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—Si he de estar confinada que sea en los aposentos de mi padre para que pueda confortarlo en sus últimos días.

—Muy bien —aceptó Ser Desmond tras meditarlo un instante—. No careceréis de comodidades y se os tratará con cortesía, pero se os prohíbe recorrer el castillo. Visitad el sept cuando queráis, pero el resto del tiempo permaneced en los aposentos de Lord Hoster hasta el regreso de Lord Edmure.

—Como tengáis a bien. —Su hermano no era el señor mientras viviera su padre, pero Catelyn no lo corrigió—. Ponedme un guardia si es vuestra obligación, pero os doy mi palabra de que no intentaré escapar.

Ser Desmond asintió, satisfecho por haber terminado aquella desagradable tarea, pero Utherydes Wayn, con ojos tristes, vaciló un momento después de que el castellano se marchara.

—Habéis hecho algo muy grave, mi señora, pero en vano. Ser Desmond ha mandado a Ser Robin Ryger en su busca para traer de vuelta al Matarreyes o, en su defecto, su cabeza.

Catelyn no había esperado menos.

«Que el Guerrero dé fuerzas a tu espada, Brienne», imploró. Había hecho todo lo que había podido; lo único que le quedaba era la esperanza.

Trasladaron sus pertenencias al dormitorio de su padre, dominado por la gran cama con dosel en la que ella había nacido, la que tenía las columnas talladas con la forma de una trucha saltarina. Habían llevado a su padre medio piso más abajo y habían situado el lecho del moribundo frente al balcón triangular que se abría hacia sus propiedades y desde donde podía ver los ríos que siempre había amado.

Lord Hoster dormía cuando Catelyn entró, así que salió al balcón y se quedó allí de pie, con una mano sobre la balaustrada de piedra áspera. Más allá del castillo, el rápido Piedra Caída confluía con el plácido Forca Roja, y se divisaba un gran tramo río abajo.

«Si viene una vela a rayas desde el este, será Ser Robin que regresa.» Por el momento, la superficie del agua estaba desierta. Dio gracias a los dioses por ello y volvió dentro para sentarse con su padre.

Catelyn no sabía si Lord Hoster se daba cuenta de que ella estaba allí ni si su presencia lo aliviaba, pero a ella la confortaba estar con él.

«¿Qué dirías si conocieras mi crimen, padre? —se preguntó—. ¿Habrías hecho lo mismo si Lysa y yo estuviéramos en manos de nuestros enemigos? ¿O también me condenarías y lo llamarías la locura de una madre?»

En aquella habitación olía a muerte; era un olor denso, dulzón, infecto y pegajoso. Le recordaba a los hijos que había perdido, a su dulce Bran y a su pequeño Rickon, asesinados a manos de Theon Greyjoy, que había sido pupilo de Ned. Todavía guardaba luto por Ned, siempre guardaría luto por Ned, pero que le quitaran también a sus pequeños…

—Perder a un hijo es cruel y monstruoso —susurró muy quedo, más para sí que para su padre.

Lord Hoster abrió los ojos.

—Atanasia —susurró con voz llena de sufrimiento.

«No me reconoce.» Catelyn se había habituado a que la confundiera con su madre o su hermana Lysa, pero Atanasia era un nombre que le resultaba desconocido.

—Soy Catelyn —dijo—. Soy Cat, padre.

—Perdóname… la sangre… Por favor… Atanasia…

¿Habría existido otra mujer en la vida de su padre? ¿Quizá alguna doncella aldeana a la que habría perjudicado cuando era joven?

«¿Habrá hallado consuelo entre los brazos de alguna moza de servicio después de morir mi madre?» Era una idea extraña, inquietante. De repente, se sintió como si no conociera en absoluto a su padre.

—¿Quién es Atanasia, mi señor? ¿Quieres que la haga venir, padre? ¿Dónde puedo encontrarla? ¿Está viva todavía?

—Muerta —dijo Lord Hoster con un gemido. Su mano buscó la de ella—. Tendrás otros… bebés preciosos y legítimos.

«¿Otros? —pensó Catelyn—. ¿Habrá olvidado que Ned ha muerto? ¿Aún habla con Atanasia, o ahora es conmigo, o con Lysa, o con mi madre?»

