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– Debo llevar a estos gatitos dentro de la casa. Si sois tan amable de confiar a Sultán a Josh… -Con la frente alta como una reina, se giró graciosamente y se encaminó a la cocina.

A Gyles le faltó poco para agarrarla y hacerla volverse de nuevo; apretó los puños combatiendo ese impulso.

– ¡Ruggles! -la oyó llamar. Una gata atigrada, naranja y negra, llegó corriendo. Se paró a oler la cesta, maulló y siguió correteando a su lado.

Gyles enfrió su cólera; la sangre le hervía del esfuerzo. Aquella última mirada suya había sido la gota que colmaba el vaso. ¡Estaba a punto de exigirle que le dijera exactamente quién era y qué relación tenía con Francesca Rawlings cuando la maldita encantadora lo había despedido sin contemplaciones!

No recordaba que ninguna dama lo hubiera despachado nunca de esa manera.

Por las rendijas de sus ojos entrecerrados, la vio desaparecer en el jardín de la cocina, canturreando a los gatitos y a su madre. O mucho se equivocaba al respecto, o la gitana acababa de ponerle decididamente en su lugar.

Capítulo 3

No podía quitársela de la cabeza. No podía sacarse su sabor -tan salvajemente apasionado- de la boca, no podía liberar sus sentidos de su hechizo.

Era la mañana del día siguiente, y seguía obsesionado.

Trotando por el bosque, Gyles dio un bufido de furia. Con un poco más de persuasión, podía haberla poseído bajo aquel maldito manzano. De por qué ese hecho le irritaba tanto, no estaba del todo seguro: ¿por lo fácil que había resultado seducirla? ¿O porque no había tenido la lucidez de aprovechar su ventaja? De haberlo hecho, tal vez no seguiría atormentándole, como una espina clavada en su carne, como un picor que no podía dejar de rascarse.

Por otro lado…

Apartó la fastidiosa idea de su mente. Ella no significaba tanto para él; era sólo una hechicera que se le resistía y le planteaba un desafío descarado, flagrante, y él había sido siempre incapaz de resistirse a un desafío. Eso era todo. No estaba obsesionado con ella.

Por ahora.

Dejó que esa advertencia se disipara de su pensamiento. Era demasiado viejo y tenía demasiada experiencia para dejarse atrapar. Por eso estaba allí, organizando su matrimonio con una mosquita muerta, mansa y apacible. Recordando ese hecho, repasó su situación antes de tomar el próximo camino de herradura en dirección a la mansión Rawlings.

Llegó más temprano que el día anterior; se la encontró cuando salía de la perrera. Le recibió con una sonrisa radiante y un «Buenos días, señor Rawlings. ¿Por aquí otra vez?».

Él respondió con una sonrisa, pero la observó con atención. Dio por hecho, después de lo del día anterior y del informe que sin duda le habría transmitido la gitana, que Francesca sabría ya quién era.

Si así era, era una gran actriz; ni sus ojos, ni su expresión ni su actitud mostraban indicios que la delataran. Arqueando una ceja para sus adentros, lo aceptó. Después de rumiarse la situación, no halló razones para informarle de su identidad… No en aquel momento. No conseguiría sino ponerla nerviosa.

Como la vez anterior, pasear a su lado le resultó fácil. Sólo cuando hubieron llegado al otro lado del lago y ella se detuvo a admirar un árbol y le preguntó de qué especie pensaba que era, se dio cuenta de que no le había prestado atención. Salvó la falta sin problemas: el árbol era un abedul. Después de eso, estuvo más atento. Sólo para descubrir que su futura esposa era, en efecto, la elección perfecta para sus necesidades. Tenía la voz clara y etérea, no ahumada y sensual; carecía del poder de cautivar su pensamiento. Era dulce, recatada e insulsa: se pasó más rato mirando a los perros que a ella.

Si hubiera estado paseando con la gitana, habría tropezado con los perros.

Sacudió la cabeza -deseando que pudiera expulsar así de ella todas las imágenes de la hechicera, especialmente las visiones mortificantes que lo habían mantenido despierto la mitad de la noche- y trasladó su atención de vuelta a la joven que se encontraba a su lado en aquel momento.

