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Ryk Lanzalarga se les unió.

—«Me han robado mis bosques los pequeñines, han robado mis ríos y mis colinas.»

—«Y han cortado mis valles con un gran muro, y han pescado los peces de mis estanques» —le respondieron a su vez Ygritte y Tormund, con adecuadas voces de gigantes.

Toregg y Dormund, hijos de Tormund, añadieron también sus voces de bajo, y luego los siguieron Munda y todos los demás. Otros comenzaron a hacer chocar las picas contra los escudos de cuero para marcar burdamente el ritmo hasta que todo el destacamento guerrero se puso a cantar a medida que avanzaba.

En salones de piedra ellos encendieron grandes fogatas, en salones de piedra ellos forjaron agudas lanzas. Mientras, yo marcho solo por las montañas, sin otro compañero salvo las lágrimas.
Por el día me persiguen con sus jaurías me cazan con antorchas en las noches frías. Porque quien es pequeño odia a los altos, siempre que haya gigantes al sol andando.
Ooooh, yo soy el último de los gigantes, aprende de memoria lo que yo cante. Pues cuando me vaya y mi canto se hiele, un silencio muy largo será lo que quede.

Cuando terminó la canción, Ygritte tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Por qué lloras? —le preguntó Jon—. No es más que una canción. Quedan cientos de gigantes, los acabo de ver.

—Bah, cientos —replicó ella, furiosa—. No sabes nada, Jon Nieve. No… ¡Jon!

Jon se dio la vuelta ante el sonido repentino de un batir de alas. Unas plumas azul grisáceo le cubrieron la vista al tiempo que unas garras afiladas se le hundían en el rostro. Un latigazo rojo de dolor lo recorrió, repentino y salvaje, mientras las enormes alas le batían contra la cabeza. Llegó a ver el pico, pero no le dio tiempo a protegerse con las manos ni a sacar un arma. Jon se echó hacia atrás, perdió pie en el estribo, se le encabritó la montura y cayó. Y el águila seguía aferrada a su cara, le desgarraba la piel, aleteaba, graznaba, lanzaba picotazos… El mundo se puso del revés en un caos de plumas, carne de caballo y sangre, y entonces el suelo se le estampó en la cara.

Se encontró de bruces contra el fango, con la boca llena de barro y sangre, mientras Ygritte se arrodillaba a su lado para protegerlo, con una daga de hueso en la mano. Todavía se oía el batir de las alas, aunque ya no veía el águila. La mitad del mundo estaba a oscuras.

—¡Mi ojo! —gritó con pánico repentino, al tiempo que se llevaba la mano a la cara.

—No es más que sangre, Jon Nieve. No te ha picado el ojo, sólo te ha desgarrado la piel.

La cara le palpitaba. Mientras se limpiaba la sangre del ojo izquierdo, vio por el derecho que Tormund estaba de pie, rugiendo. Se oían las pisadas de los caballos, gritos y el entrechocar de huesos secos.

—¡Saco de Huesos! —retumbó la voz de Tormund—. ¡Quítanos de encima a tu pájaro de los infiernos!

—El único pájaro de los infiernos es ese cuervo. —Casaca de Matraca señaló en dirección a Jon—. ¡El que sangra en el barro, como un perro! —El águila bajó batiendo las alas y se posó sobre el cráneo de gigante que utilizaba como yelmo—. Vengo a por él.

—Pues acércate si te atreves —replicó Tormund—. Pero más vale que vengas con la espada desenvainada, porque así es como la voy a tener yo. A lo mejor luego hiervo tus huesos y me meo en tu cráneo. ¡Ja!

—En cuanto te pinche, se te escapará el aire y acabarás del tamaño de esa chica. Hazte a un lado o se lo diré a Mance.

—¿Qué? ¿Es Mance quien lo quiere ver? —preguntó Ygritte poniéndose en pie.

—Ya te lo he dicho, ¿estás sorda o qué? Levantadlo.

—Si te llama Mance —dijo Tormund, mirando a Jon con el ceño fruncido—, será mejor que vayas.

