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– ¿Para quién es eso? -Gyles señalaba la cesta.

– La señorita me dijo que fuera a por ella inmediatamente.

¿Qué señorita? A punto estuvo Gyles de preguntarlo, pero ¿cuántas señoritas podía haber en la mansión Rawlings?

– Mira, dámela a mí. Yo se la llevaré mientras tú vas a por mi caballo. ¿Dónde está?

El mozo le alcanzó la cesta; estaba vacía.

– En el huerto. -Le indicó con la cabeza un lateral de las cuadras.

Gyles echó a andar, luego miró hacia atrás.

– Si no he vuelto para cuando tengas listo el caballo, déjalo marrado a la puerta, sin más. Seguro que tienes otras cosas que hacer.

– Sí, señor. -El chico lo saludó con una reverencia y desapareció en el interior de la cuadra.

Con una sonrisa contenida curvando sus labios, Gyles se adentró caminando en el huerto.

Se detuvo a mirar a su alrededor; el huerto se extendía un buen trecho, lleno de manzanos y ciruelos, cargados todos de frutos aún verdes. Entonces vio al caballo -gigantesco, castaño, castrado, de al menos diecisiete palmos de altura, con un tórax enorme y una grupa para andarse con cuidado-. Estaba pastando, ensillado y con las bridas colgando.

Empezó a acercarse y oyó su voz.

– Pero qué hermoso eres.

Aquella voz ahumada y sensual rezumaba seducción.

– Ven, deja que te acaricie…, déjame pasarte los dedos por la cabeza. ¡Oooh, así, buen chico!

La voz continuó murmurando, hechizando, susurrando palabras de afecto, incitaciones a la rendición.

La expresión de Gyles se endureció. Avanzó lentamente, inspeccionando la hierba crecida, buscando a la hechicera de verde y al muchacho al que estaba seduciendo…

La voz enmudeció; Gyles apretó el paso. Llegó al manzano tras el cual se erguía el caballo. Escrutó la hierba que lo rodeaba, pero no vio un alma.

– Josh -murmuró ella-, ¿has traído la cesta?

Gyles alzó la vista. Estaba tendida cuan larga era en una rama, con el brazo extendido, buscando, estirados los dedos…

El faldón se le había subido hasta las rodillas, descubriendo la espuma de unas enaguas blancas y un apunte tentador de su pierna desnuda por encima de las botas.

Gyles sintió un mareo. Sentimientos y emociones se arremolinaban y estrellaban en su interior. Se sintió estúpido, con una furia injustificada burbujeando en sus venas sin salida alguna; estaba medio excitado y trastornado por el hecho de que la visión fugaz y mínima de una porción de piel matizada de miel fuera capaz de afectarle de aquella manera. A todo eso se añadía una preocupación creciente.

La maldita gitana estaba a casi tres metros del suelo.

– ¡Te pillé! -Había arrancado lo que parecía una gran bola de pelusa de entre un manojo de manzanas; acto seguido se la metió en el amplio escote, se sentó y giró sobre la rama revelando un manojo gemelo de pelusa en su otra mano.

En aquel momento, lo vio.

– ¡Oh! -En un tris, perdió el equilibrio, agarró a los dos gatitos con una sola mano y se aferró a la rama justo a tiempo para evitar caerse.

Los gatitos maullaron lastimeramente; Gyles se habría cambiado por ellos sin pensárselo un instante.

Con los ojos como platos, el faldón enganchado ahora por encima de sus rodillas, se le quedó mirando desde lo alto.

– ¿Qué hace usted aquí?

Él sonrió. Como un lobo.

– Le he traído la cesta. Josh tiene otros quehaceres que atender.

Ella lo miró entrecerrando los ojos; a decir verdad, estaba a punto de fulminarlo con la mirada.

– Bien, pues ya que la ha traído podría también ser de alguna utilidad. -Le señaló el grumo de pelo que acababa de descubrir la punta de su bota-. Hay que recogerlos y llevarlos de vuelta dentro de la casa.

Gyles depositó la cesta en el suelo, atrapó la bola de pelusa que tenía a los pies y la dejó caer en su interior. Luego inspeccionó la zona adyacente; tras cerciorarse de que no iba a cometer un gaticidio, se situó debajo de la rama y extendió los brazos hacia arriba.

