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—Muchos hombres valientes murieron para defender esos vados, tío. —Edmure parecía rabioso—. ¿Qué pasa, nadie puede conseguir una victoria más que el Joven Lobo? ¿Te he robado parte de la gloria, Robb?

—Llámame «alteza» —lo corrigió Robb con voz gélida—. Me juraste lealtad como tu rey, tío. ¿O también te has olvidado de eso?

—Tenías orden de defender Aguasdulces, Edmure —dijo el Pez Negro—. Nada más.

—Defendí Aguasdulces y además le di una bofetada en la cara a Lord Tywin…

—Exacto —dijo Robb—. Pero con bofetadas no vamos a ganar esta guerra. ¿No te paraste a pensar por qué nos quedábamos en el oeste tanto tiempo después de lo del Cruce de Bueyes? Sabías que no tenía suficientes hombres para atacar Lannisport ni Roca Casterly.

—Pues… porque había otros castillos… oro, ganado…

—¿Pensaste que nos estábamos dedicando al saqueo? —Robb lo miró, incrédulo—. Yo quería que Lord Tywin viniera al oeste, tío.

—Nosotros íbamos a caballo —dijo Ser Brynden—. El ejército Lannister iba en su mayor parte a pie. Nuestro plan era acosar a Lord Tywin a lo largo de la costa y obligarlo a seguirnos, luego situarnos en su retaguardia y ocupar una posición defensiva fuerte de lado a lado del camino del oro, en un lugar que habían encontrado mis exploradores, y donde el terreno nos favorecería en gran medida. Si se hubiera enfrentado a nosotros allí habría pagado un precio muy alto. Pero si no atacaba habría quedado atrapado en el oeste, a mil leguas de donde hacía falta su presencia. Y durante todo ese tiempo nos alimentaríamos de sus tierras, en vez de alimentarse él de las nuestras.

—Lord Stannis estaba a punto de caer sobre Desembarco del Rey —dijo Robb—. Tal vez nos hubiera librado de Joffrey, de la reina y del Gnomo, todo de un golpe. Y entonces quizá habríamos podido firmar la paz.

—No me lo dijisteis. —Edmure miraba alternativamente a su tío y a su sobrino.

—Te dije que defendieras Aguasdulces —le espetó Robb—. ¿Acaso no estaba clara la orden?

—Al detener a Lord Tywin en el Forca Roja —prosiguió el Pez Negro—, lo retrasaste lo justo para que llegaran hasta él jinetes de Puenteamargo, con las noticias de lo que estaba sucediendo en el este. Lord Tywin dio media vuelta a su ejército de inmediato, se reunió con Mathis Rowan y Randyll Tarly cerca del nacimiento del Aguasnegras, y avanzaron a marcha forzada hasta la Cascada del Volatinero, donde se reunieron con Mace Tyrell y dos de sus hijos, que los esperaban con un gran ejército y una flota de barcazas. Bajaron por el río, desembarcaron a medio día a caballo de la ciudad y atacaron a Stannis por la retaguardia.

Catelyn recordó la corte del rey Renly tal como la había visto en Puenteamargo. Un millar de rosas doradas ondeando al viento, la sonrisa tímida y las palabras gentiles de la reina Margaery, la venda ensangrentada en torno a las sienes de su hermano, el Caballero de las Flores.

«Hijo mío, si tenías que caer en los brazos de alguna mujer, ¿por qué no fue en los de Margaery Tyrell? —La riqueza y el poderío de Altojardín habrían supuesto una gran diferencia en las batallas que aún estaban por llegar—. Además, puede que a Viento Gris le hubiera gustado su olor.»

—Yo no tenía intención de… —Edmure tenía el rostro ceniciento—. De verdad, Robb… ¡Tienes que permitirme que haga algo para reparar mi error! ¡Iré al mando de la vanguardia en la próxima batalla!

«¿Para reparar tu error, hermano? ¿O lo haces por la gloria?»

