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No lo había visto, pero podía imaginárselo: podía imaginarse cómo se le habría demudado la expresión, su estupor momentáneo, su horror incipiente. Gyles creía que iba a casarse con Franni; podía recordar el momento en que se quedó mirando a su prima y cómo a continuación volvió bruscamente la vista hacia ella.

Franni asintió.

– Gyles quería casarse conmigo, pero el conde tenía que casarse contigo, porque tú tenías las tierras.

Afirmó la mandíbula; sus pálidos ojos echaban llamas.

– ¡El abuelo era un idiota! Me dijo que yo era igual que él y que se iba a asegurar de que yo recibiera la mejor herencia, y no tú, porque tú eras de la semilla del diablo. Así que cambió su testamento, y mi papá heredó la mansión Rawlings. Pero el abuelo era un imbécil… ¡La mejor herencia era ese estúpido pedazo de tierra que tú tienes! -Sus ojos eran dos llamas gemelas-. ¡Debería haber sido mío! -Franni se inclinó hacia delante-. Hubiera sido mío de no ser por ti.

Francesca no decía nada. Pese a los desvarios, Franni seguía apuntándole al pecho. Sintió que desfallecía, que el frío y la conmoción le sorbían la vida; adquirió de pronto plena conciencia de aquella otra vida -una vida preciosa- que llevaba dentro de sí. Extendió lentamente una mano para agarrarse al respaldo del banco que tenía más cerca.

– Todo es culpa del abuelo, pero está muerto, así que ni siquiera se lo puedo decir…

Franni siguió despotricando, cubriendo de infamia el nombre de Francis Rawlings, en cuyo honor habían sido bautizadas las dos.

Fue el viaje más largo que Gyles había hecho jamás. Francesca estaba en peligro; lo sabía con una certeza que no podía ocultarse. Por muchas generaciones que lo separaran de sus ancestros bárbaros, había instintos que permanecían, aletargados pero no muertos.

Mientras el coche atravesaba raudo el centro para salir luego por St. Paul's, él pugnaba por mantener su mente centrada, ignorando cualquier imagen de Francesca herida que le viniera a la mente. Si pensaba en eso, admitiendo motivos para aquel miedo oscuro que incubaba y otorgándole verosimilitud, cebándolo en su pensamiento, él, y por tanto ella, estarían condenados. Su bárbaro interior era incapaz de hacer frente a aquello, de soportarlo.

Se concentró en el hecho de que, una vez que estuviera con ella, estaría segura. Podía rescatarla y lo haría. Lo había hecho ya dos veces. No había ninguna duda, ni en su cabeza, ni en su corazón, ni siquiera en su alma, de que la salvaría. Haría lo que hubiera que hacer, fuera lo que fuera. Cualquier cosa que se le exigiera, la daría.

Llegaron a Cheapside traqueteando. El conductor había resultado ser un demonio a las riendas, se había abierto paso entre el caos de las calles sin dejar de lanzar juramentos e imprecaciones. Habían cubierto el trayecto en un tiempo récord; aunque la calle se había estrechado a un solo carril, el conductor había blandido el látigo y seguido sin detenerse.

– Dale una buena propina y dile que espere -dijo Gyles cuando fueron aminorando esa marcha endiablada. Osbert había permanecido en silencio todo el camino; ahora se limitó a asentir, mientras Gyles, con expresión adusta, abría la portezuela. Se plantó sobre los adoquines antes incluso de que el coche se detuviera.

John Coachman estaba esperando junto al carruaje.

– Gracias a Dios, milord. La señora condesa se fue hacia la iglesia hace veinte minutos. Nos ordenó que la esperáramos aquí. Se llevó con ella a dos lacayos, Colé y Niles. Ellos creo que están allí arriba -John señaló el patio cubierto por la niebla de la iglesia-, pero no estoy muy seguro, y no hemos querido gritar.

Gyles asintió.

– Osbert, ven conmigo. John, espere aquí. El señor Charles Rawlings acudirá dentro de poco: diríjalo directamente a la iglesia.

