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– Buscando al propietario, Waring descubrió que la escritura había pasado a un Rawlings, un pariente lejano, y después, tras su muerte, a la herencia de su hija, una muchacha ahora en edad de merecer. La información que Waring arde al parecer en deseos de brindarnos concierne a la hija.

– ¿Que está en edad casadera?

Gyles asintió al tiempo que la campana del timbre de la puerta principal repicaba por toda la casa. Instantes después, se abría la puerta de la biblioteca.

– El señor Waring, milord.

– Gracias, Irving.

Waring, un hombre corpulento de treinta y pocos años con la cara redonda y el pelo muy corto, hizo su entrada.

Gyles le señaló el sillón enfrente del suyo.

– Ya conoce a lord Walpole. ¿Puedo ofrecerle una copa?

– Gracias, milord, pero no. -Waring saludó a Horace con una inclinación de cabeza y tomó asiento, depositando una cartera de cuero en sus rodillas-. Era consciente de vuestro interés en llevar adelante este asunto, así que me tomé la libertad de dejarle recado…

– Por supuesto. ¿Colijo que trae noticias?

– Así es. -Waring se ajustó un par de anteojos en la nariz y sacó un fajo de papeles de su cartera-. Como nos habían informado, el caballero residía de forma permanente con su familia en Italia. Al parecer, ambos padres, Gerrard Rawlings y su esposa Katrina, fallecieron juntos. Posteriormente, la hija, Francesca Hermione Rawlings, regresó a Inglaterra a vivir con su tío y tutor, sir Charles Rawlings, en Hampshire.

– Trataba de recordar… -Gyles meneó su copa haciendo girar el licor-. ¿No eran Charles y Gerrard los hijos de Francis Rawlings?

Waring revolvió sus papeles y luego asintió.

– Justamente. Francis Rawlings era el abuelo de la dama en cuestión.

– Francesca Hermione Rawlings. -Gyles consideró el nombre-. ¿Y por lo que respecta a la dama misma?

– La tarea resultó más fácil de lo que había previsto. La familia recibía visitas con frecuencia. Cualquier miembro de la nobleza que pasara por el norte de Italia tenía ocasión de conocerles. Tengo descripciones de lady Kenilworth, la señora Foxmartin, lady Lucas y la condesa de Morpleth.

– ¿Cuál es el veredicto?

– Una joven encantadora. Agradable. Agraciada. Una criatura deliciosa en extremo; esto lo dijo la anciana lady Kenilworth. Una joven dama de exquisita crianza, según afirmó la condesa.

– ¿Quién la calificó de agraciada? -preguntó Horace.

– De hecho, todas dijeron eso, o emplearon expresiones similares. -Waring echó un vistazo a sus informes y se los tendió a Gyles.

Gyles los cogió y examinó.

– En conjunto, describen un dechado de virtudes. -Alzó las cejas-. A caballo regalado, ya se sabe… -Le pasó los informes a Horace-. ¿Qué hay de lo demás?

– La joven tiene ahora veintitrés años, pero no hay noticia ni rumores de un posible matrimonio. Es cierto que las damas con las que hablé hacía tiempo que no veían a la señorita Rawlings. Aunque la mayoría de ellas estaba al tanto de la trágica muerte de sus padres y sabían que había regresado a Inglaterra, ninguna la había visto desde entonces. Esto me extrañó, así que seguí investigando por esa línea. La señorita Rawlings reside con su tío en la mansión Rawlings, cerca de Lindhurst, y sin embargo no he podido localizar a nadie que se encuentre actualmente en la capital que haya visto a la dama, a su tutor o a ningún otro miembro de la familia en los últimos años.

Waring miró a Gyles.

– Si lo deseáis, puedo enviar a alguien a informarse de la situación sobre el terreno. Con discreción, por supuesto.

Gyles reflexionó. La impaciencia -dejar resuelto y ultimado todo el asunto de su casamiento de una vez- prendió en él.

– No. Me ocuparé personalmente. -Miró a Horace y esbozó una sonrisa irónica-. Ser el cabeza de familia tiene algunas ventajas.

