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Aquella mala nueva sirvió para desentumecer un poco y hacer salir de su ensimismamiento a los expedicionarios, que consideraron la revelación de Fordington-Lewthwaite como algo que ya no se podía consentir. Hastiados y todavía afectados por el comportamiento de Kerrigan en cubierta, no habían sabido reaccionar con indignación -si olvidamos a la señorita Bonington- cuando Arledge, con mucha sangre fría, mató a Meffre. Pero cuando supieron que Kerrigan había asesinado a Eugene Collins -del cual la mayor parte de ellos ni se acordaba- montaron en cólera y, espoleados por la ira liberada, sacaron a relucir la muerte del poeta francés como uno más de los peldaños que la violencia y la impunidad habían escalado a bordo de aquel navío endemoniado, y Arledge sufrió las consecuencias. La señorita Cook, el señor Littlefield y el señor Beauvais le retiraron el saludo repentinamente; Florence Bonington, con la satisfacción que otorga el acatamiento final de proposiciones una vez desoídas, llegó a insultarle durante el transcurso de un almuerzo; los Handl, inéditos durante toda la travesía, mantuvieron su postura y no salieron en su defensa; Hugh Everett Bayham se mostró con él aún más seco de lo que lo había hecho hasta entonces; y sólo Lederer Tourneur -un caballero que acabó por resultar cargante pero que sin duda era ecuánime- no cambió de actitud con respecto a él, si bien tampoco osó enfrentarse a sus compañeros y se limitó a permanecer en una posición digna pero pasiva. Es evidente que aquel rencor que se desató de manera general en contra de Victor Arledge no se debía principalmente al hecho de que se hubiera batido con Léonide Meffre y hubiera salido airoso del lance, sino más bien a que de todos era bien sabido que Arledge era el único, amigo de Kerrigan, y al estar encerrado y lejos de su alcance el verdadero causante de todos sus males, los viajeros tomaron como blanco de sus pullas y redentor de sus sufrimientos al novelista inglés afincado en Francia, el más cercano al capitán Kerrigan. Arledge trató de reaccionar ante aquel trato que se le dispensaba con tanta altanería como pudo y procuró dejarse ver lo menos posible; ya no volvió a meditar sentado en las hamacas de popa, sus paseos se hicieron infrecuentes, ordenó que le llevaran el almuerzo a su camarote y sólo salía para cenar en el último turno, cuando sólo algunos trasnochadores y tahúres improvisados ocupaban los comedores. Incluso pasó días enteros encerrado en su cabina, garabateando frases inconexas que por desgracia no están ahora en mi poder. Pero el desdén de sus compañeros de viaje no fue lo que acabó de trastornar a Victor Arledge. Sus deseos de averiguar en qué habían consistido las peripecias de Hugh Everett Bayham en Escocia, de saber quiénes eran las hermanas que habitaban el piso inferior de la casa en que había sido recluido, de desvelar el misterio que había tras de la joven que lo sedujo, seguían atormentándole; y se dio cuenta de que a medida que el tiempo iba pasando, por unas u otras causas sus posibilidades de llegar algún día a desenterrar todo aquello disminuían a pasos agigantados. Sus relaciones con aquel caballero, que habían empezado por ser tirantes, más tarde se habían enmendado levemente y después se habían hecho frías, habían terminado por no existir. Las pocas veces que se cruzaban en un pasillo o en la cubierta del velero Hugh Everett Bayham daba por salvada su buena educación con una simple inclinación de cabeza y tanto él como los demás pasajeros se retiraban con poco disimulo cuando él aparecía en alguna habitación en la que los otros estuvieran reunidos. Lo más probable es que Victor Arledge, de haberse inclinado por la otra alternativa después de la muerte de Léonide Meffre -aquella noche de su triste cavilar-, habría obligado a Fordington-Lewthwaite a hacer una escala en Orán o Mostaganem y habría abandonado el Tallahassee para siempre. Pero su curiosidad -en verdad cargada de optimismo- y la pérdida total del sentido de la proporción -entre muchos otros- se lo impidieron. Y le impelieron a soportar aquel crucero hasta el final.

Pero -como se suele decir en casi todas las situaciones que han alcanzado un elevado grado de humillación- todavía no había llegado lo peor: Kerrigan logró escaparse y ello agravó de forma inesperada la situación de Victor Arledge.

