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Jon calculaba que la mitad del ejército de salvajes no había visto el Muro en su vida, y de ellos muchos no sabían ni una palabra de la lengua común. No tenía importancia. Mance Rayder hablaba la antigua lengua, incluso sabía canciones; tañía las cuerdas de su laúd y llenaba la noche con una música extraña y salvaje.

Mance había pasado años reuniendo aquel ejército enorme que avanzaba lenta y pesadamente; había hablado con la madre de aquel clan o con aquel otro magnar, ganado una aldea a golpe de palabras bonitas, la siguiente con canciones, y la tercera con el filo de la espada; había puesto paz entre Harina Cabeza de Perro y el Señor de los Huesos, entre los Pies de Cuerno y los Corredores Nocturnos, entre los hombres morsa de la Costa Helada y los clanes caníbales de los grandes ríos de hielo. Había convertido cien dagas diferentes en una lanza enorme, dirigida contra el corazón de los Siete Reinos. No tenía corona ni cetro, ni vestiduras de terciopelo y seda, pero a Jon le resultaba evidente que Mance Rayder no era rey sólo de nombre.

Jon se había unido a los salvajes por orden de Qhorin Mediamano. «Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos todo el tiempo que sea preciso —le había dicho el explorador la noche antes de morir—. Y observa.» Pero, por mucho que observaba, poco había descubierto. El Mediamano había sospechado que los salvajes habían ido a los gélidos y yermos Colmillos Helados en busca de algún arma, algún poder, algún hechizo destructor que les permitiera abrir una brecha en el Muro… Pero si lo habían encontrado, fuera lo que fuera, nadie alardeaba de ello abiertamente, ni se lo había mostrado a Jon. Mance Rayder no lo había hecho partícipe de ninguno de sus planes ni estrategias. Desde la primera noche, no lo había vuelto a ver más que de lejos.

«Si es necesario, lo mataré.» Era una perspectiva que a Jon no le proporcionaba el menor placer. Matar a alguien de esa manera no era honorable; además, también significaría la muerte para él. Pero no podía permitir que los salvajes traspasaran el muro, que amenazaran Invernalia y el norte, los Túmulos y los Riachuelos, Puerto Blanco y la Costa Pedregosa, o incluso el Cuello. Durante ocho mil años, los hombres de la Casa Stark habían vivido y habían muerto para proteger a su pueblo de aquellos pillajes y saqueos… Y, bastardo o no, por sus venas corría la misma sangre. «Además, Bran y Rickon siguen en Invernalia, con el maestre Luwin, Ser Rodrik, la Vieja Tata, Farnel y sus perros, Mikken y su forja, Gage y sus hornos… todas las personas que he conocido, todas las personas que he amado.» Si Jon tenía que matar a un hombre al que casi admiraba, que casi le caía bien, para salvarlos de las atenciones de Casaca de Matraca, de Harma Cabeza de Perro y del desorejado Magnar de Thenn, lo haría sin dudarlo.

Pero tenía la esperanza de que los dioses de su padre le evitaran una misión tan triste. El ejército avanzaba con gran lentitud, demorado por el ganado de los salvajes, sus niños y sus miserables riquezas, y la nieve los ralentizaba todavía más. La mayor parte de la columna se alejaba ya del pie de las colinas y avanzaba lentamente por la orilla oeste del Agualechosa, su movimiento era como el fluir denso de la miel en una mañana fría de invierno. Seguían el curso del río hacia el corazón del Bosque Encantado.

Y Jon sabía que, no muy lejos, el Puño de los Primeros Hombres se alzaba por encima de los árboles y que allí aguardaban trescientos hermanos negros de la Guardia de la Noche, armados y a caballo. El Viejo Oso había enviado otros exploradores aparte del Mediamano y, sin duda, Jarman Buckwell o Thoren Smallwood habrían regresado ya y les habrían contado qué estaba bajando de las montañas.