Tras felicitar a Waring por su excelente trabajo, Gyles lo acompañó al vestíbulo. Horace les siguió; se fue tras Waring, anunciando su intención de volver al castillo de Lambourn al día siguiente. La puerta principal se cerró. Gyles dio media vuelta y subió por la amplia escalinata.

Un aire de discreta elegancia y la gracia inconfundible de la riqueza antigua le rodeaban, pero había una cierta frialdad en su casa, un vacío que helaba el ánimo. Aun siendo de un clasicismo sólido y atemporal, su hogar carecía de calor humano. Desde lo alto de las escaleras, contempló el imponente escenario y concluyó que era ya hora sin duda de hallar una dama que subsanara esa carencia.

Francesca Hermione Rawlings encabezaba con holgura la lista de candidatas a asumir la tarea. Aparte de todo, ansiaba de veras hacerse con la escritura de la heredad Gatting. Había más nombres en su lista, pero ninguna otra dama igualaba las credenciales de la señorita Rawlings. Claro que podía resultar igualmente inelegible por una razón u otra; si ése fuera el caso, lo averiguaría mañana.

No tenía sentido perder más tiempo, dándole al destino la oportunidad de desbaratar sus planes.

Viajó a Hampshire a la mañana siguiente y llegó a Lindhurst a primera hora de la tarde. Se detuvo bajo el rótulo del Lyndhurst Arms. Allí reservó habitaciones y dejó a Maxwell, su asistente, a cargo de los caballos. Él alquiló un caballo de caza, zaino, y partió hacia la mansión Rawlings.

Según el posadero, que había resultado muy locuaz, su lejano pariente sir Charles Rawlings llevaba una vida recluida en lo más profundo del Bosque Nuevo. El camino, no obstante, estaba bien nivelado, y al llegar a las verjas de la casa las encontró abiertas. Entró a lomos de su zaino, cuyos cascos tamborileaban sonoramente por el sendero de grava. El arbolado clareaba hasta dar paso a una amplia extensión de césped que rodeaba una casa de desvaído ladrillo rojo, con secciones de techo de dos aguas y otras almenadas y rematadas por una torre solitaria en un extremo. No había nada nuevo en el edificio, ni tan siquiera georgiano. La mansión Rawlings estaba bien cuidada, sin ser ostentosa.

Desde el patio de entrada se extendía un parterre que separaba un viejo muro de piedra del césped que rodeaba un lago decorativo. Oculto tras el muro discurría un jardín en torno a la casa; más allá se observaba un macizo de arbustos bien recortado.

Gyles detuvo el caballo ante la escalera de entrada. Oyó ruido de pisadas. Desmontó, tendió las riendas al mozo caballerizo que se precipitaba a atenderle, subió decidido los escalones que conducían a la puerta y llamó.

– Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?

Gyles examinó al corpulento mayordomo.

– El conde de Chillingworth. Deseo ver a sir Charles Rawlings.

Había que reconocerle al mayordomo la virtud de pestañear una sola vez.

– Ciertamente, señor… milord. Si me hacéis el favor de entrar, avisaré a sir Charles de vuestra llegada de inmediato.

Conducido al salón, Gyles se paseaba inquieto: una inexplicable sensación de estar tan sólo un paso por delante del destino avivaba su impaciencia. La culpa era de Diablo, evidentemente. Ser un Cynster, siquiera honorario, ya era tentar al destino.

La puerta se abrió. Gyles se dio la vuelta al tiempo que entraba un caballero, una versión de sí mismo de mayor edad, dulcificada y más grave, con la misma complexión larguirucha, el mismo pelo castaño. Pese al hecho de que no conocía con anterioridad a Charles Rawlings, Gyles lo habría identificado al instante como un pariente.

– ¿Chillingworth? ¡Vaya! -Charles pestañeó, asimilando el parecido, que hacía superflua cualquier respuesta a su pregunta. Se recuperó rápidamente-. Bienvenido, milord. ¿A qué debemos este placer?

Gyles sonrió, y se lo dijo.

– ¿Francesca?

Se habían retirado a la privacidad del despacho de Charles. Tras conducir a Gyles a una cómoda butaca, Charles se dejó caer en la situada detrás de su mesa.