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Entonces, la reconocí. Había cambiado mucho, por supuesto, sobre todo su manera de hablar, pero seguía manando de toda ella esa picardía que yo recordaba muy bien, algo atrevido, espontáneo y provocador, que si traslucía en su postura desafiante, el pechito y la cara adelantados, un pie algo atrás, el culito en alto, y una mirada burlona que dejaba a su interlocutor sin saber si hablaba en serio o bromeando. Era menuda, de pies y manos pequeños y unos cabellos, ahora negros en vez de claros, sujetos con una cinta, que le llegaban a los hombros. Y aquella miel oscura en sus pupilas.

Advirtiéndole que lo que íbamos a hacer estaba terminantemente prohibido y que por esto el camarada Jean (Paúl) nos reñiría, la llevé a dar una vuelta por el Panteón, la Sorbona, el Odeón y el Luxemburgo y por fin -¡un dispendio para mi economía!- a almorzar en L'Acropole, un restaurancito griego de la rué de l'Ancienne Comedie. En esas tres horas de conversación me contó, violando las reglas del secretismo revolucionario, que había estudiado Letras y Derecho en la Universidad Católica, que llevaba años militando en la clandestina Juventud Comunista y que, al igual que otros camaradas, se había pasado al MIR porque éste era un movimiento revolucionario de verdad y, aquél, un partido esclerotizado y anacrónico en los tiempos que corrían. Me decía esas cosas de manera algo mecánica, sin mucha convicción. Yo le conté mis trajines en busca de trabajo para poder quedarme en París y le dije que ahora tenía puestas todas mis esperanzas en un concurso para traductores de español, convocado por la Unesco, que pasaría al día siguiente.

– Cruza los dedos y toca así la mesa tres veces, para que lo apruebes -me dijo la camarada Arlette, muy seria, mirándome fijamente.

¿Eran compatibles semejantes supersticiones con la doctrina científica del marxismo-leninismo?, la provoqué.

– Para conseguir lo que se quiere, todo vale -me repuso en el acto, muy resuelta. Pero, de inmediato, encogiendo los hombros, sonrió-: También rezaré un rosario para que pases el examen, aunque no sea creyente. ¿Me denunciarás al partido por supersticiosa? No creo. Tienes una carita de buena gente…

Lanzó una risita y, al reírse, se le formaron en sus mejillas los mismos hoyuelos que cuando niña. La acompañé de regreso a su hotel. Si estaba de acuerdo, le pediría permiso al camarada Jean para sacarla a conocer otros lugares de París antes de que continuara su viaje revolucionario. «Regio», apuntó, extendiéndome una mano lánguida que demoró en separarse de la mía. Era muy bonita y muy coqueta la guerrillera.

A la mañana siguiente pasé el examen para traductores en la Unesco con una veintena de postulantes. Nos dieron a traducir media docena de textos del inglés y del francés, bastante fáciles. Vacilé con la expresión «art román», que traduje primero como «arte romano», pero luego, en la revisión, comprendí que se trataba de «arte románico». Al mediodía fui con Paúl a comer una salchicha con papas fritas a La Petite Source y, sin preámbulos, le pedí permiso para sacar a la camarada Arlette mientras estuviera en París. Me quedó mirando de manera socarrona y simuló darme un sermón:

– Está terminantemente prohibido tirarse a las camaradas. En Cuba y en China Popular, durante la revolución, un polvo a una guerrillera podía costarte el paredón. ¿Por qué quieres sacarla? ¿Te gusta la muchacha?

– Supongo que sí -le confesé, algo avergonzado-. Pero, si eso te puede traer problemas…

– ¿Te aguantarías las ganas? -se rió Paúl-. ¡No seas hipócrita, Ricardo! Sácala, sin que yo me entere. Eso sí, después me lo cuentas todo. Y, sobre todo, usa condón.

Esa misma tarde fui a buscar a la camarada Arlette a su hotelito de la rué Gay-Lussac y la llevé a comer un steak frites a La Petite Hostellerie, de la rué de l'Harpe. Y, luego, a una pequeña boíte de nuit de la rué Monsieur le Prince, L'Escale, donde en esos días una chica española, Carmencita, vestida toda de negro a la manera de Juliette Greco, acompañándose de una guitarra cantaba, o mejor dicho decía, poemas antiguos y canciones republicanas de la época de la guerra civil. Tomamos unas copas de ron con coca-cola, una bebida que había empezado a llamarse ya cubalibre. El local era pequeño, oscuro, humoso, cálido, las canciones épicas o melancólicas, no había mucha gente todavía, y, antes de habernos terminado el trago y después de contarle que gracias a sus artes brujeriles y a su rosario me había ido bien en el examen de la Unesco, le cogí la mano y entrecruzándole los dedos le pregunté si se había dado cuenta de que estaba enamorado de ella desde hacía diez años.

