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Como si la conversación no fuese con él, don José daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño, Si la mujer es la misma, repetía, si después de todo la mujer es la misma, rompo la maldita ficha y no pienso más en el asunto. Sabía que estaba intentando encubrir la decepción, sabía que no soportaría regresar a los gestos y a los pensamientos de siempre, era como si hubiese estado a punto de embarcar para descubrir la isla misteriosa y en el último instante, ya con un pie en la plancha, apareciese alguien con un mapa abierto, No vale la pena que partas, la isla desconocida que querías encontrar está aquí, observa, tanto de latitud, tanto de longitud, tiene puertos y ciudades, montañas y ríos, todos con sus nombres e historias, es mejor que te resignes a ser quien eres. Pero don José no quería resignarse, continuaba mirando el horizonte que parecía perdido y, de repente, como si una nube negra se hubiese apartado para dejar que el sol apareciera, percibió que la idea que lo había despertado era engañosa, se acordó de que en la ficha constaban dos asentamientos, uno de matrimonio, otro de divorcio, y aquella mujer del edificio estaba ciertamente casada, si fuese la misma tendría que haber en la ficha un asentamiento del nuevo matrimonio, aunque es verdad que a veces la Conservaduría se equivoca, pero en eso don José no quiso pensar.

Alegando razones particulares de irresistible fuerza mayor, que se excusó de no explicar, recordando en todo caso que en veinticinco años de fiel y siempre puntual servicio era ésta la primera vez que lo hacía, don José pidió permiso para salir una hora más temprano. Siguiendo las disposiciones que regulaban la compleja relación jerárquica de la Conservaduría General del Registro Civil, comenzó formulando la pretensión al oficial de su sección, de cuya buena o mala disposición de espíritu dependerían los términos con que la solicitud sería transmitida al subdirector correspondiente, quien, a su vez, omitiendo o añadiendo palabras, acentuando esta sílaba o borrando aquélla, podría, hasta cierto punto, influir en la decisión final. Sobre esta cuestión, sin embargo, son muchas más las dudas que las certezas, porque los motivos que inducen al conservador a conceder o negar éstas u otras autorizaciones sólo por él son conocidos, no existiendo memoria ni registro, en tantos años de Conservaduría, de un único despacho, escrito o verbal, dotado de la respectiva fundamentación. Se ignorarán para siempre, por tanto, las razones por las que don José fue autorizado a salir media hora antes en lugar de la hora completa que había requerido. Es legítimo imaginar, aunque se trate de una especulación gratuita, no verificable, que el oficial, primero, o el subdirector, después, o ambos, hayan añadido que tan demorada ausencia afectaría negativamente al servicio, es más que probable que el jefe haya decidido aprovechar la ocasión para rebajar nuevamente a los subordinados con una de sus exhibiciones de autoridad discriminatoria. Informado de la decisión por el oficial, a quien se la transmitiera el subdirector, don José hizo cuentas del tiempo y concluyó que, si no quería llegar tarde a su destino, si no quería enfrentarse con el dueño de la casa de vuelta ya del trabajo, tendría que tomar un taxi, lujo donde los haya, tan infrecuente en su vida. Nadie lo esperaba, podía suceder que no hubiese nadie en casa a aquella hora, pero lo que deseaba, por encima de todo, era no verse obligado a enfrentarse con la impaciencia del hombre, sería más embarazoso satisfacer las desconfianzas de una persona así que responder a las preguntas de una mujer con un hijo en los brazos.

El hombre no abrió la puerta ni después se le oyó la voz dentro de la casa, de manera que estaría aún en el empleo o vendría de camino, y la mujer no traía al hijo en brazos. Don José comprendió en seguida que la mujer desconocida, tanto si estaba casada como divorciada, nunca podría ser aquella que tenía delante. Por muy bien conservada que estuviera, por muy bien que la hubiera tratado el tiempo, no es natural que alguien lleve treinta y seis años en el cuerpo y parezca tener menos de veinticinco en la cara.