No le inspiraba la menor chispa de interés sexual; el contraste entre ella y su compañera «italiana» no podía ser más acusado. Ella era exactamente la dócil novia que necesitaba: una damisela que no excitara en modo alguno su naturaleza apasionada. Cumplir con sus deberes sería bastante fácil; engendrar en ella una o dos criaturas no constituiría una gran hazaña. Puede que no fuera una belleza, pero era lo suficientemente aceptable, agradable y carente de pretensiones. Si ella se avenía a su proposición, si lo aceptaba sin amor, les iría bastante bien juntos.

Entre tanto, dado que la gitana y su futura esposa eran amigas, sería sensato constatar cómo era de profunda su amistad antes de seducir a aquélla. La idea de una escenita dramática entre su esposa y él porque tuviera a su amiga por mantenida era lo más cercano a la execración que hubiera podido imaginar, pero dudaba que fueran a llegar a eso.

¿Quién sabía? Su amistad podía incluso resultar fortalecida; tales arreglos no eran infrecuentes en la nobleza.

En su cabeza volvió a sonar aquel aviso fastidioso; esta vez, le hizo más caso. Sería sensato no correr riesgos con la gitana, al menos hasta que tuviera aseguradas su esposa y su vida conforme a sus designios.

La gitana era salvaje e impredecible. Hasta que su matrimonio fuera un hecho, se mantendría a salvo de la tentación que suponía.

Como la vez anterior, dejó a su futura novia en el parterre. Ella aceptó su partida con una sonrisa, sin mostrar la menor inclinación a pegarse a él o exigir más de su tiempo. Enteramente satisfecho con su elección, Gyles se dirigió a las caballerizas.

Josh lo estaba esperando; corrió a buscar el zaino. Gyles miró a su alrededor. Enseguida estuvo de vuelta. Se tomó su tiempo para montar y se entretuvo todo lo que pudo antes de tomar el camino a medio galope y girar por el sendero a Lindhurst.

Acababa de decidir que evitaría a la hechicera: sería ilógico sentirse decepcionado por el hecho de no verla.

Entonces apareció, y su corazón dio un vuelco. Surgió como un destello de gracioso movimiento a lo lejos, por un trayecto desierto. Antes de haberlo pensado dos veces, ya había soltado rienda al zaino y galopaba hacia ella.

Ella aminoró la marcha al final del sendero, dudando cuál de dos caminos tomar, y entonces oyó el retumbar de los cascos del zaino y volvió la vista atrás.

En su rostro se abrió una sonrisa, dentro de un espectro cambiante, de la bienvenida a la euforia. Con una carcajada exuberante, le lanzó una mirada de descarado desafío y se alejó por el camino más cercano.

Gyles fue en pos de ella.

El zaino que montaba era un animal excelente, pero el caballo gris que montaba la muchacha era mejor. Además, él era un jinete más pesado, y no conocía los senderos por los que ella guiaba a su montura con tanta presteza. Pero siguió su estela obstinadamente, a sabiendas de que, a la larga, dejaría que la alcanzase.

Ella se volvía a mirarlo mientras pasaban como un rayo bajo los árboles; él alcanzó a ver de pasada su sonrisa burlona. La pluma de su mínima gorra ondeaba al compás de su serpenteado galopar, al echarse a un lado y a otro mientras su rucio tomaba las curvas a toda velocidad.

Luego salieron del bosque para desembocar en un extenso prado limitado sólo por más árboles. Con un «¡epa!», Gyles soltó sus riendas y siguió conduciendo al gran zaino sólo con las rodillas y las manos, acuciándolo. Acortaron distancias con la rauda gitana. Aunque seguía galopando a gran velocidad, a él le alivió observar que iba refrenando a su rucio. El enorme caballo había de ser una de las monturas de Charles, criado para la resistencia y la caza. En aquel terreno, era la apuesta más rápida y segura, especialmente si corría con sólo una fracción del peso que acostumbraba a cargar, como era el caso.