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—Puede que todavía tenga el corazón negro. —Styr tenía el ceño fruncido.

—Entonces se lo arrancas. —Mance se volvió hacia Casaca de Matraca—. Mi Señor de los Huesos, mantén la columna en marcha al precio que sea. Si llegamos al Muro antes que Mormont habremos vencido.

—Seguirá en marcha —respondió Casaca de Matraca con la voz ronca de ira.

Mance asintió y salió, seguido por Harma y Seispieles, con los lobos y el gatosombra de Varamyr pisándoles los talones. Jon e Ygritte se quedaron con Jarl, Casaca de Matraca y el Magnar. Los dos salvajes de más edad miraron a Jon con resentimiento mal disimulado.

—Ya habéis oído —dijo Jarl—, partiremos al amanecer. Cargad con todas las provisiones que podáis, no tendremos tiempo de cazar. Y que te echen un vistazo a la cara, cuervo. Das asco.

—Bien —dijo Jon.

—Más vale que no estés mintiendo, chiquilla —dijo Casaca de Matraca a Ygritte, con los ojos brillantes tras el cráneo de gigante.

Jon desenfundó a Garra.

—Apártate de nosotros o te llevarás lo mismo que se llevó Qhorin.

—Ahora no tienes a tu lobo para que te ayude, chico. —Casaca de Matraca fue a echar mano de su espada.

—¿Estás seguro? —rió Ygritte.

Sobre las piedras del muro en forma de anillo estaba Fantasma, al acecho, con el pelaje blanco erizado. No emitía el menor sonido, pero sus ojos color rojo oscuro hablaban de sangre. El Señor de los Huesos apartó la mano muy despacio de la espada, retrocedió un paso y se alejó mascullando maldiciones.

Fantasma caminó junto a sus monturas cuando Jon e Ygritte iniciaron el descenso del Puño. Hasta que no estuvieron en medio del Agualechosa Jon no se sintió a salvo para hablar con ella.

—No te he pedido que mintieras por mí.

—Y no he mentido —replicó ella—. He omitido algunas cosas, nada más.

—Pero has dicho…

—Que más de una noche follamos como locos debajo de tu capa. Pero no he dicho cuándo empezamos. —Le dirigió una sonrisa que era casi tímida—. Esta noche busca otro sitio para que duerma Fantasma, Jon Nieve. Ya has oído a Mance. Basta de palabras, pasemos a la acción.

SANSA

—¿Un vestido nuevo? —preguntó, tan recelosa como sorprendida.

—El más hermoso que hayáis tenido jamás, mi señora —prometió la anciana. Midió las caderas de Sansa con un trozo de cordel con nudos—. Todo de seda y encajes de Myr, con forro de satén. Estaréis muy hermosa. Lo ha encargado la reina en persona.

—¿Qué reina?

Margaery no era todavía la reina de Joff, pero sí había sido la de Renly. ¿O tal vez se refería a la Reina de Espinas? ¿O a…?

—La reina regente, claro.

—¿La reina Cersei?

—Ni más ni menos. Hace muchos años que me honra con sus encargos. —La anciana dejó caer el cordel a lo largo de la cara interior de la pierna de Sansa—. Su Alteza me ha dicho que ya sois una mujer, no debéis seguir vistiendo como una niñita. Extended el brazo.

Sansa alzó el brazo. Era cierto que necesitaba un vestido nuevo. El año anterior había crecido ocho centímetros y la mayor parte de su antiguo guardarropa había quedado destruido por el humo cuando intentó quemar el colchón, el día de su primer florecimiento.

—Vais a tener un busto tan hermoso como el de la reina —dijo la anciana al tiempo que rodeaba el pecho de Sansa con el cordel—. No tendríais que esconderlo tanto.

El comentario la hizo sonrojar. Pero la última vez que había salido a caballo no había podido anudarse el corpiño hasta arriba, y el mozo de cuadras la miró fijamente mientras la ayudaba a montar. A veces sorprendía a hombres adultos mirándole también el pecho, y algunos vestidos le quedaban tan apretados que apenas le permitían respirar.

—¿De qué color va a ser? —preguntó a la costurera.