Una mañana dos de los secuaces de Fordington-Lewthwaite, encargados de vigilar y alimentar al capitán, descubrieron -cuando se disponían a dejarle su parco desayuno y tal vez a propinarle la diaria paliza que, según algunos informes, Fordington-Lewthwaite exigía- que el capitán Kerrigan había conseguido abrir su puerta y burlar la custodia de sus guardianes nocturnos -una pareja de fornidos marineros muy dados a abandonar su puesto para ir a ingerir scotch y taconear ruidosamente con sus compañeros y que se dejaban vencer por el sueño con gran facilidad- y, aprovechando algún descuido de éstos, había huido del velero. Se echó en falta un bote y obviamente se supuso que Kerrigan lo había utilizado para llevar a cabo su fuga. Fordington-Lewthwaite acogió la noticia con voces y juramentos y se encargó personalmente de castigar a los negligentes; pero no sólo se limitó a eso: indignado, iracundo, excesivamente alterado, se dirigió hacia el camarote de Arledge, derribó la puerta de un empellón y penetró -decir sólo abruptamente sería faltar a la verdad- en los aposentos del escritor inglés, que en aquel instante se estaba acabando de vestir y que le recibió con una mirada tan fría como el viento de las colinas.

– ¿Cómo lo hizo? -preguntó Fordington-Lewthwaite-. ¿Cómo lo consiguió? ¡Contésteme!

Arledge lo miró de arriba a abajo y respondió:

– No sé de qué me está usted hablando, pero debo advertirle que no será fácil arreglar esa puerta. Mejor sería que fuera ya avisando a algunos de sus hombres para que empiecen a intentarlo.

Fordington-Lewthwaite obsequió a sus ojos con un brillo de furor mal contenido, se acercó a Arledge y le cogió por las solapas de la chaqueta que se acababa de poner. Algunos viajeros contemplaban la escena desde el quicio de la puerta derribada.

– ¡Le he hecho una pregunta, señor Arledge, y quiero que me conteste! ¿Cómo logró abrir la puerta? ¿Fue usted? ¡Claro que fue usted!

Arledge, a pesar de su abatimiento general, aún conservaba gran parte de su valor. Sin pestañear, y mirando fijamente a Fordington- Lewthwaite, dijo:

– Mi querido amigo, le aconsejo que quite sus manos de mi traje si no quiere verse en la misma situación que el poeta Léonide Meffre, que era un hombre mucho más sensato que usted.

Fordington-Lewthwaite, algo acobardado por el gélido tono que había empleado Victor Arledge y tal vez por el recuerdo del cuerpo de Meffre cayendo al mar, volvió en sí y retiró sus manos de las solapas de la chaqueta de aquél; ya con menos convicción volvió a preguntar:

– ¿Le ayudó usted a escapar?

Arledge se estiró el traje y respondió:

– Sigo sin saber de qué me habla, oficial.

– No trate de fingir, Arledge. Lo sabe perfectamente. Kerrigan ha huido.

El tono de Arledge se hizo aún más duro y despectivo.

– Usted, marino, es tan poco sutil -dijo- que nunca podría darse cuenta de cuándo estoy fingiendo y cuándo no, y por ello no le reprocho que piense que ahora lo hago. Pero está usted muy equivocado. Me habría gustado ayudar a escapar al capitán Kerrigan, pero no lo hice y crea que lo lamento de veras. Debió habérseme ocurrido.

Entonces Fordington-Lewthwaite perdió definitivamente el control de sus nervios. Se volvió hacia la cada vez más numerosa concurrencia y gritó:

– ¿Lo han oído? ¿Lo han oído todos bien? ¡Ha confesado que fue él quien ayudó a escapar a Kerrigan!

Lederer Tourneur intervino entonces:

– No diga estupideces, Fordington-Lewthwaite. Todos hemos oído lo que el señor Arledge ha dicho;

Fordington-Lewthwaite se encaró de nuevo con Arledge y dijo:

– Usted ha confesado que le habría gustado ayudar a escapar a Kerrigan, ¿no es cierto?

– Así es.

– ¿Cómo sabemos, entonces, que no lo ha hecho?

– Una pregunta tan idiota no merece contestación -respondió Arledge.

Fordington-Lewthwaite dio entonces unos pasos hacia el umbral de la puerta y dijo:

– ¡Wonham! ¡Venga con unos hombres y arreste inmediatamente a este sujeto!

Algunos marinos y el citado Wonham se llegaron hasta el lugar en que estaba Fordington-Lewthwaite, pero entonces Lederer Tourneur se interpuso y dijo:

– Escuche, Fordington-Lewthwaite. Está usted exagerando. No abuse de su poder, que al fin y al cabo no le va a durar mucho. Ya sabe que el capitán Seebohm está prácticamente restablecido, y yo también puedo darle mi versión de los hechos. Está usted obrando de forma ilegal. Tenga por seguro que si arresta al señor Arledge le acusaré de más de un cargo en cuanto estemos en territorio de jurisdicción británica.