. Si pudieras repetirlo todo, volver atrás, a cómo eras antes, ¿lo harías?

Él se quedó mirándola un momento. Tenía una curiosa expresión, entre sorprendida y meditabunda. Luego una sonrisa curvó lentamente sus labios.

– ¿Sabes?, creo que no.

– Bien -ella le devolvió la sonrisa-. Porque el hombre al que estoy mirando me gusta.

El se movió para besarla y luego se detuvo y lanzó una maldición.

– Me está vibrando el móvil -se apartó, sacó el teléfono y se lo llevó al oído-. Aquí Malone. Espero que sea importante. ¿Cómo que se ha ido? ¿Cuándo? -su cara se tensó-. Maldita sea, Tony, ¿cómo coño…?

Stacy se incorporó, preocupada.

Spencer levantó una mano para que aguardara un momento antes de preguntar. Él se detuvo a escuchar; cuando volvió a hablar, Stacy comprendió que había oído bien.

– Es peor de lo que crees, Gordinflón. Dunbar está muerto. Y puede que el asesino no fuera él.

Un momento después, colgó.

Stacy ya se había levantado y estaba alisándose la ropa.

– Alicia ha desaparecido, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Cómo ha ocurrido? ¿Se fue, sin más?

– Básicamente, sí -Spencer se levantó-. Esta tarde, Valery creyó oír que sonaba su teléfono y que la chica contestaba. No le dio importancia. Un rato después, decidió ir a echarle un vistazo para asegurarse de que estaba bien. Y no estaba allí.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso? No puede haber ido muy lejos a pie.

– Un par de horas.

– Maldita sea. Esto no tiene buena pinta.

Spencer frunció el ceño.

– Por cierto, ¿dónde crees que vas?

– A buscar a Alicia.

– No creo.

– No pienso…

– Puede que la partida todavía esté en marcha. Quiero que te quedes aquí. ¿Entendido?

– Pero Alicia…

– Tony y yo la encontraremos. Tú quédate aquí. Puede que ella venga a buscarte.

Stacy abrió la boca para protestar, pero él la atajó con un beso. Al cabo de un momento, se apartó.

– No quiero que te ocurra nada. ¿Me prometes que no vas a hacer ninguna estupidez?

Ella se lo prometió, aunque, en cuanto Spencer se marchó del apartamento, comprendió que su promesa dependía de lo que él considerara “una estupidez”.

Capítulo 59

Domingo, 20 de marzo de 2005

7:30 a.m.

Stacy se despertó. Había tenido sueños extraños. Sueños poblados por personajes de Alicia en el País de las Maravillas. Sueños que habían turbado su descanso y la habían dejado fatigada y nerviosa.

Spencer no había llamado. Lo cual significaba que no había encontrado a Alicia.

Ella les había dado una oportunidad.

Ese día, se uniría a la búsqueda.

Llena de resolución, se levantó y se fue derecha al cuarto de baño. Tras poner a hervir el café se duchó y se vistió.

El café había acabado de hacerse. Llenó un termo, añadió sacarina y crema, agarró una barrita de cereales y salió. Pensaba registrar la mansión y la casa de invitados. Pasarse por el Café Noir. Por el City Park. Por las tiendas de juegos. Por cualquier lugar en el que pudiera haberse escondido Alicia. Al acercarse al coche, vio que le habían dejado un folleto bajo el limpiaparabrisas.

No, no era publicidad, se dijo al recogerlo.

Era una bolsa de plástico con cremallera, de las que se usaban para guardar comida. Con una tarjeta dentro.

Sacó cuidadosamente la bolsa de debajo del limpiaparabrisas, la abrió y extrajo la tarjeta.

Se le aflojaron las rodillas; empezaron a temblarle las manos. Un dibujo. Como los que había recibido Leo. Éste era de Alicia.

Colgada del cuello. Con la cara hinchada y amoratada por la muerte.

Tragó saliva con esfuerzo y se obligó a abrir la tarjeta.

La partida sigue en marcha. El tiempo pasa.

Se quedó mirando el mensaje con la boca seca. Danson le había dicho la verdad. Él no era el Conejo Blanco.

“Piensa, Killian. Respira hondo. Tranquilízate. Ensambla las piezas”.

Si el Conejo Blanco se ceñía a la narración, la tarjeta significaba que Alicia seguía viva. Que el Conejo Blanco la tenía a tiro o, peor aún, en sus garras.

El tiempo pasa. Él iba a darle la oportunidad de salvar la vida de Alicia. La partida estaba en marcha y le tocaba mover a ella. Sonó su teléfono móvil y se sobresaltó. Agarró el teléfono y contestó.

– Aquí Killian.

– Hola, Killian.

Un hombre. Una voz deliberadamente distorsionada.

El Conejo Blanco.

– ¿Dónde está? -preguntó Stacy-. ¿Dónde está Alicia?

– Eso, yo lo sé y tú tienes que averiguarlo.

– Muy listo. Déjame hablar con ella.

El se echó a reír y Stacy agarró con más fuerza el teléfono. Fuera quien fuese, se estaba divirtiendo inmensamente. Aquel bastardo estaba enfermo.

– Si quieres ver a Alicia viva, haz lo que te digo. Nada de polis. ¿Entendido?

– Sí.

– Toma Carrollton Avenue en la parte alta de la ciudad, hasta River Road. Hay un bar en la esquina entre River Road y Carrollton Avenue. El Cooter Brown. Entra. El barman tiene un sobre para Florence Nightingale.

– Vayamos al grano, ¿vale? ¿Qué es lo que quieres?

– Ganar la partida, por supuesto. Ser el último que quede en pie.

– ¿Crees que eres lo bastante bueno?

– Sé que lo soy. Tienes treinta y cinco minutos. Uno más y se acabó, nena.

Tardaría al menos veinticinco minutos en llegar de Esplanade a Carrollton Avenue, en la parte del río. Quizá más, si había tráfico.

Lo cual le dejaba muy poco tiempo de sobra. Entró corriendo en su apartamento, sacó su Glock y dejó el mensaje del Conejo Blanco encima del mostrador de la cocina, donde Spencer pudiera verlo. Sólo por si acaso.

Cuando volvió a salir, recogió el termo que había dejado sobre el capó del coche, abrió la puerta y entró. Encendió el motor, miró por el retrovisor y se incorporó a la circulación.

El reloj del salpicadero marcaba las 8:55.

El tráfico que se dirigía a la parte alta de la ciudad se estancaba y fluía alternativamente. Entró en la zona de aparcamiento del Cooter Brown veintiocho minutos después. A un lado del edificio, un mural anunciaba que el bar servía cuatrocientas cincuenta clases distintas de cerveza embotellada. Stacy puso el freno automático y entró a toda prisa.

El interior estaba en penumbra y olía a tabaco. Un par de motoristas permanecían de pie junto a la mesa de billar, con los tacos en la mano. Dejaron de jugar y la siguieron con la mirada mientras cruzaba el bar.

El barman tenía pinta de duro. Era grande y musculoso, con la cabeza pelada y la barba tupida.

– ¿Tiene algo para Florence Nightingale? -preguntó Stacy-. ¿Un sobre?

Él no contestó, se limitó a acercarse a la caja, la abrió y extrajo un sobre. Se lo entregó.

Stacy lo observó un momento y levantó luego la mirada hacía é.

– ¿Qué puede decirme sobre la persona que me dejó esto?

– Nada.

– ¿Y si le dijera que soy policía?