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El se echó a reír y se alejó. Stacy miró su reloj. Treinta y dos minutos. Desgarró el sobre.

Dentro había un número de teléfono. Nada más.

Sacó su móvil y marcó el número. Él contestó de inmediato.

– Te gusta vivir peligrosamente, ¿eh, Killian? Estás en la cuerda floja.

– Quiero hablar con Alicia.

– No me sorprende -Stacy notó una nota de humor en su voz-. La paciencia es una virtud, pero tú nunca la has tenido, ¿verdad? Tu hermana Jane, en cambio, es muy paciente, ¿no? Y, por cierto, me encanta el nombre que Ian y ella escogieron para su niña. Annie. Tan dulce. Tan sencillo…

Stacy se quedó fría.

– Si le haces daño a alguien a quien quiera, te juro que…

– ¿Qué? Yo manejo todas las cartas. Tú sólo puedes seguir mis instrucciones.

Stacy se mordió la lengua y él se echó a reír.

– Toma River Road hacia Vacherie. Párate en el Walton's River Road Café y espera allí hasta que te llame. Una hora, Killian.

– ¡Espera! ¡No sé dónde voy! Puede que una hora no sea…

Él colgó antes de que acabara.

Stacy salió apresuradamente, jurando en voz baja, y entornó los párpados cuando el sol le dio en los ojos.

Unos instantes, después estaba en camino. River Road se llamaba así porque seguía el cauce del río Misisipi. Era una carretera sinuosa que transcurría alternativamente por parajes naturales y zonas industriales. Si no le fallaba la memoria, llegaba hasta Baton Rouge y subía luego hasta St. Francisville, Natchez y más allá.

Se preguntaba hasta dónde pensaba llevarla el Conejo Blanco.

Divisó el Walton's River Road Café delante de sí: una linda casita criolla abrazada por una curva de la carretera. Un magnífico roble adornaba la parte delantera de la finca, tan grande que daba sombra a casi toda la construcción y a la mitad del aparcamiento.

Sonó su teléfono móvil. Stacy se sobresaltó y estuvo a punto de invadir el carril contrario. Agarró el teléfono y lo abrió.

– Aquí Killian.

– Hola. Pareces un poco tensa.

– ¿Puedo llamarte luego?

El denso silencio de Spencer lo decía todo.

– Estoy en el cuarto de baño -dijo ella-. Hablamos dentro de cinco minutos.

Colgó y entró en el umbrío aparcamiento. Había sido sólo una mentirijilla, se dijo, porque al cabo de un minuto estaría usando los servicios del restaurante. Y, desde allí, por si acaso la estaban observando, llamaría a Spencer.

– Por favor, dime que me llamabas porque tienes a Alicia -dijo cuando él contestó.

– Lo siento.

– ¿Alguna pista?

– No. Pero todos los policías de la ciudad tienen una foto suya. Estamos peinando el barrio de Tony. De momento, nadie parece haber visto nada.

– ¿Registrasteis la mansión?

– Anoche y hoy otra vez. No ha habido suerte. Hemos dejado vigilancia, por si acaso.

Maldición. Ella no confiaba en que las cosas fueran de otro modo. Pero aun así todavía albergaba alguna esperanza.

– ¿Qué haces? -preguntó él.

– Esperar.

– Me alegra oír eso.

Detrás del mostrador, un pinche dejó caer una bandeja llena de platos sucios. Stacy se sobresaltó.

– ¿Qué demonios ha sido eso?

– Se me han caído unos platos. Intento mantenerme ocupada, así que me he puesto a limpiar la casa.

– ¿A limpiar?

Ella soltó una risa forzada.

– No creías que pudiera hacerlo, ¿eh? Tengo muchos talentos.

– Sí, desde luego -Stacy oyó que Tony decía algo, aunque no entendió qué-. Tengo que dejarte. Te mantendré informada.

– Llámame al móvil. Lo tendré encendido.

Él se quedó callado un momento.

– ¿Vas a ir a alguna parte?

– Puede que tenga que salir a correr un rato. Ya sabes cómo es esto.

– Sé cómo eres tú. Así que quédate ahí.