—Sangra como un jabalí desollado. —Ygritte lo ayudó a ponerse en pie—. Mirad cómo le ha dejado Orell la cara, con lo guapo que es.

«¿Es que un pájaro puede odiar?» Jon había matado al salvaje Orell, pero una parte de él vivía aún dentro del águila. Los ojos dorados lo miraban con maldad fría.

—Ya voy —dijo. La sangre le corría por la frente y le cegaba el ojo derecho, la mejilla era una llamarada de dolor. Cuando se la tocó, los guantes negros se le mancharon de rojo—. Espera que busque mi caballo.

No tenía tanta necesidad del caballo como de Fantasma, pero el huargo no aparecía por ninguna parte.

«Puede que esté a muchas leguas, le estará arrancando el cuello a algún alce.» Tal vez fuera lo mejor.

El caballo lo rehuyó cuando se acercó a él; sin duda la sangre del rostro lo asustaba, pero Jon lo tranquilizó con unas cuantas palabras susurradas, y por fin consiguió acercarse lo suficiente para coger las riendas. Cuando montó, la cabeza le dio vueltas un momento.

«Me tienen que curar esto —pensó—, pero luego. Que el Rey-más-allá-del-Muro vea qué me ha hecho su águila.» Flexionó los dedos de la mano derecha, se agachó para recoger a Garra y se colgó la espada bastarda del hombro antes de volver al trote adonde aguardaban el Señor de los Huesos y su grupo.

Ygritte aguardaba también, ya a lomos de su caballo y con una expresión fiera en el rostro.

—Voy con vosotros.

—Lárgate. —Los huesos de la coraza de Casaca de Matraca entrechocaron—. Me han enviado a buscar al cuervo desertor, y a nadie más.

—Una mujer libre va adonde quiere —replicó Ygritte.

El viento le metía nieve en los ojos a Jon. Sentía cómo se le congelaba la sangre en la cara.

—¿Qué vamos a hacer, cabalgar o parlotear?

—Cabalgar —replicó el Señor de los Huesos.

No fue un trayecto alegre. Cabalgaron tres kilómetros junto a la columna entre torbellinos de nieve, luego atajaron a través de un caos de carromatos de equipaje y cruzaron el Agualechosa en el punto donde describía una amplia curva hacia el este. Los bajíos del río estaban cubiertos por una fina capa de hielo; los cascos de los caballos la quebraban a cada paso, hasta que llegaron a aguas más profundas, diez metros río adentro. En la orilla este parecía nevar con más intensidad y la profundidad de la nieve era mayor.

«Hasta el viento es más frío.» Además, estaba anocheciendo.

Pero, pese a la tormenta de nieve, la forma de la gran colina blanca que surgía amenazadora por encima de los árboles era inconfundible.

«El Puño de los Primeros Hombres.» Jon oyó el graznido del águila que sobrevolaba al grupo. Un cuervo lo miró desde las ramas de un pino soldado y graznó a su paso. «¿Habrá atacado el Viejo Oso?» En lugar del entrechocar del acero y el silbar de las flechas, lo único que oía Jon era el crujido quedo del hielo bajo los cascos de su caballo.

Rodearon en silencio el Puño hasta la ladera sur, por donde la subida era más sencilla. Fue allí donde Jon vio el caballo muerto, al pie de la colina, casi enterrado en la nieve. Las entrañas le salían del vientre como serpientes congeladas, y le faltaba una de las patas.

«Han sido los lobos», pensó Jon, pero no podía ser. Los lobos devoraban las presas que mataban.

Había más caballos caídos por toda la ladera, con las patas retorcidas en posturas grotescas y los ojos ciegos mirando a la muerte. Los salvajes se movían entre ellos como moscas, les quitaban las sillas, las riendas, las alforjas y las protecciones, y los despedazaban con hachas de piedra.

—Arriba —dijo Casaca de Matraca a Jon—. Mance está en la cima.

Desmontaron junto al círculo de piedra y entraron por un hueco angosto entre las rocas. En las estacas afiladas que el Viejo Oso había hecho clavar junto a todas las entradas vio empalado el cadáver de un caballo pequeño, de pelo castaño e hirsuto.