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«Estaba tratando de salir, no de entrar.» No había rastro de su jinete.

Dentro había más, y era peor. Era la primera vez que Jon veía nieve rosa. El viento soplaba a ráfagas en torno a él y le tironeaba de la pesada capa de piel de oveja. Los cuervos iban revoloteando de un caballo muerto a otro.

«¿Serán cuervos salvajes, o los nuestros?» No habría sabido decirlo. Se preguntó dónde estaría en aquel momento el pobre Sam. Y cómo.

Una costra de sangre congelada crujió bajo el talón de su bota. Los salvajes habían cogido hasta el último fragmento de cuero o acero de los caballos, hasta les estaban arrancando las herraduras. Unos cuantos registraban el contenido de mochilas que habían volcado en el suelo, en busca de armas y comida. Jon pasó junto a uno de los perros de Chett, o mejor dicho, de lo que quedaba de él, tendido en un charco de sangre fangosa semicongelada.

Todavía quedaban en pie unas cuantas tiendas al otro lado del campamento, y allí era donde los esperaba Mance Rayder. Bajo la capa rajada de lana negra y seda roja llevaba una cota de mallas negra y unos calzones de pelo largo, y se cubría la cabeza con un gran yelmo de hierro y bronce con alas de cuervo en las sienes. Con él estaba Jarl, así como Harma Cabeza de Perro. También vio a Styr y a Varamyr Seispieles con sus lobos y su gatosombra.

—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó Mance a Jon, echándole una mirada torva y fría.

—Orell le ha intentado sacar un ojo —dijo Ygritte.

—Le he preguntado a él. ¿Qué pasa, también se le ha comido la lengua? Sería lo mejor, así no nos volvería a mentir.

—A lo mejor el chico ve más claro con un ojo que con dos —dijo Styr el Magnar sacando un cuchillo largo.

—¿Quieres conservar el ojo, Jon? —preguntó el Rey-más-allá-del-Muro—. Si es así, dime cuántos eran. Y esta vez procura que sea verdad, bastardo de Invernalia.

—Mi señor… —Jon tenía la garganta seca—. ¿Qué…?

—No soy tu señor —replicó Mance—. Y no creo que haga falta explicar el «qué». Tus hermanos han muerto. La pregunta es, ¿cuántos eran?

A Jon le palpitaba el rostro, la nieve caía sin cesar, le costaba mucho pensar… «No importa qué te exijan, hazlo», le había dicho Qhorin. Las palabras se le trababan en la garganta, pero hizo un esfuerzo supremo y las pronunció.

—Éramos trescientos.

—¿Éramos? —restalló Mance.

—Eran. Eran trescientos. —«No importa qué te exijan», le había dicho Qhorin. «Entonces, ¿por qué me siento como un cobarde?»—. Doscientos del Castillo Negro y un centenar más de la Torre Sombría.

—Ésa es una canción mucho más interesante que la que me cantaste en la tienda. —Mance miró a Harma Cabeza de Perro—. ¿Cuántos caballos hemos encontrado?

—Más de cien —replicó la mujer corpulenta—. Menos de doscientos. Hay más muertos hacia el este, están cubiertos de nieve, no se sabe cuántos son.

Tras ella estaba su portaestandarte, que llevaba un asta con una cabeza de perro clavada en la punta. Era tan reciente que todavía chorreaba sangre.

—No deberías haberme mentido, Jon Nieve —dijo Mance.

—Ya… ya lo sé.

«¿Qué podía decir?»

—¿Quién estaba al mando? —El rey salvaje le escudriñó el rostro—. Y dime la verdad. ¿Era Rykker? ¿O Smallwood? Wythers no, seguro, es un blando. ¿De quién era esta tienda?

«Ya he dicho demasiado.»

—¿No encontrasteis su cadáver?

Harma soltó un bufido, el hálito desdeñoso se le congelaba en las fosas nasales.

—Estos cuervos negros son imbéciles.

—La próxima vez que me respondas con una pregunta, te entregaré al Señor de los Huesos —aseguró Mance Rayder a Jon. Se le acercó un poco—. ¿Quién estaba aquí al mando?