– Pásemelos.

Esto resultó no ser tan fácil, dado que la joven tenía que sujetarse a la rama al mismo tiempo. Finalmente, lo que hizo fue ponerse un gatito en el regazo y pasarle el otro, para luego pasarle el segundo.

Gyles volvió junto a la cesta, se agachó y deslizó ambos gatitos en su interior sin dejar que se escapara ninguno. Por el rabillo del ojo, entrevió un relámpago de pelo y saltó sobre él. Introduciendo al fugitivo en la cesta, preguntó:

– ¿Cuántos hay?

– Nueve. Aquí tiene otro.

Incorporándose, recogió una bola de pelo anaranjado. Lo añadió a la colecta.

– ¿Puede una gata parir nueve gatitos?

– Es evidente que Ruggles piensa que sí.

Llegó otro dando tumbos por la hierba. Lo estaba añadiendo al lanudo montón que maullaba y se debatía en el interior de la cesta cuando oyó el chasquido de la madera.

– ¡Oh…, oh!

Se giró justo a tiempo de dar una zancada y atraparla mientras caía de la rama. Aterrizó en sus brazos entre un revoltijo de faldas de seda. La levantó con facilidad y la acomodó en una posición más confortable.

A Francesca le llevó dos intentos volver a llenar sus pulmones.

– Gra… gracias.

Se lo quedó mirando y se preguntó si debería de añadir algo más. Él cargaba con ella como si no pesara más que uno de los gatitos. Sus ojos permanecían clavados en los de ella; era incapaz de pensar.

Entonces aquellos ojos grises se ensombrecieron, volviéndose tormentosos, turbulentos. Su mirada se desvió hacia sus labios.

– Creo -murmuró él- que merezco una recompensa.

No la pidió: la tomó, sencillamente. Inclinando la cabeza, unió sus labios a los de ella.

El primer roce la conmocionó: notó sus labios frescos, firmes. Luego se endurecieron, deslizándose por los suyos, como exigiéndole algo. Instintivamente, trató de aplacarlo, ablandando sus propios labios, entregándose. Entonces recordó que estaba considerando si se casaba con él. Deslizó sus manos por su pecho, hacia sus hombros. Juntándolas detrás de su nuca, correspondió a su beso con otro.

Percibió entonces en él una duda pasajera, un paréntesis momentáneo, como si se hubiese asustado; un latido del corazón después, esa impresión fue barrida de su mente por una oleada de ardiente exigencia. La repentina presión la hizo estremecer. Separó sus labios con un jadeo ahogado; él volvió a la carga, despiadado e implacable, tomando y reclamando y exigiendo más.

Por un momento, se aferró a él, consciente de su propia rendición sin poderla remediar, conocedora de que estaba siendo conducida -arrastrada- más allá de su control. Consciente de sensaciones que recorrían su cuerpo como un rayo, atravesando sus extremidades, consciente de que los dedos de sus pies se contraían lentamente. Lejos de asustarla, estas sensaciones la exaltaban. Para esto había nacido…, lo había sabido siempre. Pero esto era sólo el principio, media aventura, media manzana cuando la quería entera. Despojándose de toda resistencia, dejó que aquella ola de pasión la barriera; en su reflujo, recompuso su voluntad y se dispuso a devolver su embate.

Ahora lo besó ella, apasionadamente, y lo cogió por sorpresa. No se lo esperaba; cuando se quiso dar cuenta, estaba atrapado con ella en su mismo juego: el tórrido duelo de lenguas que ella imaginó siempre que sería. Nunca había besado así a un hombre, pero había observado e imaginado y deseado… Había sospechado que corresponder a sus caricias como un espejo funcionaría. Así, suponía, era como una dama aprendía el arte: besando y amando junto a un hombre experto.

Él lo era.

Ardientes, apremiantes, sus bocas se fundieron, sus lenguas se entrelazaron, deslizándose, acariciándose. Su carne se enardecía, sus nervios se tensaban; una aguda excitación se apoderaba de ella. Entonces el tenor del beso cambió, se ralentizó, se hizo más fuerte, hasta que los embates de él, profundos, deslizantes, rítmicos, se convirtieron en el tema dominante.