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—¿A qué te refieres, Tollett?

—Lo del hacha que te clavaron en el cráneo. ¿Es verdad que la mitad de los sesos se te quedaron esparcidos por el suelo y tus perros se los comieron?

Grenn, un patán corpulento, se echó a reír, y hasta Samwell Tarly sonrió débilmente. Chett dio una patada al perro más cercano, tiró de las traíllas y comenzó a ascender la colina.

«Sonríe todo lo que quieras, Ser Cerdi. Veremos quién ríe esta noche. —Su único deseo era tener tiempo para matar también a Tollett—. Un idiota agorero con cara de caballo, eso es lo que es.»

El ascenso era abrupto hasta en esa ladera del Puño, la que tenía menos pendiente. A medio camino, los perros comenzaron a ladrar y tirar de él, creyendo que pronto comerían. En lugar de eso, les hizo probar sus botas, y un chasquido del látigo fue la respuesta al animal enorme y feo que le lanzó un mordisco. Tan pronto como los ató fue a presentar su informe.

—Había huellas, como dijo Gigante —informó a Mormont delante de su gran tienda negra—, pero los perros no pudieron encontrar el rastro. Era río abajo, quizá se tratara de huellas antiguas.

—Qué lástima. —El Lord Comandante Mormont tenía la cabeza calva y una gran barba gris y enmarañada, y su voz denotaba el mismo cansancio que su aspecto—. Nos hubiera venido bien un buen trozo de carne fresca.

Carne… carne… carne —repitió el cuervo de su hombro ladeando la cabeza.

«Podríamos hacer un guiso con los condenados perros —pensó Chett, pero mantuvo la boca cerrada hasta que el Viejo Oso le dio permiso para retirarse—. Y ésta ha sido la última vez que he tenido que inclinar la cabeza ante ése», pensó para sus adentros con satisfacción. Le parecía que hacía cada vez más frío, aunque hubiera jurado que era imposible. Los perros se acurrucaron, lastimeros, sobre el duro cieno congelado, y Chett se sintió tentado a meterse entre ellos. Se limitó a cubrirse la parte inferior del rostro con una bufanda negra de lana, dejando libre un pequeño espacio para la boca. Descubrió que si se movía entraba un poco en calor, por lo que hizo un lento recorrido por el perímetro con un mazo de hojamarga, compartiendo una o dos mascadas con los hermanos negros que estaban de guardia mientras escuchaba lo que le contaban. Ninguno de los hombres del turno de día entraba en sus planes; de todos modos, creyó que no le iría mal tener cierta idea de lo que pensaban.

Lo que pensaban, básicamente, era que hacía un frío de mil demonios.

A medida que las sombras se alargaban, se levantaba el viento. Cuando pasaba entre las piedras de la muralla circular emitía un sonido agudo y débil.

—Odio ese sonido —dijo el pequeño Gigante—, es como un bebé en el bosque que gime pidiendo leche.

Cuando terminó el recorrido y volvió donde estaban los perros, vio a Lark que lo esperaba.

—Los oficiales están otra vez en la tienda del Viejo Oso discutiendo algo con mucho interés.

—A eso se dedican, sí —dijo Chett—. Todos son de noble cuna, todos menos Blane, y se emborrachan con palabras en lugar de con vino.

—El imbécil descerebrado sigue hablando del pájaro —lo alertó Lark; se le había acercado y miraba en torno suyo para cerciorarse de que no había nadie cerca—. Ahora pregunta si hemos guardado algo de grano para el maldito bicho.

—Es un cuervo —replicó Chett—. Come cadáveres.

—¿El suyo quizá? —preguntó Lark con una mueca.

«O el tuyo.» A Chett le parecía que necesitaban más al hombrón que a Lark.

—Deja de preocuparte por Paul el Pequeño. Haz tu parte, él hará la suya.

Cuando logró liberarse del de las Hermanas, el crepúsculo avanzaba entre los árboles, y se sentó a afilar su espada. Con los guantes puestos era un trabajo durísimo, pero no tenía la menor intención de quitárselos. Hacía tanto frío que el tonto que tocara acero con las manos desnudas perdería un trozo de piel.