—De los colores me encargo yo, mi señora. Ya veréis como os gusta, estoy segura. También tendréis ropa interior y medias, mantos, capas y todo… todo lo que corresponde a una hermosa dama de noble cuna.

—¿Estará listo para la boda del rey?

—Antes, mucho antes. Su Alteza tiene un gran interés. Tengo seis costureras y doce aprendizas, y todas hemos dejado a un lado el resto de los encargos para ocuparnos de éste. Más de una dama se enfadará con nosotras, pero es una orden de la reina.

—Transmitid a la reina mi más profundo agradecimiento por sus atenciones —dijo Sansa con educación—. Es demasiado bondadosa conmigo.

—Su Alteza es muy generosa —asintió la costurera mientras recogía sus cosas y se despedía para salir.

«Pero ¿por qué? —se preguntó Sansa una vez estuvo a solas. Aquello la intranquilizaba—. Seguro que este vestido es idea de Margaery o de su abuela.»

Margaery le había demostrado una amabilidad constante e incondicional, y su presencia lo había cambiado todo. Sus damas también habían acogido a Sansa. Había pasado tanto tiempo sin disfrutar de la compañía de otras mujeres que casi había olvidado lo agradable que podía resultar. Lady Leonette le daba clases de arpa y Lady Janna compartía con ella los mejores chismorreos. Merry Crane siempre tenía una historia divertida que contar y la pequeña Lady Bulwer le recordaba a Arya, aunque no era tan indómita.

Las de edad más similar a Sansa eran las primas Elinor, Alla y Megga, todas ellas Tyrell de las ramas más recientes de la familia. «Rosas de la parte baja del arbusto», bromeaba Elinor, espigada e ingeniosa. Megga era regordeta y ruidosa, y Alla tímida y bonita, pero Elinor era la cabecilla por derecho propio: ya era una doncella florecida, mientras que Megga y Alla sólo eran niñas.

Las primas aceptaron a Sansa en su grupo como si la conocieran de toda la vida. Pasaban largas tardes haciendo labores o charlando mientras tomaban pastelillos de limón y vino con miel; al anochecer jugaban a las tabas o cantaban juntas en el sept del castillo… Y a menudo una o dos de ellas eran elegidas para compartir el lecho con Margaery, donde se pasaban la mitad de la noche charlando en susurros. Alla tenía una voz muy bonita, y a base de lisonjas se la podía convencer para que tocara el arpa y cantara canciones de caballería y de amores contrariados. Megga cantaba muy mal, pero estaba loca por recibir un beso. Confesaba que a veces jugaba a los besos con Alla, pero no era lo mismo que besar a un hombre, y mucho menos a un rey. Sansa se preguntaba qué pensaría Megga acerca de besar al Perro, como había hecho ella. La había visitado la noche de la batalla, apestaba a vino y a sangre.

«Me besó, amenazó con matarme y me obligó a cantarle una canción.»

—El rey Joffrey tiene unos labios tan bonitos… —suspiraba Megga, ensimismada—. Ay, pobre Sansa, se te debió de romper el corazón cuando lo perdiste. ¡Cuánto has tenido que llorar!

«Joffrey me hizo llorar más de lo que te imaginas», habría querido responder, pero Mantecas no estaba presente para ahogar sus palabras, de manera que apretó los labios y contuvo la lengua.

En cuanto a Elinor, estaba prometida a un joven escudero, hijo de Lord Ambrose. Se casarían en cuanto el joven se ganara las espuelas. Había llevado la prenda de Elinor durante la batalla del Aguasnegras, en la que había matado a un ballestero de Myr y a un soldado de Mullendore.

—Alyn dice que la prenda le dio valor —apuntó Megga—. Dice que su nombre era su grito de batalla, qué caballeroso, ¿verdad? Yo quiero tener algún día un campeón que lleve mi prenda y mate a cien hombres.

Elinor le dijo que se callara, pero parecía muy satisfecha.

«Son unas niñas —pensó Sansa—. No son más que chiquillas, hasta Elinor. No han visto nunca una batalla, no han visto morir a un hombre, no saben nada…» Los sueños de aquellas niñas estaban llenos de canciones y de cuentos, igual que lo habían estado los suyos antes de que Joffrey le cortara la cabeza a su padre. Sansa las compadecía. Sansa las envidiaba.