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– Si es así, tendré que caerle a Lucy -se resignó Juan Barrete»-. La vaina es que a mí la que me gusta es Lily, compadre.

Lo animé a que le cayera a Lucy y le prometí hacerle el bajo para que ella lo aceptara. Él con Lucy y yo con Lily formaríamos un cuarteto bestial.

Conversando con Juan Barreto junto a la piscina y viendo bailar a las parejas en la pista de baile al compás de la orquesta de los Hermanos Ormeño -no sería la de Pérez Prado, pero era buenísima, qué trompetas, qué tambores-, nos fumamos un par de Viceroys. ¿Por qué se le había ocurrido a Marirosa, justo en ese momento, presentar a su tía a Lucy y Lily? ¿Qué comadreaban tanto? Se me estaba fregando el plan, caracho. Porque, era verdad, cuando anunciaron la torta con las quince velitas yo había comenzado mi cuarta -y, estaba seguro, esta vez exitosa- declaración de amor a Lily, después de haber convencido a la orquesta que tocara Me gustas, el bolero más propicio para caerles a las chicas.

Se demoraron una eternidad en volver. Y volvieron transformadas: Lucy, muy pálida y ojerosa, como si hubiera visto un fantasma y estuviera recobrándose de la impresión del otro mundo, y Lily, enfurruñada, un mohín avinagrado, los ojos echando chispas, como si allá adentro esas señoras y señores tan pitucos la hubieran hecho pasar muy mal rato. Ahí mismo la saqué a bailar, uno de esos mambos que eran su especialidad -el Mambo número 5-, y, yo no podía creerlo, Lily no daba pie con bola, perdía el ritmo, se distraía, se equivocaba, tropezaba, y el gorrito marinero se le corrió, dándole un aspecto algo ridículo. Ella ni se preocupó de enderezarlo. ¿Qué había pasado?

Estoy seguro que al terminar el Mambo número 5 toda la fiesta lo sabía porque la gordita pufi se había encargado de divulgarlo. ¡Qué gustazo se daría esa chismosa contándolo, con lujo de detalles, coloreando y exagerando la historia, a la vez que ponía los ojos grandes, grandes, de curiosidad y espanto y felicidad! ¡Qué malsana alegría habrían sentido -qué desagravio, qué venganza- todas las chicas del barrio que tanto envidiaban a esas chilenitas venidas a Miraflores a revolucionar las costumbres de los niños que ese verano nos graduamos de adolescentes!

Yo fui el último en enterarme, cuando ya Lily y Lucy habían misteriosamente desaparecido, sin despedirse de Marirosa ni de nadie -«tascando el freno de la vergüenza», sentenciaría mi tía Alberta-, y cuando el sibilino rumor se había extendido por toda la pista de baile y levantado en vilo al centenar de chicos y chicas que, olvidados de la orquesta, de sus enamorados y enamoradas, de tirar plan, se secreteaban, se repetían, se alarmaban, se exaltaban, abriendo unos ojazos que bullían de maledicencia: «¿Sabes? ¿Te enteraste? ¿Has oído? ¡Qué te parece! ¿Te das cuenta? ¿Te imaginas, te imaginas?». «¡No son chilenas! ¡No, no lo eran! ¡Puro cuento! ¡Ni chilenas ni sabían nada de Chile! ¡Mintieron! ¡Engañaron! ¡Se inventaron todo! ¡La tía de Marirosa les fregó el pastel! ¡Qué bandidas, qué bandidas!»

Eran peruanitas, nomás. ¡Pobres! ¡Pobrecitas! La tía Adriana, recién llegadita de Santiago, debió llevarse la sorpresa de su vida al oírlas hablar con aquel acento que a nosotros nos engañaba tan bien pero que ella identificó de inmediato como una impostura. Qué mal debieron sentirse las chilenitas cuando la tía de la gordita pufi, adivinando la farsa, comenzó a preguntarles sobre su familia santiaguina, el barrio donde vivían en Santiago, el colegio en el que habían estudiado en Santiago, sobre su parentela y las amistades de su familia en Santiago, haciendo pasar a Lucy y Lily el trago más amargo de su corta vida, ensañándose con ellas hasta que, despedidas de la sala, hechas unas ruinas, espiritual y físicamente demolidas, pudo proclamar ante sus parientes y amistades y la estupefacta Marirosa: «¡Qué chilenitas ni ocho cuartos! ¡Esas niñas no han pisado jamás Santiago y son tan chilenas como yo tibetana!».