—La próxima batalla —dijo Robb—. No falta mucho, desde luego. En cuanto Joffrey contraiga matrimonio, los Lannister volverán a atacarme, y no cabe duda de que los Tyrell les darán todo su apoyo. Y si Walder el Negro se sale con la suya, puede que también tenga que luchar contra los Frey…

—Mientras Theon Greyjoy se siente en el trono de tu padre —dijo Catelyn a su hijo— con las manos manchadas con la sangre de tus hermanos, el resto de los enemigos tendrán que esperar. Tu primera obligación es defender a tu pueblo, recuperar Invernalia, colgar a Theon en una jaula para cuervos y dejarlo morir muy lentamente. O eso, o quitarte para siempre esa corona, Robb, porque los hombres sabrán que no eres un verdadero rey.

Por la mirada que le dirigió Robb, era evidente que hacía mucho que nadie se atrevía a hablarle de manera tan brusca.

—Cuando me dijeron que Invernalia había caído, quise volver al norte de inmediato —dijo con cierto tono defensivo en la voz—. Quise liberar a Bran y a Rickon, pero creía… Nunca imaginé que Theon les pudiera hacer daño, de verdad. Si hubiera…

—Es demasiado tarde para cambiar el pasado —dijo Catelyn—, demasiado tarde para rescatar a nadie. Ya sólo nos queda la venganza.

—Con las últimas noticias que llegaron del norte —dijo Robb— nos enteramos de que Ser Rodrik había derrotado a un ejército de hombres del hierro cerca de la Ciudadela de Torrhen y estaba reuniendo un ejército en el Castillo Cerwyn para recuperar Invernalia. Puede que ya lo haya logrado. Hace tiempo que no llegan mensajes. Además, ¿qué sería del Tridente si volviera ahora al Norte? No puedo pedir a los señores del río que abandonen a su gente.

—No —dijo Catelyn—. Déjalos aquí para que cuiden de los suyos y recupera el norte con norteños.

—¿Cómo quieres llevar a los norteños hasta el norte? —preguntó su hermano Edmure—. Los hombres del hierro controlan el mar del Ocaso. Los Greyjoy ocupan Foso Cailin, y jamás ha habido ejército capaz de tomar esa fortaleza por el sur. Incluso marchar hacia allí sería una locura. Podríamos quedar atrapados en el camino, con los hombres del hierro delante y una horda de Freys furiosos a la espalda.

—Tenemos que volver a ganarnos a los Frey —dijo Robb—. Si contamos con ellos, todavía tendremos alguna posibilidad de vencer, aunque no muchas. Sin ellos no veo esperanza. Estoy dispuesto a conceder a Lord Walder lo que quiera: disculpas, honores, tierras, oro… Tiene que haber algo que apacigüe su orgullo.

—Algo no —dijo Catelyn—. Alguien.

JON

—¿Qué, son grandes o no?

Los copos de nieve salpicaban el rostro ancho de Tormund y se le derretían en el cabello y en la barba.

Los gigantes se mecían lentamente a lomos de los mamuts mientras avanzaban en fila de a dos. El caballo de Jon se encabritó aterrado por lo extraño del espectáculo, pero no se sabía si lo que lo asustaban eran los mamuts o sus jinetes. El propio Fantasma retrocedió un paso y enseñó los dientes en un gruñido silencioso. El huargo era grande, pero más grandes aún eran los mamuts, y además eran muchos.

Jon tiró de las riendas del caballo para detenerlo y así poder contar los gigantes que emergían entre los copos de nieve y las nieblas del Agualechosa. Iba por más de cincuenta cuando Tormund dijo algo y perdió la cuenta. «Debe de haber cientos.» Su número no parecía tener fin.

En los cuentos de la Vieja Tata, los gigantes eran hombres de gran tamaño que vivían en castillos colosales, peleaban con espadas inmensas, y calzaban unas botas en las que se podría esconder un niño. Como iban sentados, no era fácil calcular su estatura.

«Unos tres metros, más o menos —pensó—. Tres metros y medio como mucho.» Tenían un pecho que podría pasar por el de un hombre, pero en cambio los brazos eran demasiado largos, y la parte inferior del torso parecía la mitad de ancha que la superior. Las piernas eran más cortas que los brazos, aunque muy gruesas, y no llevaban botas: los pies eran anchos, desparramados, duros, callosos y negros. Carecían de cuello, las enormes cabezas sobresalían hacia delante directamente de los omoplatos, y los rostros eran aplastados y brutales. Entre los pliegues de piel callosa se veían ojillos de rata, apenas del tamaño de unas cuentas, y no dejaban de husmear, como si se guiaran tanto por el olfato como por la vista.