Colgó y ella salió del aseo de señoras. Nadie le prestó atención. Eligió una mesa junto a una vidriera que daba al aparcamiento. Teniendo su coche a la vista se sentía menos vulnerable.

La camarera, una chica todavía adolescente, se detuvo junto a su mesa. Stacy se dio cuenta de pronto de que estaba hambrienta.

– ¿Qué es lo mejor de la carta?

La chica se encogió de hombros.

– Todo está bastante bueno. A la gente le gusta nuestra sopa. Es casera.

– ¿De qué es hoy?

– De pollo con fideos.

Comida reconfortante. Una suerte, dadas las circunstancias. Stacy pidió una taza de sopa y un sándwich de queso gratinado.

Hecho esto, se recostó en su asiento. Miró su reloj, pensando en el Conejo Blanco y en cuándo llamaría. Pensando en Alicia con preocupación.

Y reconociendo al mismo tiempo que aquel tipo la tenía donde la quería.

Sola e incapaz de hacer nada hasta que él estuviera listo.

Capítulo 60

Domingo, 20 de marzo de 2005

6:20 p.m.

El Conejo Blanco llamó justo cuando la tarde empezaba a declinar. Y justo cuando ella empezaba a creer que la había engañado.

– ¿Estás cómoda? -preguntó él con evidente sorna.

– Mucho -contestó ella-. Llevo aquí sentada tanto tiempo que se me ha dormido el culo.

– Podría haber sido peor -murmuró él-. Podría haberte hecho esperar en un sitio sin cuarto de baño. Ni comida, ni bebida.

Stacy notó que un escalofrío le subía por la espalda. ¿Había estado él observándola todo el tiempo? ¿Sabía que había ido al aseo y que había comido? ¿Que había hablado con Spencer? Paseó la mirada por el restaurante, fijándose en los demás clientes. Buscando a alguno que estuviera hablando por un móvil.

¿O lo que le había dicho el Conejo Blanco sólo era una suposición? ¿Adivinaba acaso de antemano cómo la afectaban sus palabras?

Una cosa era segura: estaba jugando con ella como si fuera una peonza.

– Ahórrate el teatro. ¿Qué quieres que haga ahora?

– Sigue carretera adelante por espacio de doce kilómetros. Gira hacia el río. Desde allí, gira hacia la izquierda en el primer camino sin señalizar que te encuentres. Deja el coche. Sigue el sendero de robles. Sabrás qué hacer. Tienes veinte minutos.

Colgó y Stacy volvió a guardar su teléfono, agarró la cuenta y se levantó. Tras dejar a la camarera una generosa propina por haber permitido que ocupara la mesa tanto tiempo, se dirigió apresuradamente a la puerta.

– ¿Va todo bien, cielo? -preguntó la mujer de la caja mientras pagaba la cuenta.

– Muy bien, gracias -miró la etiqueta con el nombre de la mujer. Señorita Lainie-. ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Claro, cielo. Dispara.

– Siguiendo por esta carretera, hacia el río, ¿qué hay?

La mujer frunció el ceño.

– Nada. Sólo lo que queda de Belle Chere.

Stacy le dio un billete de veinte dólares.

– Belle Chere, ¿qué es eso?

– No eres de por aquí, ¿no? -la campanilla de encima de la puerta sonó. La señorita Lainie levantó la vista y miró con cara de pocos amigos al joven alto que acababa de entrar-. Steve Jonson, ¡llegas tarde! Quince minutos. Vuelve a hacerlo y llamo a tu madre.

– Sí, señora.

Él le guiñó un ojo a Stacy y ella sofocó una sonrisa. Estaba claro que la forzada dureza de la señorita Lainie no hacía ninguna mella en el chico.

– Y súbete los pantalones.

Él pasó tranquilamente por delante de ellas, subiéndose los pantalones.

– Lo siento -dijo Stacy-, pero tengo que irme.

La mujer volvió a fijar su atención en ella.

– Belle Chere era una plantación de antes de la guerra. Dicen que en sus buenos tiempos era una de las mejores de Luisiana.

Eso era. Allí era donde el Conejo Blanco tenía a Alicia.

La mujer soltó un bufido de fastidio.

– Han dejado que se venga abajo. Mi marido y yo siempre hemos pensado que el estado debía hacer algo para…