Los perros gimotearon cuando el sol se puso. Les echó agua y maldiciones.

—Falta media noche para que podáis disfrutar de vuestro festín.

Ya le llegaba el olor de la cena.

Dywen estaba delante del fuego donde cocinaban cuando Chett recibió un pedazo de pan y una escudilla de sopa de tocino y judías de manos de Hake, el cocinero.

—El bosque está demasiado silencioso —decía el viejo forestal—. No hay ranas junto a ese río, ni búhos en la noche. No había oído nunca un bosque más muerto que éste.

—Esos dientes tuyos suenan bastante muertos —dijo Hake.

Dywen entrechocó los dientes de madera.

—Tampoco hay lobos. Antes había, pero han desaparecido. ¿Adónde creéis que se habrán ido?

—A algún sitio cálido —dijo Chett.

De los más de una docena de hermanos que estaban sentados en torno al fuego, cuatro eran de los suyos. Mientras comía, dedicó a cada uno una mirada torva e inquisitiva, para ver si alguno mostraba señales de vacilación. El Daga parecía bastante tranquilo allí sentado, afilando el arma como lo hacía todas las noches. Y Donnel Hill el Suave era todo anécdotas jocosas y chistes. Tenía los dientes blancos, los labios rojos y gruesos, y unos cabellos rubios ondulados que le caían sobre los hombros formando una hermosa cascada, y aseguraba ser hijo bastardo de un Lannister. Quizá lo fuera. Chett no tenía la menor necesidad de chicos guapos ni tampoco de bastardos, pero Donnel el Suave parecía bastante competente.

No estaba tan seguro respecto al guardabosques a quien los hermanos llamaban Serrucho, más por sus ronquidos que por algo que tuviera que ver con los árboles. En aquel mismo momento, parecía tan inquieto que quizá no volviera a roncar en la vida. Y Maslyn estaba peor. Chett veía cómo le corría el sudor por la cara, a pesar del viento helado. Las gotas de humedad brillaban a la luz de la hoguera, como pequeñas joyas mojadas. Maslyn ni siquiera comía, se limitaba a contemplar la sopa como si su olor estuviera a punto de hacerlo vomitar.

«Tendré que vigilarlo», pensó Chett.

—¡A formar! —El grito repentino surgió de una docena de gargantas y se difundió con rapidez por todos los rincones del campamento en la cima de la colina—. ¡Hombres de la Guardia de la Noche! ¡A formar junto a la hoguera central!

Con el ceño fruncido, Chett terminó su ración de sopa y siguió a los demás.

El Viejo Oso estaba delante del fuego junto con Smallwood, Locke, Wythers y Blane, que formaban una fila detrás de él. Mormont llevaba una capa de gruesa piel negra, y el cuervo, posado sobre su hombro, se limpiaba las negras plumas.

«Esto no augura nada bueno.» Chett se metió entre Bernarr el Moreno y unos hombres de la Torre Sombría. Cuando todos estuvieron reunidos, menos los vigilantes del bosque y los que hacían guardia en la muralla circular, Mormont se aclaró la garganta y escupió. La saliva se congeló antes de tocar el suelo.

—¡Hermanos! —dijo—. ¡Hombres de la Guardia de la Noche!

¡Hombres! —gritó su cuervo—. ¡Hombres! ¡Hombres!

—Los salvajes están bajando de las montañas, siguen el curso del Agualechosa. Thoren considera que su vanguardia estará sobre nosotros de aquí a diez días. Sus exploradores más experimentados van con Harma Cabeza de Perro en esa vanguardia. Los demás, o bien forman una fuerza de retaguardia, o avanzan muy cerca del propio Mance Rayder. Sus combatientes se extienden por toda la línea de avance en pequeños grupos. Tienen bueyes, mulas, caballos… pero pocos. La mayoría van a pie, apenas van armados y no están entrenados. Las armas que llevan son más bien de hueso y piedra que de acero. Transportan consigo la impedimenta: mujeres, niños, rebaños de cabras y ovejas, además de todas sus posesiones. En pocas palabras, aunque son numerosos, son vulnerables… y no saben que estamos aquí. O, al menos, debemos rezar para que no lo sepan.