Aquel último día del verano de 1950 -yo acababa de cumplir quince años también- comenzó para mí la vida de verdad, la que divorcia los castillos en el aire, los espejismos y las fábulas, de la cruda realidad.

La historia completa de las falsas chilenitas no la supe con exactitud, ni la supo nadie salvo ellas, pero sí escuché las conjeturas, chismes, fantasías y supuestas revelaciones que, como una estela rumorosa, persiguieron largo tiempo a las chilenitas de a mentiras, cuando éstas dejaron de existir -una manera de decirlo-, porque nunca más fueron invitadas a las fiestas, ni a los juegos, ni a los tes, ni a las reuniones del barrio. Las malas lenguas decían que, aunque las chicas decentes del Barrio Alegre y de Miraflores ya no las frecuentaban, y les volteaban la cara si se las cruzaban por la calle, los chicos, los muchachos, los hombres, sí las buscaban, a escondidas, como se busca a las huachafitas -¿y qué otra cosa eran Lily y Lucy sino dos huachafitas de algún barrio como Breña o El Porvenir que, para ocultar su procedencia, se habían hecho pasar por extranjeras a fin de colarse entre la gente decente de Miraflores?-, para tirar plan con ellas, para hacerles esas cosas que sólo las cholitas y las huachafitas se dejan hacer.

Después, me imagino, unos y otros se fueron olvidando de Lily y de Lucy, porque otras personas, otros asuntos vinieron a reemplazar esa aventura del último verano de nuestra infancia. Pero, yo no. Yo no las olvidé, sobre todo a Lily. Y aunque hayan corrido tantos años, y Miraflores haya cambiado tanto, y lo mismo las costumbres, y se eclipsaran barreras y prejuicios que antes se exhibían con insolencia y ahora se disimulan, yo la guardé en la memoria, y vuelvo a veces a evocarla, a oír la risa traviesa y la mirada burlona de sus ojos color miel oscura, a verla cimbreándose como una caña a los compases de los mambos. Y sigo pensando que, a pesar de haber vivido ya tantos veranos, aquél fue el más fabuloso de todos.

II. El guerrillero

El México Lindo estaba en la esquina de la rué des Canettes y la rué Guisarde, a un paso de la place Saint Sulpice, y en mi primer año de París, en que pasé apuros de dinero, muchas noches fui a apostarme a la puerta falsa de ese restaurante, a esperar a que Paúl se apareciera con un paquetito de tamales, tortillas, carnitas o enchiladas, que yo me iba a despachar en mi buhardilla del Hotel du Sénat antes de que se enfriaran. Paúl había entrado a trabajar en el México Lindo como pinche de cocina, y al poco tiempo, gracias a sus habilidades culinarias, fue ascendido a ayudante del chef y cuando lo dejó todo para dedicarse en cuerpo y alma a la revolución ya era cocinero titular del establecimiento.

En esos comienzos de los años sesenta París vivía la fiebre de la Revolución Cubana y pululaba de jóvenes venidos de los cinco continentes que, como Paúl, soñaban con repetir en sus países la gesta de Fidel Castro y sus barbudos y se preparaban para ello, en serio o en juego, en conspiraciones de café. Además de ganarse la vida en el México Lindo, cuando yo lo conocí, a los pocos días de mi llegada a París, Paúl tomaba unos cursos de Biología en la Sorbona, que abandonó también por la revolución.

Nos hicimos amigos en un cafecito del Barrio Latino, donde nos reuníamos un grupo de esos sudamericanos que Sebastián Salazar Bondy llamó en un libro de cuentos Pobre gente de París. Paúl, al enterarse de mis apuros, me propuso echarme una mano en lo concerniente a la comida, pues en el México Lindo ella sobraba. Que, a eso de las diez de la noche, me pasara por la puerta falsa y me ofrecería «un banquete gratis y caliente», algo que había hecho ya con otros compatriotas menesterosos.

Debía de tener unos veinticuatro o veinticinco años a lo más, y era un barrilito con pies -muy, muy gordo-, simpático, amiguero y conversador. Andaba siempre con una gran sonrisa en la boca que le inflaba los cachetes. En el Perú había estudiado varios años de Medicina y pasó algún tiempo en la cárcel por ser uno de los organizadores de la célebre huelga de la Universidad de San Marcos del año 1952, cuando la dictadura del general Odría. Antes de llegar a París estuvo un par de años en Madrid, donde se casó con una chica de Burgos. Acababan de tener un hijo.