Se echó a reír:

– ¿Enamorado de mí sin conocerme? ¿Quieres decir que desde hace diez años esperabas que un día se apareciera en tu vida una chica como yo?

– Nos conocemos muy bien, sólo que tú no te acuerdas -le respondí, muy despacio, espiando su reacción-. Entonces, te llamabas Lily y te hacías pasar por chilenita.

Pensé que la sorpresa haría que apartara su mano o que la cerrara crispada, en un movimiento nervioso, pero nada de eso. La dejó quieta en las mías, sin alterarse lo más mínimo.

– ¿Qué dices? -murmuró. En la penumbra, se inclinó y su cara se acercó tanto a la mía que sentí su aliento. Sus ojitos me escrutaban, tratando de adivinarme.

– ¿Todavía sabes imitar tan bien el cantito de las chilenas? -le pregunté, mientras le besaba la mano-, No me digas que no sabes de qué hablo. ¿Tampoco te acuerdas que me declaré tres veces y que siempre me diste calabazas?

– ¡Ricardo, Ricardito, Richard Somocurcio! -exclamó, divertida, y ahora sí sentí la presión de su mano-. ¡El flaquito! Ese mocoso tan arregladito, que parecía haber hecho la víspera la sagrada comunión. ¡Ja, ja! Eras tú. ¡Ay, qué risa! Ya entonces tenías carita de santurrón.

Sin embargo, un momento después, cuando le pregunté cómo y por qué se les había ocurrido a ella y su hermana Lucy hacerse pasar por chilenitas al mudarse a la calle Esperanza, en Miraflores, me negó con firmeza que supiera de qué le hablaba. ¿De dónde me había inventado semejante cosa? Se trataba de otras personas. Ni ella se había llamado nunca Lily, ni tenía hermana, ni había vivido jamás en ese barrio pituco. Ésa sería en adelante su actitud: negarme la historia de las chilenitas, aunque, a veces, como aquella noche en L'Escale, cuando me dijo reconocer en mí al mocosito medio bobo de diez años atrás, algo se le salía -una imagen, una alusión- que la delataba como la falsa chilenita de nuestra adolescencia.

Nos quedamos en L'Escale hasta las mil quinientas y yo pude besarla y acariciarla, pero sin ser correspondido. No me apartaba los labios cuando yo se los buscaba; pero no hacía el menor movimiento de respuesta, se dejaba besar con indiferencia, y, por supuesto, nunca abría la boca para que yo pudiera sorber su saliva. También su cuerpo parecía un témpano cuando mis manos le acariciaban la cintura, los hombros, y se detenían en los duros pechitos de botones erectos. Permaneció quieta, pasiva, resignada a aquellas efusiones como una reina a los homenajes de un vasallo, hasta que, por fin, con naturalidad, advirtiendo que mis caricias tomaban un rumbo atrevido, me apartó.

– Ésta es mi cuarta declaración de amor, chilenita -le dije, en la puerta del hotelito de la rué Gay-Lussac -. ¿La respuesta es sí, por fin?

– Ya veremos -me echó un beso volado, alejándose-. No pierdas las esperanzas, niño bueno.

Los diez días que siguieron a este encuentro, la camarada Arlette y yo tuvimos algo parecido a una luna de miel. Nos vimos todos los días y yo quemé en ellos todo el dinero que me quedaba de los giros de la tía Alberta. La llevé al Louvre y el Jeu de Paume, al museo Rodin y las casas de Balzac y de Víctor Hugo, la Cinémathéque de la rué d'Ulm, a una función del Teatro Nacional Popular que dirigía Jean Vilar (vimos Cefou de Platonov, de Chéjov, en que el propio Vilar encarnaba al protagonista) y, el domingo, tomamos el tren a Versalles, donde, luego de visitar el palacio, dimos un largo paseo por el bosque en el que nos sorprendió la lluvia y terminamos empapados. En esos días cualquiera nos habría tomado por amantes, pues andábamos todo el tiempo de la mano y yo la besaba y acariciaba con cualquier pretexto. Ella me dejaba hacer, divertida a veces, otras indiferente, y siempre terminaba poniendo fin a mis efusiones con un mohín de impaciencia: «Y ahora basta, Ricardito». Alguna rara vez, ella tomaba la iniciativa de peinarme o despeinarme un mechón con su mano o pasarme un dedo afilado por la nariz o por la boca como queriendo alisarlas, una caricia que se parecía a la de una ama afectuosa a su caniche.