Cuando el anciano tosió, sus esputos eran sanguinolentos. Se aferró a los dedos de su hija.

—Sé una buena esposa y los dioses te bendecirán… hijos, hijos legítimos… Aaah.

El súbito espasmo de dolor hizo que la mano de Lord Hoster se cerrara con más fuerza. Sus uñas se clavaron en la mano de Catelyn, que dejó escapar un grito sordo.

El maestre Vyman acudió enseguida para preparar otra dosis de leche de la amapola y ayudar a su señor a beberla. Al poco tiempo, Lord Hoster Tully volvió a sumirse en un sueño profundo.

—Ha preguntado por una mujer —dijo Catelyn—. Atanasia.

—¿Atanasia? —El maestre la miró con ojos ausentes.

—¿No conocéis a nadie con ese nombre? ¿Una chica de la servidumbre, una mujer de alguna aldea cercana? ¿Quizá alguien de hace años? —Catelyn había estado mucho tiempo fuera de Aguasdulces.

—No, mi señora. Si queréis, puedo indagar. Sin duda, Utherydes Wayn sabrá si una persona con ese nombre ha servido en Aguasdulces. ¿Habéis dicho Atanasia? Con frecuencia la gente del pueblo pone a sus hijas nombres de flores y plantas. —El maestre quedó pensativo un instante—. Había una viuda… Recuerdo que solía venir al castillo en busca de zapatos viejos que necesitaran suelas nuevas. Se llamaba Atanasia, ahora que lo pienso. ¿O sería Anastasia? Era algo así. Pero hace muchos años que no viene…

—Se llamaba Violeta —dijo Catelyn, que recordaba perfectamente a la anciana.

—¿De veras? —El maestre pareció abochornado—. Os pido perdón, Lady Catelyn, pero no puedo quedarme. Ser Desmond ha ordenado que sólo hablemos con vos cuando lo exijan nuestros deberes.

—En ese caso, cumplid sus órdenes.

Catelyn no podía desaprobar la actitud de Ser Desmond; le había dado pocas razones para confiar en ella, y sin duda temía que tratara de aprovechar la lealtad que muchas personas en Aguasdulces sentirían aún hacia la hija de su señor para llevar a cabo otra calamidad.

«Al menos, me he librado de la guerra —se dijo para sus adentros—, aunque sea por poco tiempo.»

Tras la marcha del maestre, se puso una capa de lana y volvió a salir al balcón. La luz del sol se reflejaba en los ríos y doraba la superficie de las aguas que corrían más allá del castillo. Catelyn se protegió los ojos del resplandor y buscó una vela distante con miedo a divisarla. Pero no había nada y eso significaba que aún podía albergar esperanzas.

Estuvo todo el día vigilando hasta bien entrada la noche cuando las piernas comenzaron a dolerle por permanecer de pie. A últimas horas de la tarde llegó un cuervo al castillo, agitando sus enormes alas negras hasta posarse en la pajarera. «Alas negras, palabras negras», pensó, recordando el último pájaro que había llegado y el horror que había traído consigo.

El maestre Vyman regresó a la puesta del sol para atender a Lord Tully y llevarle a Catelyn una cena parca: pan, queso y carne cocida con rábano picante.

—He hablado con Utherydes Wayn, mi señora. Está completamente seguro de que ninguna mujer llamada Atanasia ha trabajado en Aguasdulces durante su servicio.

—Hoy ha llegado un cuervo, lo he visto. ¿Han atrapado de nuevo a Jaime?

«¿O lo han matado? No lo quieran los dioses.»

—No, mi señora, no hemos tenido noticia alguna del Matarreyes.

—¿Se trata entonces de otra batalla? ¿Está Edmure en aprietos? ¿O Robb? Por favor, tened misericordia, calmad mis temores.

—Mi señora, no debo… —Vyman miró a su alrededor como para cerciorarse de que no había nadie más en la recámara—. Lord Tywin ha abandonado las tierras de los ríos. Todo está tranquilo en los vados.

—Entonces, ¿de dónde vino el cuervo?

—Del oeste —respondió, ocupado con la ropa de cama de Lord Hoster y evitando mirarla a los ojos.

—¿Eran noticias de Robb?

—Sí, mi señora —dijo, tras una vacilación.