Don José podía haberle dado la espalda simplemente, o farfullar una explicación rápida, decir, por ejemplo, Perdone, me equivoqué, buscaba a otra persona, pero de una u otra manera la punta de su hilo de Ariadna, por usar el lenguaje mitológico de la orden burocrática, estaba allí, eso sin olvidar la razonable probabilidad de que vivieran otras personas en la casa, y entre ellas se encontrara el objeto de su búsqueda, aunque, como sabemos, el espíritu de don José rechaza con vehemencia tal posibilidad. Sacó la ficha de su bolsillo, mientras decía, Buenas tardes, señora, Buenas tardes, qué desea, preguntó la mujer, Soy funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil y estoy encargado de investigar ciertas dudas que han surgido sobre el registro de una persona que sabemos que nació en esta casa, Ni mi marido ni yo nacimos aquí, sólo nuestra hija, que tiene ahora tres meses, supongo que no se trata de ella, Qué idea, la persona que busco es una mujer de treinta y seis años, Yo tengo veintisiete, No puede ser la misma, claro, dijo don José, y luego, Cómo se llama. La mujer dio el nombre, él hizo una pausa para sonreír, después preguntó, Hace mucho tiempo que vive en esta casa, Hace dos años, Conoció a las personas que residían antes aquí, éstas, leyó el nombre de la mujer desconocida y los nombres de los padres, No sabemos nada de esa gente, la casa estaba desocupada y mi marido trató el alquiler con el agente del propietario, Hay en el edificio algún inquilino antiguo, En el entresuelo derecha vive una señora mayor, por lo que he oído es la inquilina más antigua, Probablemente hace treinta y seis años aún no viviría aquí, las personas hoy se mudan mucho, Eso no puedo decírselo, será mejor que hable con ella, y ahora tengo que irme, mi marido está a punto de llegar y no le gusta verme hablando con extraños, además estaba preparando la cena, Soy un funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, no soy un extraño, y he venido aquí de servicio, si la molesté le pido disculpas. El tono melindroso de don José ablandó a la mujer, No, de verdad, no me ha molestado, sólo quería decir que si mi marido estuviese aquí le habría pedido de entrada la credencial, Yo le enseño mi carné de funcionario, vea, Ah, muy bien, se llama don José, pero cuando dije credencial quería decir un documento oficial donde se mencionara el asunto que está encargado de investigar, El conservador no pensó que encontraría desconfianzas, Cada uno tiene su manera de ser, y la vecina del entresuelo derecha, ésa, es el colmo, no abre la puerta a nadie, yo soy diferente, a mí me gusta conversar con las personas, Le agradezco la amabilidad con que me ha atendido, Siento no haberle sido más útil, Al contrario, me ha ayudado mucho, me ha hablado de la señora del entresuelo derecha y de la cuestión de la credencial, Menos mal que piensa así. La conversación tenía visos de continuar algunos minutos más, pero el sosiego de la casa fue súbitamente interrumpido por el llanto de un niño que se había despertado, Es su niño, dijo don José, No es niño, es niña, ya se lo había dicho, sonrió la mujer y don José sonrió también. En ese momento se oyó la puerta de la calle y la luz de la escalera se encendió, Es mi marido, conozco su manera de entrar, susurró la mujer, váyase y haga como que no ha hablado conmigo. Don José no bajó. Sin hacer ruido, de puntillas, subió rápidamente hasta el descansillo superior y allí se quedó, apoyado a la pared, con el corazón palpitando como si estuviese viviendo una aventura peligrosa, mientras los pasos firmes del hombre joven crecían y se aproximaban.

El timbre tocó, entre el abrir y el cerrar de la puerta de la casa aún se oyó el llanto de la niña, luego un gran silencio llenó la espiral de la escalera. Un minuto después la luz general se apagó. Entonces don José cayó en la cuenta de que todo su diálogo con la mujer había transcurrido, como si uno u otro tuviera algo que ocultar, en la penumbra cómplice del interior del edificio, cómplice fue la inesperada palabra que se le vino a la cabeza, Cómplice de qué, cómplice por qué, se preguntó, lo cierto es que ella no volvió a encender la luz que, tras el intercambio de las primeras palabras, se había apagado. Comenzó finalmente a bajar las escaleras, primero con todas las cautelas, después apresurado, sólo paró un instante para escuchar ante la puerta del entresuelo derecha, llegaba un sonido que debía de ser una radio, no pensó en llamar al timbre, dejaría la nueva investigación para el fin de semana, para el sábado o el domingo, entonces no le pillarían desprevenido, se presentaría con la credencial en la mano, investido de una autoridad formal que nadie se atrevería a poner en duda. Falsa credencial, claro está, pero que le evitaría, con la irresistible fuerza de un membrete oficial y de un sello auténtico, el trabajo de tener que disipar desconfianzas antes de entrar en el meollo de la cuestión. En cuanto a la firma del jefe, se sentía absolutamente tranquilo, no era verosímil que la longeva señora del entresuelo hubiera visto alguna vez la firma del conservador, cuyos floreados, pensándolo bien, gracias a su propia fantasía ornamental, no serían difíciles de imitar. Si todo ocurriese bien esta vez, como estaba seguro de que ocurriría, usaría el documento siempre que encontrase o previese dificultades en las futuras investigaciones, pues estaba convencido de que la búsqueda no acabaría en el entresuelo. Suponiendo que la inquilina fuese del tiempo en que la familia de la mujer desconocida vivía en el edificio, podría suceder que no se llevaran bien unos con otros, que todo se redujera, en la memoria cansada de la anciana, a unos cuantos recuerdos vagos, dependería de los años transcurridos desde la mudanza de la familia del segundo piso a otro lugar de la ciudad. O del país, o del mundo, pensó preocupado ya en la calle. Las personas famosas de su colección, vayan por donde vayan, llevan siempre un periódico o una revista siguiéndoles la pista y rastreándoles el olor para una fotografía más, para otra pregunta, pero de la gente vulgar nadie se acuerda, nadie se interesa verdaderamente por ella, nadie se preocupa de saber lo que hace, ni lo que piensa, ni lo que siente, incluso en los casos en que se pretende hacer creer lo contrario, se está fingiendo.