«Un paso más —pensó Jon—. Sólo un paso. —Acercó la mano a la empuñadura de Garra—. Si no digo nada…»

—Como se te ocurra echar mano a la espada te habré cortado la cabeza antes de que la consigas sacar de la vaina —dijo Mance—. Me estás agotando la paciencia a marchas forzadas, cuervo.

—Díselo —lo apremió Ygritte—. Fuera quien fuera, está muerto.

Al fruncir el ceño se le cuarteó la sangre seca de la mejilla.

«No puedo, es imposible —pensó Jon, desesperado—. ¿Cómo puedo hacerme pasar por cambiacapas sin convertirme en cambiacapas?» Qhorin no se lo había dicho. Pero el segundo paso siempre es más fácil que el primero.

—El Viejo Oso.

—¿Ese vejestorio? —Por el tono de Harma, era evidente que no lo creía—. ¿Vino él en persona? ¿Y quién está al mando del Castillo Negro?

—Bowen Marsh.

En esta ocasión Jon respondió al instante. «No importa qué te exijan, hazlo.»

—En ese caso ya hemos ganado la guerra. —Mance se echó a reír—. Bowen es mucho más eficaz contando espadas que utilizándolas.

—El Viejo Oso estaba al mando —dijo Jon—. Este punto estaba a buena altura y era fuerte, y él lo reforzó más aún. Hizo excavar zanjas y clavar estacas, almacenó alimentos y agua. Estaba preparado para…

—¿Mí? —terminó Mance Rayder—. Cierto, lo estaba. Si yo hubiera sido tan imbécil como para intentar tomar la colina por asalto, habría perdido cinco hombres por cada cuervo que consiguiera matar, y eso con suerte. —Apretó los labios—. Pero, cuando los muertos caminan, los muros, las estacas y las espadas no sirven de nada. No es posible luchar contra los muertos, Jon Nieve. Es algo que nadie sabe ni la mitad de bien que yo. —Alzó la vista hacia el cielo cada vez más oscuro—. Puede que los cuervos nos hayan ayudado más de lo que imaginan. Me preguntaba porqué no nos habían atacado. Pero aún tenemos cien leguas por delante y cada vez hace más frío. Varamyr, manda a tus lobos a rastrear a los espectros. No quiero que nos cojan desprevenidos. Mi Señor de los Huesos, dobla las patrullas y encárgate de que cada hombre tenga una antorcha y un pedernal. Styr, Jarl, partiréis a caballo en cuanto amanezca.

—Mance —dijo Casaca de Matraca—, quiero unos cuantos huesos de cuervo.

—No se puede matar a un hombre por mentir para proteger a los que fueron sus hermanos —dijo Ygritte dando un paso para ponerse delante de Jon.

—Todavía son sus hermanos —declaró Styr.

—Es mentira —insistió Ygritte—. Le dijeron que me matara y no me mató. En cambio sí mató al Mediamano, eso lo vimos todos.

«Si le miento, se dará cuenta», pensó Jon; el aliento se le condensaba en el aire. Miró a Mance Rayder a los ojos y flexionó los dedos de la mano quemada.

—Llevo la capa que me disteis vos, Alteza.

—¡Una capa de piel de oveja! —exclamó Ygritte—. ¡Y más de una noche bailamos bajo ella!

Jarl se echó a reír y hasta Harma Cabeza de Perro esbozó una mueca a modo de sonrisa.

—¿Así estamos, Jon Nieve? —preguntó Mance Rayder con voz suave—. ¿Tú y ella…?

Más allá del Muro era fácil extraviarse y perder el camino. Jon ya no sabía si era capaz de distinguir entre el honor y la vergüenza, entre el bien y el mal.

«Perdóname, padre.»

—Sí —dijo.

—De acuerdo —accedió Mance—. Mañana al amanecer partiréis los dos con Jarl y con Styr. Sí, los dos. Ni se me ocurriría separar dos corazones que laten como uno.

—¿Hacia dónde? —preguntó Jon.

—Hacia el Muro. Ya es hora de que demuestres tu lealtad con algo más que con palabras, Jon Nieve.

—¿De qué me sirve a mí un cuervo? —El Magnar no parecía nada satisfecho.

—Conoce a la Guardia y conoce el Muro —dijo Mance—. Y conoce el Castillo Negro mejor que ningún explorador. Si no le encuentras ninguna utilidad es que eres idiota.