«Mormont no huirá —pensó Jon—. Es demasiado viejo y ha llegado demasiado lejos. Atacará, sin que le importe que nos superen en número. —El día menos pensado, más pronto que tarde, oiría el sonido de cuernos de guerra y vería una columna de jinetes que avanzaban contra ellos con las capas negras al viento y el acero frío desenvainado. Por supuesto, trescientos hombres no tenían la menor esperanza de acabar con un ejército que los superaba cien veces en número, pero Jon creía que no sería necesario—. No hace falta que mate a mil, sólo a uno. Lo único que los mantiene unidos es Mance.»

El Rey-más-allá-del-Muro hacía todo lo que podía, pero los salvajes eran indisciplinados hasta lo indescriptible, y ése era su principal punto débil. En la serpiente de leguas de longitud que era la columna, había guerreros tan valerosos como cualquier hombre de la Guardia, pero al menos un tercio de ellos iban agrupados al principio y al final, en la vanguardia de Harma Cabeza de Perro y en la salvaje retaguardia con sus gigantes, uros y lanzafuegos. Otro tercio cabalgaban con el propio Mance, en la parte central, para vigilar los carromatos, los trineos y las carretas tiradas por perros donde se transportaba la gran mayoría de las provisiones y suministros del ejército, lo único que quedaba de la última cosecha del verano. El resto iban divididos en pequeños grupos, bajo el mando de hombres como Casaca de Matraca, Jarl, Tormund Matagigantes o el Llorón, servían como exploradores, forrajeadores y arreadores, y se pasaban el día recorriendo la columna de arriba abajo para que avanzara de manera más o menos ordenada.

Y todavía más, sólo uno de cada cien salvajes iba a caballo.

«El Viejo Oso los atravesará como un cuchillo atraviesa unas gachas.» Cuando llegara ese momento, Mance tendría que movilizar el centro de la columna para tratar de paliar la amenaza. Habría un combate y si él cayera el Muro estaría a salvo por lo menos cien años más, en opinión de Jon. «Si no…»

Flexionó los dedos quemados de la mano con la que manejaba la espada. Llevaba colgada de la silla a Garra, la gran espada bastarda con el pomo tallado en forma de cabeza de lobo y la empuñadura cubierta de cuero suave. La tenía siempre al alcance.

Cuando alcanzaron al grupo de Tormund, varias horas más tarde, nevaba copiosamente. Durante el trayecto, Fantasma se alejó y desapareció en el bosque tras el rastro de una presa. El huargo regresaría cuando acamparan para pasar la noche, como muy tarde al amanecer. Por mucho que se alejara en sus merodeos, Fantasma siempre regresaba… y lo mismo pasaba con Ygritte.

—¿Qué? —preguntó la chica en cuanto lo vio—. ¿Nos crees ahora, Jon Nieve? ¿Has visto a los gigantes con sus mamuts?

—¡Ja! —rió Tormund antes de que Jon pudiera responder nada—. ¡El cuervo se ha enamorado! ¡Se va a casar con uno!

—¿Con un gigante? —rió también Lanzalarga Ryk.

—¡No, con un mamut! —rugió Tormund—. ¡Ja!

Ygritte trotó al lado de Jon, que había tirado de las riendas de su montura para ponerla al paso. La chica decía que tenía tres años más que él, aunque era un palmo más baja; pero, tuviera la edad que tuviera, era una muchacha tan dura como menuda. Cuando la capturaron en el Paso Aullante, Serpiente de Piedra había dicho que era una «mujer del acero». No estaba casada y su arma predilecta era un arco corto y curvo de cuerno y madera de arciano, pero el nombre le iba como anillo al dedo. Le recordaba a su hermanita Arya, aunque Arya era más joven, y quizá también más delgada. No era fácil saber si Ygritte era delgada o regordeta, llevaba demasiadas pieles encima.

—¿Te sabes «El último de los gigantes»? —Sin esperar respuesta, se apresuró a añadir—: Para cantarla bien hace falta una voz más grave que la mía. «Oooh, yo soy el último de los gigantes y los míos han desaparecido de la tierra» —entonó.

Tormund Matagigantes oyó los versos y sonrió.

—«El último de los grandes gigantes de la montaña que el mundo gobernaban cuando nací» —vociferó hacia atrás a través de la nieve.