Gyles abrió la verja del camposanto y avanzó por el sendero, con Osbert pisándole los talones. Los dos acortaron el paso al ver a través de la niebla, cada vez más espesa, a cierta distancia hacia la izquierda, una luz trémula a través de las vidrieras. Gyles se detuvo. Se distinguía la silueta de una única figura, pero era incapaz de reconocer los detalles.

– ¿Francesca? -susurró Osbert.

Lo decidió por el pelo.

– No. Creo que es Franni. -Parecía inmóvil. Gyles siguió adelante con paso decidido.

Alertados por el ruido de sus pasos, Colé y Niles surgieron de entre la niebla.

– La señora condesa está ahí dentro, milord; nos dio orden de esperarla aquí. La puerta está abierta para que la oigamos si nos llama.

– ¿Han oído algo?

– Sólo a alguien hablando a lo lejos; no se entendía nada.

Gyles asintió.

– Quédense aquí. Cuando llegue el señor Charles Rawlings, diríjanle al interior. Díganle que haga el menor ruido posible, al menos hasta que nos enteremos de lo que pasa.

Los hombres se echaron atrás. Indicándole a Osbert que lo siguiera, Gyles entró en la iglesia. La acolchada alfombra que amortiguaba sus pasos fue providencial. Se dirigió a paso rápido allá donde la luz vacilante brillaba junto a la capilla lateral.

Gyles distinguió la voz de Franni mientras se acercaba.

– ¡Yo pensaba que me quería más a mí, pero no debía ser así! ¡Te dio a ti lo mejor de la herencia a pesar de que nunca te había visto!

– Franni…

– ¡No! ¡No intentes discutírmelo! ¡La gente siempre me está diciendo que no entiendo nada, pero sí que entiendo! ¡Sí que entiendo!

Gyles, todavía en las sombras, avanzó hasta un punto desde el que podía ver a través de un arco…, y se quedó petrificado. Extendió una mano para indicarle a Osbert que dejara de seguirlo.

– Franni está allí, con Francesca -dijo con un hilo de voz, que nadie aparte de Osbert podría oír-. Franni está de pie ante el altar, subida al primer escalón. Francesca está en el pasillo central, junto al segundo banco. -Gyles tomó una inspiración profunda y soltó el aire con sus siguientes palabras-. Franni tiene una pistola y está apuntando a Francesca.

Osbert no hizo nada. Gyles, con la vista fija en el cuadro vivo que tenía ante sí, murmuró:

– Quédate aquí y mantente fuera de la vista. Franni es un manojo de nervios: se asustará si te ve, no te conoce. No queremos que se lleve un susto que le haga apretar el gatillo. -Gyles hizo una pausa para humedecerse los secos labios-. Ahora voy a entrar. Quédate aquí afuera, fuera de la vista, pero busca una posición desde la que puedas mirar y presenciar lo que ocurra. Procura sólo que ella no te vea.

Le pareció que Osbert asentía. Osbert no era un ayudante ideal, pero hasta aquel momento se había portado bastante bien. Todavía inmóvil como una estatua, Gyles volvió a escuchar los desvarios de Franni.

– Yo sé la verdad. Gyles me quiere a mí. ¡A mí! Pero tenía que casarse contigo para conseguir esas tierras. Ahora que son suyas, se casaría conmigo si pudiera, pero no puede. -Franni hizo una pausa. No le había quitado los ojos de encima a Francesca en todo el rato-. No mientras tú vivas.

Franni bajó la voz.

– Debería matarte él, por supuesto; es lo que tendría que hacer, eso lo entiende cualquiera. Pero es demasiado noble, demasiado compasivo. -Franni se enderezó y alzó la barbilla-. Así que te mataré yo por él, y entonces él y yo nos casaremos, que es lo que siempre hemos querido.

Su voz había adquirido la cadencia y el soniquete de quien recita un cuento para dormir a un niño.

– Franni. -Francesca extendió un brazo al frente-. Esto no puede salir bien.

– ¡Sí, sí, sí! -Franni dio un pisotón en el suelo. Francesca dio un respingo. La mano de la pistola siguió sin temblar cuando Franni se lanzó a una nueva diatriba acerca de que todo el mundo la tenía por una inútil desvalida.